José Antonio de Mendoza y Sotomayor, Marqués de Villagarcía, Vizconde de Barrantes y Virrey del Perú.

Los Mendoza, señores de Villagarcía

DON José Antonio de Mendoza y Sotomayor era descendiente del Mariscal Suero Gómez de Soutomayor, Tenenciero del Señorío de Ponteve­dra, y de García Camaño, «el Hermoso», fundador de Vilagarcía por una carta puebla de 1461; y sobrino del gran don Fernando de Andrade, Capitán Gene­ral y Arzobispo de Santiago14. Heredaba el Marquesado de Villagarcía, el Vizcondado de Ba­rrantes y los señoríos de Vistaalegre, Rubianes, Lamas y Vilanova. Fue Marqués de Monroy y de Cussano por su casamiento con doña Clara Barrio- nuevo y Monroy. Los Mendoza alcanzaron auge en Galicia, desde la presencia del Arzobispo don Lope en Compostela, en el siglo XV; los Caamaño que pretenden un origen helénico y se ufanan de des­cender de posesores romanos, pueden remontar sus genealogías hasta la alta edad media. Sigue leyendo José Antonio de Mendoza y Sotomayor, Marqués de Villagarcía, Vizconde de Barrantes y Virrey del Perú.

José Sarmiento de Valladares, Conde de Moctezuma, Duque de Atrixco y Virrey de México

Familia y nacimiento

LA familia de este Virrey poseyó el señorío de ! San Román de Saxamonde en Redondela desde el siglo XII cuando le fue concedido a Gonzalo Muiños por Alfonso VII. La Duquesa viuda de Sessa, doña María Andrea de Guzmán y Dávila, descendiente de otro Virrey de Nueva España. Usó el título de Conde de Moctezuma y Tula, que lo congraciaba con los indios.

José Sarmiento de Sotomayor fue bautizado el 4 de mayo de 1643 en la parroquial de Saxamonde; la actual, era capilla del derruido pazo familiar. Hijo del vigués Gregorio Sarmiento de Valladares y de Juana Sarmiento Niño, y hermano de Luis Sarmiento de Valladares y Meira, primer Vizconde de Meira y Marqués de Valladares; sobrinos del influyente Inquisidor General y Obispo de Plasencia Don Diego Sarmiento12.

Casó dos veces. La primera con la cuarta nieta del último Emperador azteca, Moctezuma, doña María Jerónima Moctezuma Jofre de Loayza y Carrillo, hija del Conde del Arco. La segunda, con la Duquesa viuda de Sessa, doña María Andrea de Guzmán y Dávila, descendiente de otro Virrey de Nueva España. Usó el título de Conde de Moctezuma y Tula, que lo congraciaba con los indios.

Virrey de México

FUE designado Virrey de México, para suceder a Galve, el 18 de diciembre de 1696 y tomó po­sesión en febrero del año siguiente. Aun no se habían borrado las huellas del levantamiento de 1692; el Pa­lacio Virreinal estaba en reconstrucción.

Poco después de hacerse cargo del mando, México fue asolado por una inundación. La mengua de alimentos, a causa de las malas cosechas, determinó una carestía y hambre que el Virrey trató de paliar con acertadas medidas, pero que no evitó el alzamiento popular de mayo del 1697.

El mando de Sarmiento coincide con los últimos años de la Prelatura del admirable gallego Aguiar y Seixas.

Exploración y misiones en California

MIENTRAS que, en el Cono Sur, el Estrecho de Magallanes puede denominarse, al decir de Amancio Landín, «de los cuatro gallegos», California está ligada a la acción de tres virreyes: el Conde de Monterrrey, que comenzó la exploración, el de Sal­vatierra y el de Moctezuma que la prosiguieron. Es lógico que fuese elegida Patrona la Virgen Peregri­na. Sarmiento de Valladares tuvo la cooperación de los franciscanos y la de los jesuitas: el P. Salvatie­rra, nacido en Milán y posiblemente de oriundez gallega, y el P. Kino, un verdadero descubridor13.

Sarmiento tuvo que hacer frente, en las costas, a los corsarios ingleses y, en tierrra, a los forajidos que infestaban los caminos.

Cese y honores

POCO antes de morir Carlos II, Sarmiento de Valladares solicitó el relevo. Cesó en el cargo el cuatro de noviembre de 1701. Felipe V —pese al desvío que hacia los Borbones sintieron él y otros familiares— lo colmó de extraordinarios honores: el título de Duque de Atrixco y el señorío de un «estado» en Nueva España, «cosa que sólo se había hecho antes con Hernán Cortés y no volvió a hacerse nunca». Prueba de lo satisfactorio de su gestión.

La memoria familiar perdura, en Sanxenxo, en la “Casa del Virrey”, el Pazo de Miraflores y una Capilla de la parroquial.

García Sarmiento de Sotomayor, Conde de Salvatierra y Virrey de México

La estirpe de los Sarmientos

EL linaje de los Sarmientos dio tributo a la historia de América, desde la iniciación del descubrimiento y va unido a los Sotomayor. Lo hacía notar en 1567 nuestro Sarmiento de Gamboa —el más científico y humanista de los almirantes— cuando afirmaba que había imitado a sus deudos. Un García Sarmiento fue piloto de la «Pinta»3. Un hijo de Pedro Madruga pasó a las Indias, con mala fortuna3. Un nieto se enfrentó a Drake. Otros Sarmientos figuran entre los pobladores de Filipinas, Santo Domingo, Magallanes… En el gobierno espiritual y político se distinguieron: Santiago, Diego, Francisco, Alonso… El más ilustre de todos, el Conde de Gondomar, diplomático, mecenas, «Grande de Europa», intervino en altos temas de Estado referentes a América4. Ya el licenciado Molina en su «Descripción de Galicia” ponderaba «las yemas sin cuento» de estos «Sarmientos».

Miembros de una de las más poderosas estirpes de Galicia desde los tiempos de Alfonso X, enriquecidos por los mercedes enriqueñas y más tarde con el tributo de la Ponte Maior de Ourense y con importantes señoríos. En 1483 García Sarmiento funda lo que hoy es Villa de Ponteareas, al lograr la concesión real de la feria de Cañedo. Tuvieron los condados de Santa Marta y Ribadavia, los estados de Salvatierra y Sobroso y Val de Achas. Don García IV de Sarmiento y Sotomayor heredaba de sus inmediatos antecesores una posición encumbrada. El abuelo, después de participar en las guerras de Inglaterra, Flandes y Portugal, fue mayordomo de la Emperatriz Doña María, viuda de Maximiliano de Austria. Su esposa había sido dama de la Reina Doña Juana de Portugal. Una de sus hijas, María Agustina, muy bella, centra el cuadro de «Las Meninas» ofreciendo a la infanta Margarita un «púcaro de Estresnoz». El padre, gentilhombre de Felipe III, Capitán General de Sevilla, fue el primer «Conde de Salvatierra», donde fundó el Convento de Franciscanos4.

Virrey de México

DON García IV, había desempeñado cargos militares, como el de Maestre de Campo del Cuerpo de Infantería de Galicia (1631). Después pasó a Sevilla, donde ocupó el puesto de Asistente (1634) y Capitán de Caballería en Badajoz.
Fue designado Capitán General y Virrey de México en 16425, sucediendo al Marqués de Villena, don Diego López Pacheco, destituido y puesto en prisión por las denuncias de su adversario don Juan de Palafox, Prelado de Puebla, que lo acusaba, entre otras infracciones, de simpatizar con los independentistas portugueses. Una de las primeras determinaciones de García Sarmiento fue la de ponerlo en libertad. El acceso a uno de los más altos puestos de la monarquía venía a coincidir con una de sus mayores desventuras: la destrucción del palacio de Salvaterra y de la iglesia de San Francisco, en la guerra con Portugal.

El más arduo conflicto al que se vio envuelto fue de carácter político-religioso: el enfrentamiento entre la Compañía de Jesús y el Venerable Palafox, Visitador General, acostumbrado a ejercer prácticamente el Gobierno6. Era el choque de un reformador con la situación existente, y reflejaba la oposición entre las órdenes mendicantes y los jesuítas; pero, en el fondo, latía la contraposición social entre los criollos y el funcionariado burocrático7. García Sarmiento se inclinó en favor de los jesuitas, frente al Prelado. Finalmente triunfaría éste al lograr el traslado del Virrey, que, pese a su actitud, contó con la colaboración de los franciscanos de las misiones de la Baja California y favoreció sus obras.

Virrey del Perú

EL ocho de julio de 1647, Sarmiento era nombrado Virrey del Perú, adonde llegó un año después, siguiendo, con fortuna, la futa de Acapulco. Sucedía a don Pedro de Toledo, Marqués de Mancera.

Nombró Capitán General del Callao y dio el mando de las naves del Sur a su hermano Alvaro. Otro, Francisco, fue Obispo de Michoacán. Tuvo como secretario a Juan de Oya Troncoso y el asesoramiento espiritual de un franciscano, Fr. Pedro de Arauz. Dejó un rico legado al Convento del Perú. Aleccionado por la experiencia mexicana, se inhibió cuanto pudo en el conflicto entre los jesuitas y el Obispo Cárdenas.

 

La fuente de Lima

 

EL Virrey Sarmiento embelleció las ciudades del Virreinato. Muchas de esas obras de mediados del siglo XVII fueron destruidas o dañadas por los seísmos.

 

De las realizaciones de Virrey, la más ponderada fue la Fuente de la «Plaza de Armas» o «Principal» de Lima (1660). Quizás al erigirla habrá pensado en los «chafarices» gallegos y del Norte de Portugal, como el nuestro de la «Ferrería», aunque la suya no es de granito, como las nuestras, sino de bronce.

Fue alabada con estos versos que juegan con el apellido y título de Virrey:

 «De fuente tan prodigiosa el

mundo se maravilla, que dar

un Sarmiento agua ha sido

cosa divina.

El agua que de ella corre no corre

como solía, y se ve

de tierra salva y por

Salvatierra, limpia».

 

Defensa del indio y persecución de fraudes

SU gestión, se caracterizó por defender a los indios, mitigando la «mita» de levas para la minería y la «composición de tierras», que tanto los perjudicaban, y recomendó a su sucesor que los protegiera. Persiguió la corrupción y el fraude a la Real Hacienda y, pese a la merma introducida en la ocupación de predios, envió a España, en 1652, cerca de dos millones de pesos. Tras el naufragio de la nao capitana de la armada en Guayaquil, logró rescatar no menos de trece millones.

Tuvo que hacer frente a otras tragedias; la más grave, el terremoto que convirtió en ruinas la ciudad de Cuzco, en 1650.

Favoreció las misiones de la Compañía en Paraguay, importantísimo modelo comunitario.

Cese y muerte

GARCIA Sarmiento cesó en su virreinato el 24 de febrero de 1655. Fue sustituido por su tío Luis Hernríquez de Guzmán, Conde de Alba de Liste. No pudo regresar a España; «le dio una grave enfermedad, que perdió el juicio, y algunos días antes de su muerte se lo volvió Nuestro Señor y dis­puso sus cosas». Fue enterrado en la iglesia de San Francisco (1659)°.

O escritor pontevedrés Rodrigo Cota participa nunha película americana ambientada na Galicia medieval

 

Hollywood se interesa por el Colón gallego

 

Chelo Lago Consuelo.Lago@Lavoz.Es
www.lavozdegalicia.es

 25/6/2010

¿Se imaginan que la teoría del Colón gallego llegase a la gran pantalla de la mano de uno de los grandes realizadores de Hollywood como, por ejemplo Steven Spielberg? ¿Y qué el papel protagonista de Pedro Madruga o Cristóbal Colón lo interpretase uno de los actores más controvertidos como Mel Gibson, director y protagonista de Braveheart, una película de corte histórico como podría ser la del descubridor? Pues aunque de momento no hay nada cerrado y son especulaciones, sí que es cierto que en la meca del cine hay un cierto interés por esa historia. De hecho, al menos dos productoras están en contacto con el matrimonio formado por William Roppenecker y María Dulce Pena. Y es que ella está a punto de terminar un libro en el que incide en que Pedro Madruga y Cristóbal Colón son la misma persona, una teoría que afirma la autora, conoce desde niña, inculcada por su familia, de procedencia gallega y descendiente del mariscal Pardo de Cela, señor feudal aliado de Pedro Madruga.

Esta mujer de origen cubano y que junto a su marido se hospeda estos días en el Gran Hotel de A Toxa, explica que su bisabuela se apellidaba Pardo y que la familia provenía de Santa Marta de Ortigueira y de Viveiro. «Yo nací en Cuba y vivo en Estados Unidos -explica-. La primera vez que vine a España lo hice en barco, con mis padres. Tenía 5 años y en el barco traíamos también un coche nuevo comprado en La Habana». Se encaminaron a Galicia, pues un tío suyo trabajaba en Vigo y otro en A Coruña, donde vivían sus abuelos, que también tenía casa en Santa Marta de Ortigueira y en Cecebre. En el trayecto hacia A Coruña, sufrieron un accidente y tuvieron que llevar el coche a reparar a Vigo. «Como la reparación llevaría varios días, mis tíos me trajeron a Pontevedra y lo primero que vinos fue la casa de Colón, el Castillo de Soutomaior. Es mi primer recuerdo. Cuando llegamos a nuestro destino, toda mi familia y sus amigos sabían de la tesis y eran partidarios de ella». Comenta que una de esas personas era Wenceslao Fernández Flórez, «muy amigo de mi abuelo, al igual que otro señor apellidado Mosquera, el mejor amigo de mi papá. Precisamente un Mosquera se casó con Luis Colón, nieto del descubridor, y era también partidario de esa tesis. Todos en la familia y todos los conocidos la apoyaban», asegura.

Con una envidiable memoria, cuenta que de niña pasaba varios meses en Galicia y que las principales pistas para esa teoría que investigó y sigue investigando se las dio otro conocido, «perteneciente a la familia de Andrade, cuando tenía 11 años». «Se me quedó grabado. Quizás en la película se pueda incluir esa escena, de las muchas cosas que tengo, documentos incluidos, que avalan esa teoría de que Cristóbal Colón y Pedro Madruga son la misma persona. Para nosotros eso no era una teoría, era una realidad». Tras estudiar música y arte, y trabajar creando perfumes durante 14 años y después de que su esposo y ella misma se retiraran, María Dulce Pena decidió volver a la Universidad «para graduarme en Comportamiento Humano, que tiene que ver con literatura, con historia, con neurociencia y también con escribir». Cuanto tuvo que elegir un tema para investigar en la asignatura de Historia Social planteó poder hacer la tesis final sobre el origen gallego del descubridor de América. Cuando se puso a buscar más información se encontró con la obra del pontevedrés Rodrigo Cota, Colón, Pontevedra, Caminha, que también mantiene la hipótesis de que el célebre navegante es Pedro Madruga, tesis que formuló por primera vez el investigador vigués Alfonso Philippot. «Leí el libro de Rodrigo Cota que, por cierto, es muy bueno, y desde entonces mantengo contacto con él». Su tesis ya fue leída y muy bien acogida por el decano. «Quedó impresionado y fue el que me animó no solo a escribir un libro sino a hacer una película, y en eso estamos». Al principio pensó que no tendría ninguna posibilidad «pero luego me salió no una, sino dos, por familiares que están conectados con Hollywood y estoy en trámites con unas personas para ver la posibilidad de hacer una película. Hay varios interesados aunque no puedo citar nombres, pues podría resulta contraproducente».

Mientras espera que fructifiquen esos contactos y ultima el libro, que quiere publicar, si puede ser, después de que salga la película, aprovecha para hacer turismo por Pontevedra y seguir investigando. El 4 de julio irá a Santa Marta, en donde con su marido, otro apasionado de la tesis que defiende, tiene interés por comprar una casa que perteneció a la familia. Con el propio Rodrigo Cota y Ramón Pedras como cicerones, recorrieron ayer el casco histórico de la ciudad. «Esto es bellísimo, bellísimo. Si estuviera en Italia o en Alemania no pararían ni un minuto de hablar de esto. ¿A quién no le va a gustar?», se pregunta.

Del tema local al comercio de Indias

por  Fray Martín Sarmiento (s.XVIII)

DIGRESION sobre economía «de Indias» partiendo de un tema local gallego, glosa a la frase «Con muito comerzo» de una de las coplas «do Tío Marcos da Pórtela», que sirven de base a la «Colección de Voces y Frases Gallegas» que acaba de editar, pri­morosamente, el Prof. Pensado. El Museo de Pon­tevedra posee una curiosa copia de X831.

«Con motto comerzo. Todo latín, curtí multo commercio. Commer- cio de con y merces, porque el comercio antiguo no se hacía con dinero, sino de géneros con géneros.

En Pontevedra se hace todos los sábados un mercado. A él con­curren de tres y cuatro leguas alrededor los aldeanos que tienen que comprar o que vender. Pero todos cuantos géneros se exponen en el mercado dicho son de poco precio, y más es el bullicio que el dinero que se atraviese de parte a parte. Aunque la copla dice con muito comerzo, entiéndase ser ponderación pues todo se reduce a buhonería y cosas de poca monta.

Y yo he pensado, viendo tanto concurso de gente, y tan poca sustancia en los géneros, aunque muchos, que no es otra cosa aquel mercado que una sombra de la famosa feria que el siglo pasado se celebraba en aquella villa. He leido el privilegio, que la villa con­serva, del rey don Enrique IV, por el cual le concede pueda tener feria general por espacio de treinta días continuados a contar 15 días antes del apóstol San Bartolomé y otros 15 días después del dicho dfa del santo. Las libertades y franquezas que concede a los que van a la feria son muy grandes, y capaces de atraer a Pontevedra gentes de Países muy remotos para el comercio [  ]

Oigo hablar a muchos de daca el comercio y toma el comercio y vuelva el comercio, y noto que ni siquiera la primitiva noción tiene del verdadero comercio sólido y útil para el bien común.

Quiénes, en dónde y con qué, son los tres puntos a que deben mirar y reflexionar los que han de hablar del comercio. El comercio le han de ejercer los naturales, pues cuando no ellos sino los ex­tranjeros le ejercen, sólo los naturales le padecen y consiguiente ellos son los que perecen al tiempo que los extraños se encrasan y se hacen opulentos.

¿Qué interesa España con que en Cádiz, v. g., haya una docena de levantiscos, genoveses, judíos, ingleses, alemanes, hamburgueses, suecos, moros, etc., que tengan y cuenten sus caudales por millones y a trueque de eso tengan estancado el comercio, e imposibiliten a los naturales para utilizarse en sus géneros? ¿De qué sirven aquellos millones en tan avarientas manos, sino para sacamos con ellos de España los géneros más precisos, y con éstos para sacamos el oro y plata de la América? ¿Qué utilidad para el bien público que nos saquen los granos, vinos, aceite, lanas, etc., para introducimos a pre­cio subidísimo, géneros, no sólo excusados sino también supérfluos y aun perniciosos?

¿Qué cosa más fatua que el padecer que el poco dinero que nos dejan, sacando los géneros precisos, nos lo vuelvan a sacar doblado con cajas de papel y con otras mil cosas tan ridiculas y aún vergon­zosas? ¿A qué sería quejarnos de los temporales, y de que la falta de alimentos se alterna cada año, si nos deshacemos de los suficien­tes, que Dios nos da, a un precio bajo, y después necesitamos vol­verlos propuesto, se llama linea tangente, la linea A.B.C., porque únicamente toca al círculo en un punto B. Las demás lineas inte­riores se llaman, rayos, cardas o secantes, si salen fuera de la circun­ferencia, o si de fuera de la circunferencia, cortándola, se introducen en lo interior.a comprar a precio doble, cuando insta el tiempo de alimen­tamos y vestimos? ¿A qué será la pasmarota, en tono de imaginar misterio, que viniendo tanta plata y oro a España cada día se halle menos? ¿Qué misterio ni misteria podrá haber en que si cada año entran en España ciento y salen ciento y cincuenta, cada año habrá en España menos dinero?

El verdadero comercio se debe disponer de modo que cada año entren ciento y cincuenta y salgan solos cincuenta. Aún no alcanza esto para que en España haya dinero. Si aquellos 150 sólo entran o casi todos, en manos de las arañas, dichas, que se anidan en el rincón de Cádiz, y en otros rincones semejantes de España; si la mayor parte de esos 150 que entran, sean pesos, doblones o millones de reales, no se esparcen por todo lo interior de nuestra península, con el beneficio de un comercio intestino, no se debe decir que aque­llas cantidades entran en España, sino que tocan en España, como en una escala marítima. Al comercio, las que salen, salen de lo In­terior para no volver.

Quiero explicarme con una figura geométrica. En el circulo de la margen, cuyo centro es Madrid, por serlo de España, representada en el circulo propuesto, se llama linea tangente, la linea A.B.C., porque únicamente toca al círculo en un punto B. Las demás lineas inte­riores se llaman, rayos, cardas o secantes, si salen fuera de la circun­ferencia, o si de fuera de la circunferencia, cortándola, se introducen en lo interior.

Digo, en breve, que el comercio de España se hace por una linea tangente, debiendo ser por rayos, cordos y secantes. Dice un autor francés que de 50 millones que giran de Cádiz para el comercio, solos dos y medio son de españoles. ¡Oh, qué comercio! Veamos cómo se hace el de los extranjeros de Cádiz y sólo por tangentes.

 

Carga un genovés de aquellos, que para costear sus guerras pasadas hallaron el arbitrio de echar de propia autoridad un tributo sobre los escritores de España, cargándoles siete u ocho reales más en resma de papel, sin que haya justicia que los contenga y los restañe. Carga digo, un genovés, un navio de géneros propios o del levante y los conduce a Cádiz, desde Cádiz, con las trampas de cabeza de hierro, conduce dichos géneros a la América; allí los vende como genovés, y de vuelta a Cádiz, cuando menos, se halla con la moderada ganan­cia de ciento por ciento.

Toca, y no más, ese caudal, o en moneda o en géneros, en el sólo punto de Cádiz, y desde allí vuelve al levante por la tangente a en­grosar el caudal, para volver a Cádiz, y dirigirle aumentado a la América para volver a su moderada ganancia, y así no giran sus caudales sino por la tangente. A.B.C. y C.B.A., sin comunicarse a lo interior de España nada (de) ellos por las líneas rayos, cordas y secantes.

Esa línea tangente camina mediando manos de extranjeros y ja­más de español alguno hasta la China y el Japón; y como aquellas naciones son linces en el comercio, le disponen de modo que entren 150 tantos de plata, y apenas salgan 50, y esos en valor de los gé­neros que les sobran.

Así es sentir de los autores que tienen voto, que la China es el pozo a donde va a parar casi toda la plata que se acuña en todos los dominios del rey de España; 900.000 libras de plata se acuñan cada año en la América, y todo es nada para España, y todo les parece poco a los extranjeros y chinos. También éstos por medio del comercio de las Filipinas con Acapulco y Méjico sacan infinita plata de aquellos países, embocándonos vasijas y tinajas de barro y otras superfluidades semejantes que, aunque en sí sean curiosas, más útil y curioso sería que el valor de ellas viniese a lo interior de España, y se quedasen los chinos con su china y sus tibores.

Mucho se me ofrecía que decir sobre el asunto pues me duele que me atolondren los oídos con la voz comercio y que me quieran per­suadir que la entienda al revés. El comercio ha de ser deshaciéndose de los géneros que sobran e introduciendo los que faltan y son muy precisos; y esto se debe promover de modo que los naturales le ejerzan y no le padezcan. No estancado en 100, 500 ó 1.000 naturales solamente, eso será monipodio o fingiendo voces mono-compro y mono-vendo y de ningún modo comercio que merezca el nombre de tal.

Todos los vasallos del rey tienen derecho natural a ganar su vida por lícitos modos, y ninguno le puede tener para ganarla con moni­podios, mohatras y haciendo de cabezas de hierro, a favor de los extranjeros, codiciosos, y en menoscabo de la hacienda real y para la última destrucción de un general comercio de lo interior de España.

Supongo que yo no lo he de remediar, pero supongan de seguro esos que censuro, que tampoco podrán remediar que los que tienen dos dedos de frente y nada ofuscada la razón natural no piensen y deseen lo mismo que yo.

En lo antiguo había en España, además de los mercados, muchas ferias generales, por medio de las cuales comerciaban y subsistían los pueblos sin necesitar de tantas Indias. Hoy con tantas Indias y tan pocas ferias caminan los pueblos a su última ruma en lo interior de España. Pida cada cual para su santo. Yo deseo y pido que en Pontevedra se restituya la antigua feria general; que yo aseguro que el rey interesará más que los que paliando su propio interés, pueden pensar esparciendo que esas ferias serán en menoscabo de la real hacienda real.

Hágome cargo que todo este pliego es una prolija digresión. ¡Qué Importa I Con esa prevención le escribí. El que no le quisiere leer que le deje, que yo haré lo mismo con lo que ese tal pudiere escribir en contra o del asunto o de la digresión, y rogaré a Dios que le alumbre».

Xosé Filgueira Valverde

Fray Martín Sarmiento, por Filgueira Valverde

Fray Martín SarmientoEste año se conmemora el segundo centenario de la muerte de Fray Martín Sarmiento (1695-1772), fi­gura universal de la “Ilustración” que, con Feijoo, señala, en los más distintos campos del saber y del fomento, el tránsito a decisivas etapas en la vida española y que supo presentir rumbos para el resurgimiento de Galicia.

En esta jornada recordamos ese doble trascen­der de la obra, tan vasta como desconocida, del último de los Cronistas de Indias y del primero de los pontevedreses de un tiempo nuevo.

PONTEVEDRA, 1702. Todos han abandonado la villa. Los hombres que pueden empuñar un arma salieron por el Camino Nuevo, hacia Redondela, porque se teme el desembarco del “Inglés”, que acaba de forzar el estrecho de Rande, donde está hundiéndose “la flota española”, “la escua­dra de la plata”. Las mujeres y los niños huyeron a Caldas, a la tierra de Montes… No sabemos por qué este pequeñín de siete años y medio se encuentra solo, sin rumbo, en las horas inciertas de un trágico amanecer. Su casa abre un viejo soportal al lado del palacio de los Marqueses de Aranda, a la sombra de la viejísima torre de Crú, muy cerca de las aulas de la Compañía, donde dice misa “o crego Xacinto” y cursa el feísimo Juan de Acuña, por mal nombre “A Morte Supitaña” porque de un golpe le quedó la boca desdentada (“sanouno a Morte”, se diría, pasados los años, cuando Acuña era médico famoso).

Desde un balcón, el niño ha visto pasar los gigantones del Corpus, hace cuatro años largos. Es éste el primer recuerdo de su vida.

Pero ahora la emoción es muy otra. No resuenan las notas inolvidables de las marchas procesionales. Hay un frío silen­cio en el pueblo desierto. La casa está situada entre la “gru- ma” del campamento romano, cuyos cuarteles siguen configu­rando, al cabo de los siglos, la estructura urbana, y la puerta abierta al final del “decumanus”. El pequeño busca esta sa­lida, hacia donde quiebra el albor, por Santa Clara. Queda allí un buen trecho de la calzada antigua, con losas enormes, como rocas que, pasado el Convento, forman a modo de pa- sales, sobre el fangal de “La Seca”. Por allá marcha jadeante… “Al llegar al arroyo de la Aceña, nos dice, poco antes de Santa Margarita, y caminando solo, sin saber a dónde iba, me alcanzaron… dos monjas viejas y enfermas”. Pasados los años, el fugitivo analiza sus recuerdos: “…cogiéronme enme- dio, para consuelo mío y de las dos monjas, por la regla ge­neral de que una mujer, con un niño inocente de compañía, tiene más valor y camina más ufana, o porque, aunque niño, representaba hombre”.

Subieron los tres, por el Camino Real, a pie, hasta Te­norio. El chico recordará luego los Puentes de Bora y la Por­talada del Monasterio, que avistarán siendo las dos de la tarde. Allí salieron el P. Abad y los monjes a recibir a la Abadesa de Santa Clara que era la más vieja de las dos “freirás”. El chico no parecía estar muy cansado de aquella caminata de ocho horas, y se fue corriendo al soto monacal a coger cas­tañas, y las llevaba a la cocina, para que se las asasen. Un lego que conocía a sus padres se encargó de cuidar de él. Vio como improvisaban una clausura para las clarisas, con reja y todo, en el claustrillo. Las oyó rezar en el coro. Asistió

a un entierro en el cementerio de la abadía y a un bautizo en la iglesia. El recién nacido sería quizás hijo de algún ma­trimonio pontevedrés fugitivo. Sabemos que hubo un cortés discreteo entre el Abad de Tenorio y la Abadesa de Santa Clara sobre el nombre que había de llevar. Terminaron la “retesía” conviniendo que se llamaría “Plácido” por parte de los benedictinos y “Buenaventura” por parte de las francis­canas. Y, aún más, que el bautizado vino a ser, pasados los años, el P. González, dominico profeso del convento de León…

En el rapaz fugitivo habréis sabido adivinar al “gran ga­llego”, Fr. Martín Sarmiento, en quien quizá se despertó en­tonces la doble vocación monacal y erudita. En su autobio­grafía supo condensar el episodio con una regocijada frase:

—“1702. Eché mi primera firma en una plana de a cuatro, y, a mediados de octubre, quemó el Inglés la flota de Vigo, en Redondela, y las cuarenta monjas de Santa Clara de Pon­tevedra huyeron a Tenorio y yo con ellas.”

Pero sigamos escuchándolo:

—’“Como yo no había oído más campanas que las de mi lugar, así que oí el sonido de la campana de Tenorio, hizo tal impresión en mi oído que cuarenta y tres años después me acordé del sonido mismo. Digo esto conforme a lo que dexo observado cuánto importaría que a los niños se les pon­ga en paraje de que vean y oigan objetos espectables e in­sólitos, para cimentar la memoria.”

Al correr de los años, el benedictino volverá a Tenorio varias veces: En 1725, en 1745, en 1755… Hará que el P. Abad le muestre los libros, el de Sacristía, el de Mayordomía, el de Caja y Gastos, del año 1702, en busca de alguna memoria de aquel extraordinario suceso. Ni una palabra. Apenas una par­tida reveladora, entre las cuentas: “Item, veinte reales que

gastó nuestro Padre Abad, cuando llevó las monjas a Ponte­vedra”. “¿Qué Edipo en el futuro —exclama—, entenderá esta cláusula?” Y se pone, él mismo, a hacer anotaciones margi­nales en los libros.

Cuando en 1762 el P. Sarmiento hilvana, en la más volu­minosa de sus obras, unas sugerencias sobre el cultivo de la Historia, el episodio de su huida de Pontevedra y de su es­tancia en Tenorio, los días del combate de Rande, va a servirle como glosa anecdótica para un alegato sobre el “culpable des­cuido” de los que habiendo vivido los hechos no los escriben.

Al leer estas frases, en uno de los manuscritos que Fer­nández López donó al Museo de Pontevedra, pensamos en la necesidad de las “Memorias”, pero también en las claves que puedan darnos para el conocimiento de una personalidad. En este breve relato están las fuentes de su vocación monástica y de su actividad literaria; aquí está ya el sentido del “cami­no” y del viaje como ensueño liberador, y la soledad, esa soledad de niño fugitivo, que le acompañará de por vida: “Yo nací solo, y siempre he vivido solo…”.

 

LA HORA PONTEVEDRESA DE SARMIENTO

SOLO. En voluntario y terco aislamiento. Lejos de lo que más ama. Vivamos una hora ponte- vedresa del año 1757. No la miden todavía ni el reloj de la Peregrina, cuya obra no se ha iniciado, ni el del Concejo, que no sueña siquiera en tener un Palacio Consistorial y que se aloja al amparo de la antigua Bastida. No la miden tampoco ni el reloj acólito de las monjas de Santa Clara, con su quebradiza so­nería, ni el gran reloj inglés que irá un día a decorar el des­pacho de Sampedro. Es ésta una hora gallega que suena fuera de Galicia, en el ámbito ilustre del Monasterio de San Mar­tin, de Madrid, porque Galicia no es solamente este confín geográfico, no la forman los gallegos que viven el paisaje nativo, sino que es todo ese otro pueblo viajero, que recorre los caminos del mundo, con monjes y auditores, obispos y ministros, lectores de diversas artes, oficiales, aprendices y peones, y también colonos, pues hace más de treinta años los

emigrantes han comenzado a atravesar los mares en los pa­taches de Alzaibar y están ya trabajando, en grupos familia­res, en los primeros asentamientos del Plata.

Resuena esta hora en la corte, midiendo el tiempo y los afanes de un monje gallego. Su eco vibra entre un enciclopé­dico desorden de trebejos eruditos. El monje tiene siete mil libros propios y formó una suerte de jardín botánico en sus habitaciones. Hay carpetas y carpetas escritas de su mano, herbarios, frascos, pergaminos, arqueologías, curiosidades… Hoy la hora turba el silencio, pero otros días no es dueña de los ruidos de la celda o de los tránsitos. A veces, un fá­mulo, que aspira a ser sangrador y cirujano, estudia en voz alta un libro lleno de recónditas noticias y aturde el claustro reiterando una y otra vez: “¿Qué es venda? Venda es una tira de lienzo. Venda es una tira de lienzo…” Entonces el reloj mide unos instantes de turbación. El monje sale indignado a reprender al pobre clínico; desde aquel momento el aspirante a sangrador se apodará “Venda”, y Fr. Martín contará entre sus obras una nueva soflama pedagógica contra el memorismo.

Otras veces este reloj, que quizá sea también gallego, he­cho por Del Río, según el “Arte de reloxes”, que ya está impri­miendo en Santiago la Oficina de Aguayo y Aldemunde; este reloj, que ya es un amigo nuestro, mide horas alegres. El monje, que tiene fama de arisco, que está dispuesto a renun­ciar a honores y mitras y que elige sus amistades con fino cedazo, que es capaz de espetarle al personaje más encope­tado las más agrias verdades, el monje que tiene su “porque sí” y su “porque no” muy explicados, se siente satisfecho, baja de un estante una viola y se pone a cantar cantigas de su tierra. El sabe (nadie volverá a saberlo hasta cerca de cien años) los secretos de la vieja lírica que encierran esas notas. Por eso encuentra digno de su gravedad de benedictino rom­per la calma de la Real Abadía con los giros cálidos de los “alalás” y de las “regueifas” y también con aquellos pimpan­tes “pasarrúas” del Corpus en su Pontevedra bienamada. Aquel día será un día de fiesta y el reloj, después de intentar en vano ceñir el ritmo de su péndulo a la marcha libre de las melodías ingenuas, medirá, con su voz de clave, largas horas de trabajo en las páginas de las “Memorias para la historia de la poesía y poetas españoles”. Al terminar su jomada, fray Martín escribirá una carta a su hermano don Francisco Javier García Sarmiento, hablándole de los caminos, de los plantíos, del mar o de los hombres de Pontevedra.

Otras veces, raras veces, ruidosas charlas ahogan la sonería de los cuartos de hora, de la media hora, de las horas, per­didas en la mutua evocación de recuerdos. Sus paisanos han venido a conversar con el P. Sarmiento. La soledad se quie­bra. Un regidor de la “boa vila”, algún fraile gallego, algún compañero de su hermano, gente oscura y ejemplar, muchas veces gente aldeana. Quizás hoy mismo haya estado aquí An­tonio González, un cantero de la Almuiña, hermano de Alberto González, nieto de Jacinto Rodríguez, “bellísimo hombre”, que asistía como fiel de repeso en la Carnicería y pasó del siglo. El fraile le buscará colocación en las obras reales y, en cam­bio, recibirá noticias de un miliario, o el nombre de un ‘Ve­getable”, o una leyenda, o la renovación de un viejo recuerdo infantil: aquellos gigantes del Corpus, que fueron lo primero que se le grabó en la memoria y que también añora Antonio González.

El monje es como un cónsul de sus paisanos en Madrid, y tiene en Galicia un corresponsal en cada conocido. Muchos días, devuelve sin abrir la correspondencia: oficiosidades de pelucas, golillas, corbatas, espadas, bonetes y capillas; imper­tinencias de eruditos odiosos, prejuicios de peligrosos médicos;

sueños de italianos arbitristas, presunciones de pedantes en­noblecidos aprisa… Pero, en cambio, contesta siempre a estas cartas de Pedro el de tal sitio, o de Catuxa de tal otro, y tra­baja sus asuntos más que los de las gentes de su propio linaje.

El reloj mide sorpresas y su voz debiera amortiguarse, queda y reverente: entra en la celda el empaque de un gran señor o la gloria en sedas de un obispo. Tampoco el monje altera su tono, sabio y abundante: se escuchan entonces con­sejos llenos de humor y de ciencia, secretos de Estado, noti­cias de enredos que nadie más que este abad sin súbditos puede desatar. Gente apresurada, que trae contados minutos para resolver un asunto apremiante y que espía de reojo el avanzar de las agujas, cortando las digresiones de Fray Mar­tín, temibles y amenas. Otros, que quisieran permanecer en esta celda tiempo y tiempo, que dan deliberadamente la es­palda al encargado de medirlo: Quer, con quien entra en ella todo el gozo tropical del nuevo Jardín Botánico; los hijos del embajador de Suecia, descendientes de los Hilde- brandos de Toscana, que hablan con el monje, como hombres hechos, sobre minerales o historias; el duque de Medina Si- donia, que muchas veces se queda a cenar aquí. Entonces, al tomar el caldo, le habla Fray Martín del “caldiño” de su tierra; con el escabeche vienen las alabanzas de la ría y la idea de nuevas industrias; con las aguas de frutas heladas, según la repostería de Juan de Mata, se alaban los pomares de La Ruibal y de Mourente y se evoca la nieve traída a Madrid desde las entrañas de los dólmenes de Acibeiro, re­movidas por los buscadores de tesoros. Acabada la comida, cuando el benedictino haya logrado que llegue hasta el Rey alguna idea suya sobre el fomento en Galicia, mostrará al convidado su jardín botánico, sus tiestos con plantas gallegas. Y cuando el duque, o los chicos del embajador, o Quer sepan que las plantas están. sembradas en tierra pontevedresa, traída a Madrid en barriles, a todo costo, el reloj medirá unos mo­mentos de asombro, mientras el vozarrón del monje tararea la marcha de pífanos de la Virgen Blanca, Patrona de sus te­midos escribanos.

Hoy, en esta tarde del día 17 de junio de 1757, va a sonar una hora de tristeza. En Pontevedra murió la nietecita de don Francisco Javier Sarmiento, ministro de Marina en la provincia y hermano del fraile. Fray Martín está en los 62 años. Pero es ésta, para él, la primavera de las grandes em­presas: el intento del “Onomástico etimológico” y el final del estudio de los “Caminos Reales de España” y de muchos pa­peles curiosos. La esquela que anuncia Ja muerte de la sobrina llega entre las cartas de felicitación del Generalato. El P. Sar­miento no se para a contestarlas. Está escribiendo una que lleve su pesar hasta la lejana “boa vila”. Tres líneas de dolor y de fervor pontevedrés: La niña ha muerto, quizá, por llevar un nombre ajeno. “Hermano Javier: Recibí tu carta y siento la muerte de tu “netiña” Magdalena. Si, como era razón, se llamase Margaritiña, acaso viviría…”.

Sorprendemos al sabio en este momento. Tal como lo co­nocemos por el retrato del Instituto de Pontevedra. Erguida la cabeza, inmensa y deforme, limpia de ceño la amplia frente, hondo, dilatado, el brillo de los ojos, bajo la densa arquivolta de las cejas, contraída la boca en un gesto entre tierno y do­lorido, la pluma en la mano, suspendida la escritura, en un momento de recogimiento… A lo lejos, muy lejos, sobre el paisaje urbano de la Plaza del Campo Verde, cubierta de es­padañas, la melodía de las marchas procesionales de las gaitas, y el Señor que avanza entre dos filas de marineros.

—“Si, como era razón, se llamase Margaritiña…”

 

 

LA HORA HISPÁNICA: EL NUEVO PALACIO

La “hora universal” de este hombre universalísimo llega cuando Felipe V le encarga el “Sis­tema de Adornos” del edificio que sucederá a los viejos Alcázares que el benedictino había visto arder, con sus tesoros de arte, en la No­chebuena de 1734. No se trataba de un proyecto decorativo ni el nuevo Palacio se concebía como lo ven ahora las gentes, para ser una de tantas residencias regias, sino como el sím­bolo monumental de la historia de toda una comunidad entre pueblos, agrupados en la “Monarchía”. “Ningún edificio (dice el Marqués de Lozoya), ni aun el mismo Versalles, da una idea tan exacta del poder monárquico tal como lo concebía el despotismo ilustrado del siglo XVIII”. El “Sistema” se en­comendaba a Sarmiento para que cifrasen esta representación esculturas y pinturas, relieves, inscripciones, biblioteca y hasta depósitos subterráneos legados al futuro. Habría de tener amplísimos horizontes, sería a la vez una visión total de la His­toria Hispánica desde los orígenes y de la expansión ecumé­nica a través del orbe.

Dos escritos de Sarmiento, el de 14 de junio de 1743, que había ordenado Felipe V, y el de 1747, destinado a Fernando VI, recogen la completa síntesis ideada, humanísticamente, por él. Otras muchas cartas, respuestas y quejas, r eñe jan los ava- tares de una obra lenta y complicada, en que sus criterios, acogidos por el Rey, eran a veces contradichos por Ministros y técnicos, contradicciones culminantes en el descenso o su­presión de lo más significativo del colosal edificio, las grandes estatuas; por su excesivo peso, por cambio del gusto artístico hacia la sobriedad neoclásica o por supersticioso temor y cre­dulidad en sueños iatídicos. Sarmiento sufrió grandes contra­riedades al ser desoído entonces. Ahora, en el Centenario de su muerte, comienzan a volver a sus pedestales las estatuas por acertada decisión del Real Patrimonio.

El “Sistema” permaneció increíblemente inédito hasta que lo publicamos los “Bibliófilos Gallegos”, entre los “Opúsculos» sobre Bellas Artes, anotados por Sánchez Cantón, que decía entonces: “En cualquier país, el manuscrito que se imprime habría estado editado hace mucho tiempo, dada la importancia del monumento que lo motivó; no obstante, apenas se han dado de él noticias sumarias”. En sus páginas pueden hallarse, desde el contenido de la caja enterrada con la primera piedra hasta el último detalle del coronamiento, siempre bajo la idea de perennizar todo lo hispánico, en su inmensa variedad, a tra­vés de los tiempos y del espacio. Para ello consideró al edificio dividido en cuatro partes:

El “lado sagrado”, al Norte, donde está la Capilla, con figu­ras bíblicas, imágenes y símbolos religiosos, pasajes de Histo­ria eclesiástica: evangelización, concilios, santos, santuarios.

Los adornos del “lado científico” (no se olvide el papel de Sarmiento en la organización de la Real Biblioteca), aluden a las Ciencias y a las Artes y a su cultivo por es­pañoles o en España. La amplitud cronológica viene dada por alusiones que se remontan a lo oriental y a lo griego, e inclu­yen, entre los motivos decorativos, cosa insólita, cercanos in­ventos gratos a la “Ilustración”: “el péndulo, telescopio, mi­croscopio, logarithmos, pantómetra y gama newtoniana de co­lores…, el barómetro, la aguja náutica, la máquina neumática y la eléctrica”. En cuanto a los pares de estatuas, señaló las de Séneca y Quintiliano, Higinio y Columela, Lucano y Mar­cial, Averroes y Maimónides, el Tostado y Arias Montano. “Averroes, moro, y R. Moisés, judío (dice también al Rey), fueron españoles, y muy doctos, y los pongo para que haya de todo y de todos los tiempos”.

Para el “lado militar», que es el de la Plaza de Oriente, ideó las representaciones de las nueve más famosas victorias, las enseñas de Ordenes Militares, las efigies de grandes capi­tanes, incluyendo hazañas ultramarinas, porque “sería muy re­probable, que siendo la América el teatro de nuestras con­quistas, no hiciese papel entre los adornos militares”.

En el “lado político”, al Mediodía: alusiones a los Conse­jos, a promulgaciones de leyes, a productos agrícolas y de la industria, y cinco pares de estatuas de grandes estadistas.

El proyecto del “Sistema” incluye también los símbolos de las provincias y de los reinos, las series de dioses, héroes, vir­tudes y monarcas, los menores adornos de escaleras, puertas… y hasta la seleción de libros que habrían de encerrarse como “Memorias subterráneas”. Es casi seguro que haya dado tam­bién, aunque no se conozcan sus dictámenes, los proyectos de las pinturas de paredes y bóvedas que habrían de realizar Gia- quinto, Mengs, Tiépolo y otros famosos artistas del XVIII.

FRAY MARTÍN SARMIENTO, CRONISTA DE INDIAS

SARMIENTO fue el último Cronista General de Indias. El cargo había sido creado por Carlos V. Aunque el primero que lo ostentó oficial­mente fue Gonzalo Fernández de Oviedo, con anterioridad, Pedro Mártir de Anglería (el que había dado al mundo, periodísticamente, la noticia del descubrimiento), estuvo encargado de redactar los informes del Consejo. Sucedieron a Oviedo, Calvete de Estrella, López de Velasco, el gran Gil González Dávila y Antonio León Pinelo. En Antonio de Solís, el puesto vuelve a hallar una gran figura literaria. Fernando del Pulgar y Herrero de Es- peleta, anteceden a Sarmiento, que fue nombrado por Decreto de 13 de enero de 1750 y que cesó el 12 de agosto de 1755, fecha en que el Consejo “propone que el cargo de Chronista de Indias que tenía Fr. Martín Sarmiento pase a la Academia de la Historia por haber aceptado la Abadía Claustral de Ripoll”.

Ni Barros Arana, “cronista de los cronistas de Indias”, ni Sebastián González García-Paz y Dalmiro de la Válgoma, que removieron documentaciones, pudieron hallar obra de Ser- miento que responda específicamente al ejercicio del cargo.

Se cita, como enviado por él al Marqués de Valdelirios, hacia 1741, un “Plano para formar una General Descripción de América”, muy anterior al nombramiento y no incluido en ninguna de las colecciones de manuscritos suyos. Quizás fuese una parte de las cuarenta y dos páginas, que se guardan en Silos, de un “Plano de un nuevo y fácil método para re­coger infinitos materiales y ciertas memorias que pueden ser­vir para formar una Descripción Geográfica completa de toda la Península y de toda América” y que, por estar fechadas en 1751, parecen responder a la iniciativa de su trabajo de Cronista. También aparece incluido lo americano en los “Apuntamientos y Planos para una Historia Natural Española” y en el “Aparato y Prontuario de la Historia Universal Ecle­siástica, Civil y Diplomática de España» (F. D. X.*, ambas).

La designación para el codiciado puesto estaba justificada no sólo por la fama de universal sabiduría de nuestro bene­dictino, sino por su interés en la temática americana. Un ligero recorrido de su obra, que sigue desgraciadamente iné­dita en su mayor parte, revela también, la atracción que sentía hacia ella, y su peculiar visión de los problemas que entra­ñaba.

Bastaría citar el tratado, que pone a prueba sus amplísi­mos saberes, escrito en defensa de los criterios de Feijoo, sobre las “Amazonas o mujeres belicosas” y sobre la geogra­fía del Rio Marañón: cuarenta y tres páginas de aguda polémica y apretada erudición. (“Disertación”, I, 373 ss.). O el re­ferente al ingenio de los “Americanos” que, según Feijoo, “ni amanece más presto ni se marchita tan pronto”. (“Disertación”, II, 448 ss.).

En uno y otro ensayo queda de manifiesto no sólo su ap­titud dialéctica, sino su competencia para el cargo de Cro­nista de Indias, porque, sin conocerlas directamente (“Ir a la guerra, navegar y casar no se puede aconsejar”, es el título de uno de sus tratadillos editados), manejaba sobre ellas una información bibliográfica que ninguno de sus inmediatos an­tecesores había poseído, ya que, en publicaciones extranjeras de su tiempo, superaban sus conocimientos a los de cualquier otro escritor.

Otro tema en que hubo de defender los criterios del autor del “Teatro Crítico”, fue el de las “Esmeraldas de Oriente” (“Demostración”, I, 728, ss.), intimamente relacionado con el problema de los primeros “Pobladores de América” (Id. 765 ss.). Sigue a este artículo otro no menos curioso sobre “Filipinas”. No faltan, dispersas, en la misma “Demostración”, noticias so­bre América a que dan pretexto las digresiones que constitu­yen manera peculiar y diserta en el quehacer literario de Sar­miento. Así, al hablar de la “hueste” y la “compaña”, recogerá datos sobre los cucuyos que, al decir de Sandoval, parecen res­plandecientes estrellas que cruzan por el aire (II, 243 ss.); al referirse al pacto médico de curación, aducirá el caso de los indios de Cumaná (II, 224), o aludirá a la radical actitud de los mexicanos castigando el «travestí” cuando glose los usos y prejuicios en la diferenciación del vestir según los sexos (I, 365).

Aunque la defensa del “Teatro Crítico” y de las “Cartas Eruditas” diera motivo a sus más amplias disertaciones sobre cuestiones de Ultramar, son muchas las páginas de otras obras suyas donde las aborda con originalidad y vasta documentación.  Así, Sarmiento, que como hemos visto había incluido América en sus grandes “Planos” de investigación, comenta los envíos que recibe o las referencias de cualquier novedad que venga a ofrecérsele. Un animal, un “vegetable”, una muestra geológica… traídos del Nuevo Mundo, podían darle te­ma para sabias cartas o notas. Véase como ejemplo la que di­rigió al Marqués de Medina Sidonia el 5 de agosto de 1770, acerca de un “cíbolo” mandado desde México.

En 1756 escribe y entrega a Quer un pliego en que anota ciento veinticinco especies vegetales extrañas traídas a España (F. D. XI, 139). Es una de las primeras aportaciones al estu­dio de la presencia de la flora americana en Europa. Breves monografías tratan de la llamada “raíz de Indias”, que su­pone bautizada por los misioneros de Michoacán (F. D. XI, 2.a, 152), del “Bangué”, que había visto por primera vez en Noya en 1754 y que nació espontáneamente en un tiesto de su ventana (Id. 155). Por lo que hace a los minerales, el “Discurso sobre la singularísima Piedra Negra del Ara de Lugo” (F. D. XII, 170), estudia este ejemplar que cree ser lo “que se llama, en Perú, Quiza Macay, en México, Izlli…”.

La referencia de Platón a la Atlántida y sus posibles in­terpretaciones, son objeto de análisis en la “Respuesta” al Tomo I.° de la “España Primitiva” (F. D. VIH, 87).

Otras menciones de lo americano, se hallan cuando trata de los modos de cultivo (F. D. VIII, 69); cuando investiga las causas de la despoblación de España (F. D. VII, 68), o cuando recoge datos inéditos sobre personajes, como el des­conocido franciscano de la Provincia de Los Angeles, de ig­norado nombre, que “escribió mucho de Medicina, Cirugía y Botica” (F. D. II, 27). Precisamente, en el terreno de la Me­dicina, uno de sus más famosos tratados contiene curiosas re­ferencias sobre la propagación del “mal serpentino”, extrac­tadas del libro de Ruy Diez de Isla (F. D. II, 28). Sarmiento dedicó todo un “Discurso” a impugnar la idea, generalizada entonces, de que las enfermedades venéreas procedían de América (F. D. VIII, 96).

Llegado el punto de ofrecer al lector unas páginas de Sar­miento, de tema americano, que cierren este folleto, hemos pensado en dos aspectos reveladores de su personalidad: la acotación de lecturas y la digresión socioeconómica.

Sarmiento anotaba con máxima diligencia los libros que llegaban a sus manos sobre temas relativos a las Indias Orien­tales u Occidentales, exploraciones, viajes, conquistas, histo­ria…, y confesaba sus aspiraciones a llegar a poseerlos o los incluía en las relaciones de volúmenes apetecibles para eru­ditos y estudiosos (F. D., 11). Entre estos apuntamientos, como si viniese preparando su tarea de Cronista, que habría de frustrarse, y pensase en una obra total sobre nuestro imperio ultramarino, son especialmente interesantes los que inicia en 1730 sobre las obras de Tavernier, Gage, los viajes a las Indias Occidentales de los Holandeses, Le Barbinais Le Gentil, y las Antiguas Relaciones de Indias de Renaudot (Col. MS. II.0, Mu­seo de Pontevedra, y F. D. II, 38).

De entre este conjunto de extractos, hemos preferido las notas que tomó de la lectura de Gage, tan pintoresco y des­medido. “The English-American, his travail by sea and land, or a new Survey of the West India’s”, editada en 1648, había sido una obra popularísima en toda Europa, que contribuyó a la formación de una mentalidad opuesta a lo hispánico, sobrevaloradora de los tesoros de América; forjó también el concepto de lo fácil que sería apoderarse de los dominios españoles. Por ello se considera que dio origen a la expedi­ción Venables (1654), de la que Tomás Gage fue capellán y que culminó en la conquista de Jamaica. Nacido en Inglaterra hacia 1597, había profesado en la Orden de los Dominicos, en Valladolid. La estancia en México, que motiva el libro acotado por Sarmiento, se produjo cuando renunció a un viaje a las Filipinas para quedarse en Nueva España. Después de ser Profesor en conventos de Chiapa y de Guatemala, atravesó Nicaragua, para venir a Europa en un buque español, visitar Italia y volver a su Patria, donde abjuró del catolicismo y se hizo pastor luterano, hecho que comenta Sarmiento. Mu­chas de las notas de éste subrayan las preocupaciones religio­sas de Gage y, especialmente, su aversión a la actitud de ciertas Ordenes. “A Duel between a Jesuite and a Dominican” (1651), responde a esta línea ideológica.

El segundo fragmento que seleccionamos nos presenta un aspecto muy distinto de Sarmiento. Quizá lo más importante de cuanto escribió sobre América no sea lo referente a Cien­cias Naturales o Históricas, sino el criterio sostenido en sus divagaciones sobre fomento, moneda, mercaderías, industrias y caudales. En la “Obra de 660 Pliegos”, pueden hallarse agu­das notas sobre estos aspectos. De la propia glosa de “Voces Gallegas”, puede extraerse una “charla de pensado y por es­crito” en que improvisa, intuye, adivina y… yerra su poderosa y enérgica mentalidad.

Por Xosé Filgueira Valverde

El resurgimiento del poder naval en Galicia

EL RESURGIMIENTO DEL PODER NAVAL

Pero es necesario que volvamos atrás para conocer el papel que jugó Galicia en el resurgimiento de un poderío naval para cuyos orígenes había sido elegida un día.

Nuestras riberas son de nuevo, desde comienzos del XVI, atalaya de tragedias navales y escenario de desembarcos corsarios o guerreros (67). Las Reales Cédulas de 1521,1530 y 1534 para proteger la pesca de la ba­llena, que venían practicando los gallegos contratados por vizcaínos (68), desencadenaron, como represalia, agresiones de la piratería francesa, que se enlazan con los episodios de la guerra entre Carlos V y Francisco I (69). Bayona es atacada en 1533 por cincuenta y seis navios: Galicia se siente inerme ante la invasión que se anuncia en 1544, cuando el desembarco de Muros y Finisterre no se convierte en conquista gracias a la presencia de las galeras de Don Alvaro de Bazán, que acude con la escuadra de Flandes desde Laredo, y que gana el marquesado de Santa Cruz en la más genial acción marítima que vieron las costas gallegas (70).

La Coruña, puerto de navegaciones regias en el XVI, que despidió, un día de rojos presagios, a Doña Catalina, la hija de Don Fernando y Doña Isabel, a sus desposorios con el Príncipe de Gales (1501), y que vio partir a Felipe II a celebrar sus bodas con María Tudor (1554), presenció con asombro los formidables preparativos de la gran armada contra Isabel de Inglaterra (1588) y recogió, tras su derrota, los despojos de lo que nuestro cronista Amaro González llamó la flor del mundo (71). Nuevos desastres aguardaban a las expediciones de 1597, salida de El Ferrol —que suena así por vez primera en nuestra naval historia— y a la de 1601 contra las costas de Irlanda.

Entre tanto, las nuestras eran asoladas por los ingleses. Drake había desembarcado en 1585 en Bayona y saqueado después el convento de San Simón. Tras el desastre de la Invencible, arriba con ciento cuarenta y dos navios y catorce mil hombres de desembarco a La Coruña y pone asedio a la ciudad; con la represalia sobre una de las bases de la armada española y la ayuda al prior de Ocrato, que participa personalmente en la acción, se adivina la busca de un puerto continental que anule el tráfico con Amé rica. Fracasa el intento por la denodada defensa que dirige el marqués de Cerralbo (72). Aun en 1596 se repetirá la agresión, actuando en la defensa de Bayona el conde de Gondomar, cuyo nombre hemos de ver ligado al resurgimiento de la armada (73). Tras la paz de 1602, en 1624 volverán a padecer desembarcos ingleses los pueblos costeros de Galicia (74).

Pero no fueron sólo las guerras con Inglaterra, y más tarde con Fran­cia —recuérdese el bloqueo de La Corufla por el famoso Arzobispo de Bur­deos, bloqueo forzado por nuestra armada que sale camino del desastre de las Dunas—, sino la amenaza constante de los turcos lo que intranqui­lizó el litoral, que vivía de nuevo las zozobras de la Edad Media.

Achmed I se venga de las victorias del marqués de Santa Cruz asolan­do nuestras costas (75). El 4 de diciembre de 1617 se internan en la ría de Vigo doce de los cien navios de la escuadra que destinó a estas represa­lias. Desembarcan en la costa N. e incendian Domayo y Cangas, lleván­dose muchos cautivos (76). Un grupo de mujeres enloquecidas por el te­rror se entrega a prácticas mágicas: éste es el origen del confuso asunto de las brujas de Cangas (77). Son muchos los nombres de labradores ga­llegos sorprendidos en la costa por los piratas berberiscos y que figuran en los registros de redención. Las gentes viven en continua alarma: aun en sus tiempos, el Padre Tirso Santalla puede contarnos que el auditorio de una misión en Portonovo huye despavorido porque se levantó una voz baja de que venían los moros (78).

Vuelve a necesitarse una armada local, como en los días de Gelmírez. De nada habían valido los esfuerzos aislados: la fanfarronería de un Ares Pardo de Donlebún (79), que concierta salir por su cuenta contra el fran­cés y se compromete a entregar a la villa de Ribadeo la artillería que tome reservando el mejor tiro que había de ser para el Conde, su señor (1538), o el sacrificio de las ciudades como La Coruña al armar volantes (80) con­tra los agresores (1561, 1574) o el subvenir a servicios de información (81) que avisen de sus aprestos (1575); ni los armamentos privados en la costa, entre los cuales extraña, por su carácter excepcional en la historia de las Ordenes monásticas el de los bernardos de Oya, los monjes artilleros, que se glorían de sus victorias sobre los turcos, como la obtenida el 20 de Abril de 1624, contada en un curioso impreso de Alcalá.

Los nobles gallegos del XVII retornan a la visión marinera de sus an­tepasados del XIII y del XIV. El gran conde de Lemos, el confesor del Rey, Don Fray Antonio de Sotomayor, y el conde de Gondomar son tres personalidades en quienes hallamos siempre presentes la tierra solar de sus mayores y el mar, sustento y amenaza del pueblo nativo. Gondomar, so­bre todo hombre de muchas almas, amigo de postas, hábil diplomático y gallego en todo. Don Diego Sarmiento de Acufla, por tener —lo ha he­cho observar Sánchez Cantón— desde los dieciséis años cargos en la de­fensa de Galicia y haberse educado, como Gelmírez, en los riesgos del mar, supo como él que el mundo está reducido… a que el señor del mar lo sea de la tierra. Así pudo en su embajada cerca de Jacobo I de Inglaterra co­nocer y combatir la piratería que tantas veces asoló sus estados, y en Gali­cia tratar personalmente con los capitanes García de Nodal de la fortifica­ción de las costas: de su fecunda amistad con ellos habrán partido, segu­ramente, los planes para crear una armada del reino (83).

En 1622 la Junta del Reino de Galicia plantea, conjuntamente, el pro­blema del voto en Cortes y de los navios que han de asistir en las costas de él para su seguridad. Pide el derecho del voto y ofrece cien mil ducados —setenta mil que pagará el estado seglar y treinta mil del eclesiástico— para formar una escuadra de ocho navios. Cuatro se construirán aquí, transformando los viejos astilleros de Ribadeo y Oza. La Junta del Reino encarga a Don Juan Pardo Osorio, castellero de San Antón, de La Coru- ña, que dirija su fábrica, incluso trayendo maestros de Dunquerque. Otros galeones se adquieren en las Cuatro Villas. General, almirante, capitanes de infantería y de mar, y hasta marinería y soldados se escogieron entre naturales del Reino. El Seminario de Muchachos del Mar, que funciona en La Coruña entre 1621 y 1640, es un intento de escuela marítima en re­lación con la flota. Los servicios más notorios de esta armada, de corta historia, fueron los que prestó con la de Don Lope de Hozes en la carrera de Flandes. Fue primer almirante (1633) el propio director de la construc­ción naval. Le sucedieron Don Femando Osorio de Sotomayor (1634) y Don Andrés de Castro y Lemos. Por último, el más famoso, Don Francis­co Feijoo y Sotomayor —tío de Fray Benito Gerónimo, que honró en las letras tan ilustre iinaje—, que fue nombrado en 1639, y que tenía medido con todas sus huellas el mar Océano, muere gloriosasmente en 1642, des­pués de haberse batido.en las Dunas, luego de no haberte quedado de toda su gente más que trece hombres, en frase de Oquendo, a la capitana de Galicia. Aun después de este corto almirantazgo, la dinastía de los Matos —pontevedreses, como los García de Nodal, que tanta parte tuvieron en la iniciativa— prolongan el prestigio del reino en la Marina.

Poco quedaba de la institución de la armada galleg y de sus derivacio­nes inmediatas, cuando la Guerra de Sucesión puso de nuevo en peligro estas costas. Un revés naval de trágica resonancia viene a demostrar entonces el fácil acceso del enemigo a nuestras rías tan seguras como desguarnecidas, y da la razón a los planes de la Junta del Reino en el siglo anterior. Retornaba la «flota de Indias» —capitana, almiranta y diecisiete galeones— convoyada por veintitrés navios al mando de Chateau-Renault. A vista de las Azores tiene nuevas del rompimiento de hostilidades con los anglo-holandeses y, para huir de los cabos, se decide la entrada en Vigo, internándose en la ensenada de San Simón, fondeando los buques de guerra en el paso entre Corbeira y Rande —unos tres cuartos de milla solamente— que se cierra con cadena de perchas. Movilización en la cos­ta, rápidas faenas de descarga de la plata de registro, que sale en quinien­tos carros de bueyes hacia Lugo. Falsa nueva de la marcha de la flota anglo- holandcsa, en parte hacia Inglaterra, en parte rumbo a las Indias, y consi­guiente renacer de la tranquilidad. Pronto, pero ya tarde, los pesqueron avistan las ciento cincuenta velas enemigas que fuerzan la ría, desembar­can tropas en Teis y Domayo, toman, a poco más de dos horas, las torres del Estrecho, lanzan dos navios contra la cadena y combaten con los nues­tros a tiro de pistola. Velasco y Chateau-Renault incendian sus buques; la ría es el cementerio de dos armadas. Aún hoy los pescadores llaman a los bajos formados en la ensenada de San Simón con los nombres de los galeones del XVIII, y el de Rande va unido en la historia al hundi­miento de la «flota de Indias».

Años más tarde, en 1719, y partiendo de Galicia, intenta Alberoni co­locar a Jacobo III Estuardo en el trono de Inglaterra. Una borrasca des­barata parte de las naves en Finisterre, y la expedición sólo sirve para he­rir el orgullo inglés. La represalia es una acción de castigo sobre Ribadeo, el desembarco en Vigo y un avance hacia Santiago, por Pontevedra, que se detiene, más que por las escasas fuerzas del marqués de Risbrouck, por la división de los atacantes.

Estos hechos —cuyo significado militar comentaba sagazmente hace poco Vila Suances— obligan a la Corte a volver los ojos a Galicia, donde la fugaz Armada del Reino, aparte su finalidad inmediata de disi­par las amenaza» costeras, habia cumplido una doble misión espiritual y material: la de revivir el inieres de los espíritus cultivados por las cosas del mar y la de poner al servicio de la marina las viejas industrias.

La cultura gallega del XVIII, del Padre Sarmiento al cura de Fruime, •>e caracteriza por su fidelidad al destino marinero: cada ciudad halla, en ¡a época del «Fomento», un reformador neoclásico que busque en el mar las claves del pasado y los rumbos del porvenir. Pontevedra encuentra en Don Francisco Javier García Sarmiento —aleccionado por su hermano— el hombre capaz de soñar la renovación de sus gremios, sus cercos y sus herrerías; en La Coruña aquel firme erudito que se llamó Don José Comide Saavedra, establece, con el Real Consulado, su Montepío de Pes­cadores y su Escuela de Navegación, una triple labor de investigación y estadística, de orientación reformadora y de protección y enseñanza de las gentes de mar; en Ribadeo, Don Antonio Raimundo Ibáñez Llano y Valdés, primer capitán de la industria gallega, multiplica su actividad en las compañías marítimas, la fundición, las construcciones de barcos y la cerámica de Sargadelos.

Esto, en lo espiritual. Recordemos ahora, en lo material, lo que signi­ficó el recobrar la historia de las viejas industria navales:

Molina, comparando las herrerías gallegas con las de Vizcaya, había dicho que aquí había muchas y de sobra. Los falconetes del conde de Camiña, que guarda el Museo de Pontevedra, dan prueba del avance de la artillería gallega del siglo XV, tanto como un curioso testimonio es­crito de la guerra de Hermandades: un cañón tomado en Bayona, que lan­zaba a gran distancia balas de 174 libras, fue llevado por la escuadra de Ladrón de Guevara. Los Reyes Católicos generalizan el uso de armas de’la «Herrería» pontevedresa. Toda la artillería para la armada que se dirigía al Moluco se fundió en La Coruña, y la carta orden del Empera­dor para que se conserven allí moldes y aparejos dio origen a la Casa de Artillería, institución, por cierto, de carácter municipal. Las herre­rías de Ribadeo proveían a la Capitanía General del Reino en el XVII… . En cuanto a los astilleros, hemos aludido ya a la tradición de las rías. En la Edad Media, como hoy, en cualquier rincón de la costa los calafa­tes, entonces agremiados en ricas cofradías, improvisaban sus diques. De la construcción de galeras en Pontevedra, en el siglo XIII, tenemos noti­cia por un curioso pleito del almirante de la mar, Don Payo Gómez Cha- rino, con el Arzobispo compostelano… . Los astilleros de San Cibrán, de Vivero, alcanzan fama en el litoral cantábrico. Los de La Coruña fue­ron ampliados en el XVI para construir la armada de las Molucas. Los de Ribadeo —Porcillón y Vilavella— construyen, en su mayoría, las na­ves de la armada gallega del XVII: Aquí se acostumbró y acostumbra ha­cer todas y cualesquiera embarcaciones, dice ufanamente un documento del 1699. He aquí por qué Patiño al elegir en 1726 la villa de El Ferrol para cabeza del departamento marítimo podía pensar en recoger una tra­dición no extinguida. La base de La Graña responde a la necesidad de hacer permanente lo que a cada coyuntura bélica hubo de improvisarse en Galicia: los astilleros, a consagrar, de asiento y en establecimiento del Estado, lo que venía ya haciéndose particularmente en la construcción na­va!. El primer navio se llamó «Galicia», como recordando la frustrada em presa del XVII. Los planes de Ensenada mejoran el emplazamiento, den­tro de la ría, trasladando la base a Esteiro. En 1749 comienza allí mismo la construcción de un gran astillero —tan capaz que ha servido sin am­pliación casi dos siglos— y que vio poner entonces, simultáneamente, las quillas de doce navios de línea —el Apostolado— de los setenta y cuatro que cincuenta y una fragatas y ciento ochenta y cuatro embarcaciones me­nores constituían el programa gigantesco del ministro de Fernando VI. Quince mil hombres trabajan en lo que antes era reducido lugar de tres­cientos vecinos. Cantaba el cura de Fruime en su Real de Esteiro, exhu­mado hace poco por Cotarelo:

Quiera Dios, gran Marqués, que de esta armada las naves de las playas más remotas, celebrando el favor de la ensenada, vuelvan de honor cargadas y de flotas.

Por desgracia… si es cierto que los astilleros se salvan —saqueada La Graña— de la operación inglesa de 1799, los buques de la escuadra de El Ferrol, con Gravina al frente, heroico y expertísimo, experimentan en el combate de Finisterre (1805) un adelanto de la actitud de Villeneuve en Trafalgar.

Allí había muchos marinos y marineros gallegos. Sólo una villita co­mo Muros tributó a la batalla con trescientos hombres. Allí estaba man­dando el navio Rayo el pontevedrés Enrique Macdonell y de Gondé (102), que había de lograr la presa de la flota de Rosilly en Cádiz en 1808 y que, cuando la Marina moría de hambre, terminaba sus días en un hospital (1823); allí ascendió a Capitán de fragata Don Joaquín Núñez Falcón, que supo contestar cuando le preguntaban:

—¿A cuál de nuestros buques se rinde el Nepomuceno?

—A los tres; a uno, nunca.

¡Don Joaquín Núftez Falcón! Apellidos de la vieja burguesía marinera de Pontevedra, memorias de El Ferrol, de Ensenada, del desembarco de Jovellanos en Muros, de la llegada, hazaña y retirada de ios ingleses en 1a guerra de la Independencia. Recuerdos del «largo maestoso del despo­tismo ilustrado», del «presto» de la revolución y de la guerra, y de la can­sada España fernandina. Anécdotas de los grandes naufragios de la costa, cantigas sobre el bergantín Palomo y la fragata Magdalena (103), y del «Milano de los Mares» que hace crueles rapiñas y entra y sale, a su arbi­trio, en los puertos (104).

Don Joaquín Núñez Falcón es un héroe más en una familia donde lo heroico es sencillo y habitual, generación tras generación. Muere en 1823. En 1824 nace su sobrino Don Casto Méndez Núñez (105), toda la Galicia del romanticismo: el primer vapor, las exposiciones de industrias locales, el gusto por los minerales y las plantas, las campañas por los ferrocarriles de la costa, las luchas de los «xeiteiros», las nuevas escuelas de náutica —¡viejos pilotos de Ribadeo!—, la aspiración de Pontevedra a la Escuela Naval, con los Armero (106), todas las ansias populares y mucho más: una actitud heroica en Pagalugán —La Marina no se retira— y un gesto en el Callao que despierta concienciéis dormidas. Y en los labios, frente a la sutil diplomacia, la cotidiana frase gallega del vivir marinero, cifra de una historia milenaria:

—¿A dónde va?

— Voy… al mar.

Al mar «espello de tódolos camiños e camiño de tódolos pen- samentos».

He dicho.

Por Xosé Filgueira Valverde

Las cofradías de mareantes

LAS COFRADIAS DE MAREANTES

Las luchas de las hermandades dieron un quehacer bélico a los señores de Galicia y motivaron la decadencia de la burguesía. Con ellas coincide el auge de los pescadores. Todas las villas del litoral tenían sus barrios ma­rineros: los más importantes la Pescadería coruñesa y la Moureira de Pon­tevedra; arrabales aislados del núcleo principal del burgo y donde se pro­hibió el establecimiento de lonjas y tiendas de mercaderes. Las ciudades y villas del señorío arzobispal vieron, por las exenciones que su misma si­tuación entrañaba y por hábiles privilegios de los prelados, un apogeo de estos barrios de humilde origen. La exclusión de toda otra profesión que no fuese la del mar permitió en ellos que el gremio o la cofradía, conti­nuando antiguas agrupaciones sodalicias, coincidiera con la entidad pa­rroquial y jurisdiccional. Estos gremios adoptaron diversas advocaciones: San Pedro en Cabanela y Portillón de Ribadeo, San Andrés y la Vera Cruz (Paz y Misericordia) en La Coruña…, pero desde el siglo XIV se generali­za la extraña advocación del «Corpo Santo», que debe identificarse con el del santo dominico, confesor de San Femando. Fray Pedro González, muerto en Tuy en 1246, y que, por ser invocado al aparecer en la tempes­tad las luces que los antiguos atribuyeron a los Cabiros y a Helena, y que los navegantes mediterráneos llamaban fuego de San Erasmo (Sant Elm), recibió en el siglo XV el cognomen de «Telmo: San Pedro González Tel- mo» (50).

Detengámonos un momento en las características de la más potente de estas agrupaciones: la de Pontevedra (51). Constitúyenla unos dos mil ma­rineros, agregándose a los del arrabal de la Moureira los de algunos puer­tos de la ría sometidos a su jurisdicción. Gobernábanla tres «Vigairos» elegidos directamente por los mismos mareantes el lunes de Quasimodo en la iglesia de Santa María, por ellos suntuosamente levantada (52). Eran representantes del gremio, ejecutores de sus sabias ordenanzas, como jue­ces y alcaldes, en el territorio del Arrabal y —allá donde llegaba, con sus barcos, la discutida posesión del mar—agentes de las autoridades su­periores. Representaban el aspecto religioso y económico de la cofradía —manifestación piadosa del gremio— y en las cosas comunes, con su do­ble calidad electiva y de mandadto arzobispal, ejercían los derechos de vi­sita y prenda. Alguna vez, alzando su pendón en mitad de la ría, gritaron que eran los reyes del mar, y que para ellos no había Justicia en la tierra (53).

El Arrabal y sus gentes se subagrupaban en cercos. El cerco o arma- ció n real es el nombre de una amplísima red que llegaba a coger, en un solo lance, dos millones de sardinas. Cada cerco estaba constituido, me­diante escritura, por unos ochenta pescadores que aportaban cada uno, durante tres años, un trincado o nave principal, unas dos lanchas (bar­cos), siete pinazas de bajo bordo y cinco pirlos o botes, sus correspon­dientes aparejos, o meramente su trabajo. Elegían un jefe o atalieiro y un escribano propio del cerco. Toda una compleja jerarquía, que iba de aquel gobernante, de nombre árabe, hasta los últimos muchachos de mar, esta­blecía la responsabilidad en los distintos cometidos encomendados a maes­tros, proeles y compañeiros. En la distribución de las ganancias entraban —separado el diezmo de los Arzobispos de Santiago y de Pisa—, median­te uno o varios quiñones, cuantos trabajaban en la empresa común (54).

Este modo de pesca, decaído en el XVII, y que en vano tratará de re­novar en el XVIII Don Francisco Xavier García Sarmiento (55), asesora­do históricamente por su hermano el insigne benedictino, dio bienestar y estabilidad social a las clases marineras y fomentó la exportacaión de es­cabeches y salazones hasta el Mediterráneo oriental. Pero, en cambio, por este bienestar, desvió la actividad marinera de las costas gallegas, casi aje­nas —fuerza es confesarlo— a la ruta de las Indias.

Es cierto que nuestros astilleros —el de Pontevedra, importantísimo— dieron naves a la empresa: no debe negarse en absoluto que la Santa Ma­ría fuese Gallega (56), come fue Gallego une de los navios del último via­je de Colón (57), cuyo apellide se documenta aquí desde fines del XV Bayona de Miñor recibió directamente la buena nueva del descubrimien­to: Martín Alonso Pinzón, separado del almirante por una tempestad, y dándolo por perdido, comunica a los Reyes por medio del corregidor de la villa pontevedresa el fausto mensaje. La respuesta de que no se enten­derían sino con Colón le hace enfermar de enojo, y marchando a Portu­gal, muere a poco —el 15 de Marzo de 1493— (58). Pero ni este con tacto directo con la empresa, al recibir de regreso a parte de la expedición inicial y al facilitar navios, mueve el espíritu de aventura de los gallegos. De los nobles apenas Juan da Nova que, expatriado en Portugal, sirve a Don Manuel el Afortunado mandando la expedición de 1501, en que va Américo Vespucio, a la India (59); o Don Cristóbal de Sotomayor, hijo de Pedro Madruga, conde de Camiña, que marchó a La Española solo y mondo… y no traía de Castilla un cuarto para gastar (60). Pero, si repa­sáis los registros de pasajeros, apenas podréis anotar entre los cinco mil trescientos veinte sentados en Sevilla de 1509 a 1534 más que ciento trein­ta y nueve de oriundez gallega (61). Y en la población de Nueva España, entre 1540 y 1556, de mil trescientos ochenta y cinco españoles, quince tan sólo (62). Utilizando todos los datos publicados del siglo XVI, un 1,80 por 100 de gallegos entre los pobladores españoles de América de proce­dencia conocida.

Don Fernando de Andrade, que sigue en el XVI la política mantenida por su casa desde el tiempo de Pedro I, que logra trasladar de Santiago a La Coruña las Cortes de 1520, alcanza de Carlos V —frente a Sevilla y Cádiz— usando las prolijas razones, en que no falta el argumento reli­gioso santiaguista, la promesa de una «Casa de Contratación». Las expe­diciones a las Molucas, que parten de la ciudad en 1522 y 1525, darían base, con la importación de la especiería, a esta institución. Empeñadas las islas a los portugueses, quiebra la idea, aunque siguen saliendo de aquel puerto nuevas expediciones como la del Río de la Plata (1526), que manda Diego García (63).

Un solo nombre, de extraordinario relieve, incorporamos a los descu­brimientos del XVI, el de Pedro Sarmiento de Gamboa, el más científico de los navegantes del siglo, que descubre las islas Salomón en 1567 y cru­za, por primera vez, el Estrecho con la proa vuelta a nuestro hemisferio (64). Ruta en que se hacen famosos en el siglo siguiente los pontevedreses García de Nodal. Después damos a América: Obispos, ilustres capitanes y letrados, pero la emigración gallega es —contra lo que en general se cree— muy tardía, y parece ligada a la decadencia de las pesquerías y de los gre­mios de mareantes, y, sobre todo, a una profunda transformación social operada en nuestras costas a partir del 1720: la industrialización. Obede­ciendo a orientaciones, en el fondo acertadas, del intendente Avilés de crear una compañía de pesca, acuden elementos forasteros, los catalanes, con sus artes jábegas, bous, boliches— que pugnan, desde entonces con rape- tones, chinchorros y xeitos. Se crea riqueza, pero capitalizada, y, a la lar­ga, se agotan las ya mermadas fuentes próximas de vida marinera (65). Coincidiendo con esta crisis, se inicia la corriente emigratoria, que tiene sus orígenes, perfectamente delimitados, cuando, en 1725, el Consejo de

Indias decide poblar Maldonado y Montevideo con veinticinco familias de Galicia y veinticinco de Canarias. Frustrada entonces la iniciativa, por lo que a los gallegos respecta, aparece por completo organizada y con di­rección a estas mismas regiones del Plata, a Uruguay y a Patagonia, bajo la vigilancia de Don Jorge de Astraudi en 1778 (66).

Por Xosé Filgueira Valverde

La armada medieval.

LA ARMADA MEDIEVAL

Volviendo al reino de los mitos poéticos, al que os atraigo quizá por acercarme a la tierra —movediza por cierto— de mis estudios habituales, podemos hallar una figura que encarne las ideas dominantes en nuestras costas durante la Edad Media. Si Teucro es un héroe de la Ilíada, la don­cella Hildeburg de Galicia es un personaje del Kudrun, la Odisea germáni­ca. Prisionera de los normandos, como la protagonista del poema, está condenada a lavar, desde la mañana hasta la noche, en las heladas aguas del Norte, hasta ser rescatada. En relación con nuestro romance de Don Bueso, según los estudios de Menéndez Pidal (18), esta leyenda puede evocarnos esa página tan característica de nuestro medievo que constitu­yen las incursiones, y hasta el prolongado dominio sobre las costas de Ga­licia, por los normandos, los «almujuces» de las Crónicas (19).

Las embarcaciones de tingladillo, muy marineras, que usaban los wi- kingos, frecuentaron de antiguo nuestros mares. Nada se les oponía en Occidente después de la derrota de los francos en Fontenai (841). Precisa­mente se cumplen ahora mil cien aftos de la primera ae sus incursiones históricas, que abarcó de Asturias a Sevilla con fuerte penetración, por los ríos, hacia el interior. En Galicia desembarcaron cerca de la Torre de Hércules, y fueron rechazados por Ramiro I. De paso para el Mediterrá­neo Oriental, en el trienio 858-861, naves normandas entran en los puer­tos gallegos y son destrozadas por las tropas del Conde Pedro (20).

La gran invasión de las gentes de Harold Blatand de Dinamarca, que comienza en el 968, tiene, como sabéis, orígenes franceses. Ricardo I des­vía el golpe, que amenaza destruir su reino, dando guías hábiles a los nor­mandos para conquistar las maravillas de otro país que es España. De es­ta época es la posición defensiva que revelan las fortificaciones que el Obis­po Sisnando realiza en Iria, La Lanzada, Cedofeita y el mismo Santiago (21). También corresponde a esta etapa el desastre de una escuadra nor­manda, deshecha por la tempestad frente a Mondoñedo, mientras el Obispo Gonzalo con el clero y pueblo oran en una montaña cercana al mar. Los normandos, mandados por el wiking Gunderedo, suben por el Ulla y lle­gan a apoderarse de Compostela —cuyo Obispo muere en la batalla de Fornelos—, y de otras dieciocho villas que son saqueadas. San Rosendo, volviendo de su retiro para ponerse al frente de la diócesis, y el Conde Gonzalo Sánchez, logran derrotarlos (22).

El propio San Olaf, Olaf Haraldson, sería el wiking que, penetrando por el Miño, en el 1016, destruyó Tuy. El iarl danés Ulfo llevará el sobre­nombre de el Gallego —Galizu-Ulf— por una invasión en tiempo del Obispo Don Cresconio, en 1032. Aún en el 1108, Sigurd Jorsalafari, con sus cru­zados, asienta temporalmente en nuestras costas, y asalta el castillo del señor que le niega víveres para sostenerse en el invierno (23).

Estas incursiones de los normandos fueron casi tan graves en sus re­percusiones sobre la política del Islam como en sus consecuencias inme­diatas. A partir de las operaciones del 844, los árabes desarrollan una po­lítica naval muy intensa, que cu mina en la construcción de los astilleros de Sevilla por Abderramán II, y la elección de Arzila como fortaleza ma­rítima. Lo que tuvo aspecto defensivo, frente a los normandos, no tardó en presentar caracteres de ataque a las costas de los reinos cristianos. La embajada de Algazel sirve para hacer ver a almujuces y gallegos el pode­río árabe, y tiende, probablemente, a buscar una posición de superior ar­bitraje y de utilización, en propio provecho, de la fuerza marinera de los unos y de la resistencia terrestre de los otros. No olvidemos que el poeta árabe pasa cerca de sesenta días en Compostela acompañado por el emba­jador de los normandos (24).

En 867 Mahomed I envía sus naves contra Galicia, que son derrotadas por una tempestad. La expedición de Almanzor (997) combina la invasión por tierra con el ataque marítimo, destruyendo las agrupaciones monásti­cas o urbanas de las islas: Bayona, San Simón. La campaña de Alí-ben- Memón (1115) devasta las costas y entrega a los árabes estas codiciadas islas, que se convierten en peligrosas bases para un bloqueo que durará varios años (25).

Esta amenaza decide a Gelmírez a una de sus más geniales actividades: la de crear una marina de guerra. Los gallegos se defendían de estas agre­siones desde las fortalezas de la costa, utilizando los viejos faros y las nue­vas torres, y vencidos «abandonaban la ribera o se ocultaban en cavernas con toda su familia», como nos dice la Compostelana. Por otra parte, «no entendían en construir naves si no eran de cabotaje (sarcinarias) ni en sur­car los altos mares con naves birremes». El prelado de Compostela co­mienza por transformar la flota: «envió mensajeros a Pisa y Génova, donde donde había constructores de navios y marinos peritísimos que no cedían en ingenio al Palinuro de Eneas, a los cuales entusiasmaron nuestros en­viados con grandísimas promesas, y ¡os persuadieron de que viniesen a Ga­licia para construir las naves. Sin demora vienen de Génova a Compostela los artífices, preséntanse al Obispo y contratan con él, por determinado precio, la construcción de dos birremes…», dos galeras («galleas»), como más adelante las llama la Crónica. Con ellas trató el Obispo de devolver «la guerra naval con la guerra naval» (26). Gelmírez era hijo del tenencie- ro de las Torres de Oeste, el viejo «castellum Honestum>> de los prelados, levantado quizá sobre la Turris Augusti, que defiende el puerto interior de la ría de Arosa, y, con la desembocadura del Ulla, el camino militar de Compostela. Allí establece la primera base naval de las armadas cris­tianas de la península. Eugerio —Ogiero—, uno de los constructores, con­ducirá las naves que, tripuladas por doscientos ilienses, irrumpirán «con velero curso» en las costas de los árabes, destruirán sus poblados y harán presa de sus barcos. Cuando la incuria de los padroneses —siendo ya Ar­zobispo Gelmírez— deja inservibles las dos galeras, construye otra, que conduce Fuxón, «oriundo de la ciudad de Pisa, de buenas costumbres y peritismo en la náutica» (27), y continúa inquietando las costas de los sa­rracenos y trayendo a la iglesia de Santiago la quinta parte de sus presas (28).

Hay un resultado inmediato: Galicia hace frente, con eficacia, a las incursiones de los normandos, que, vencidos, no se atreven a renovar sus ataques, sino que entablan negociaciones con los prelados y los señores; y de los árabes, alejados cada vez más de nuestra costa, abierta a la pere­grinación y al comercio (29). La seguridad de Galicia frente a estas incur­siones permite que sus gentes de armas se desplacen en cada «mayo» a las algaras de la frontera y que las huestes arzobispales de Santiago (30) jueguen papel preponderante en las acciones decisivas de la cruzada con­tra el Islam en los siglos XII y XIII, con Suárez de Deza en Santarem, frente a los almohades (1184), con Don Juan Arias en la toma de Sevilla (1248)… De Gelmírez arranca la incorporación, con factores decisivos, a la tarea común, pero también la posesión de un medio, cuya presencia ha de ser retribuida en privilegios. La sepultura del quinto de los almirantes de Castilla, en el convento franciscano de Pontevedra, ileva una inscrip­ción que reza, con no desinteresada hipérbole: «Aquí yace el muy noble caballero Payo Guomez Charino el primer señor de Rianjo que guano a Sevilla siendo de moros y los previlejos desta villa; año de 1308…» (31). Aparte la tradición de que el trovador de la mar tripulara la nave que, por la parte del Arenal, quebrantó el puente de barcas tendido sobre el Guadalquivir —tradición que tantas villas del Norte de España reclaman para sus galeras: Noya, Avilés, Santander, San Vicente… (32)—, ha de hacerse notar aquí esta póstuma vinculación de las ideas de participar en acciones y ganar con ello privilegios para los señoríos o las villas. Es la utilización condicionada de la marina que permitió este doble juego del servicio de todos y el propio provecho. Asi premió Femando III los servi­cios de los bayoneses en el mar (33), y así se obtendría, sino de él de San­cho IV, la confirmación de! Fuero de Ponteedra (34).

Si Gelmírez encarna el momento de creación de !a armada medieval, Payo Gómez (1223-1295) es el símbolo de !a aportación gallega a las jor­nadas decisivas de la Reconquista. Por una de sus canciones suponemos que había participado en ia toma de Jerez. La tradición nos lo muestra con las naos de Santiago, al lado de la flor de los linajes gallegos y de la lírica cortesana, en Sevilla, parcial de Sancho IV, y almirante, entre 1284 y 1286, adelantado mayor de Galicia en 1294, asesinado ai año siguiente en Ciudad Rodrigo. Su Cancionero, hábilmente colegido por mi maestro D. Armando Cotarelo en los apógrafos italianos, lo induye entre los can­tores medievales del mar gallego (34).

He aquí otra repercusión del impulso de la marinería gallega desde el siglo XII: una lírica del mar. Entre los poetas de los Cancioneiros que te­jen series de composiciones en torno a los santuarios de famosas romerías —recogiendo así y elevando al cultivo artístico una poesía tradicional de formas paralelísticas y protagonismo femenino— las más bellas cantigas corresponden a los santuarios de las rías bajas: en la de Vigo buscó Men- diño la «ermida de San Simión» para ensoñar una figura de mujer que canta su soledad ante el avance implacable de las olas y Martín Codax la «igreja» en suyo sagrado danza la doncella que pregunta a las ondas por su amigo; en la de Pontevedra canta Joáo de Cangas la ermita de San Ma- mede do Mar en la ensenada de Aldán y Nuno Pérez o Nuno Fernández Torneol la de San Cremento do Mar en Ardán, entre Marín y Bueu. Los cuatro poetas se caracterizan por lo impreciso de su personalidad históri­ca y la adscripción exclusiva de sus cantigas en serie a un determinado san­tuario de la costa. Pero no son los únicos poeta del mar: Joan Zorro canta en la «ribeira» de Lisboa, donde el Rey de Portugal manda labrar barcos nuevos, emoción renovada en Juyáo Bolseiro; Roí Fernandes y Gongalo Eans do Vinhal sienten el recuerdo del amor ausente ante las «altas ribas» y las torres sobre el mar; Esteban Coelho nos habla, como Codax, del ba­ño en las ondas, y Nuno Porco nos presenta la figura de la amiga dirigién­dose a ver a su amado. Pero, sobre todo, Payo Gómez sorprende el en­canto de los navios floridos sobre el mar, de la invocación a Santiago por el que navega, de la felicidad de la enamorada al saber que él .es relevado del puesto de almirante, y puede llevar al serventesio, a la sátira política, la idea del mar, comparando con su grandeza y su versatilidad el carácter del Rey, quizá Don Sancho (34).

He querido que el nombre del almirante trovador inicie y cierre esta fugaz evocación, porque estimo que a la marcha de los amantes en las na­ves gallegas y al ambiente marinero y trovadoresco de la campaña de Sevi­lla se debe un género hasta hoy muy poco estudiado (35). En él, como en toda canción de amigo, habla la mujer del enamorado ausente y pregunta por él a las cosas, y halla en la madre la ayuda o el estorbo de sus propósi­tos. Aquí, quizá porque la ausencia se debe al mar, al mar se pregunta por el amigo, y el papel tradicional de la madre —el de guarda de la poe­sía provenzal— lo ejerce la figura lejana del Rey, separador de amores y causa de saudades.

Pero hay algo más que amor en estas cantigas, hay sabor del mar y de la «ribiera», y ufanía por las naves labradas y por los navios que retor­nan (36). A la emoción cortesana y al espíritu de aventura ha venido a unirse la expresión poética de un sentimiento que hemos visto vibrar en las páginas de la Compostelana, y que tiene mucho de heroico, pero tam­bién —recordemos cómo se desenvuelven las clases cociales en Santiago desde el siglo XII— mucho de «burgués».

La Galicia de la baja Edad Media nos ofrece esta singular alianza de un idealismo congénito y una estructura señorial y nobiliria en las institu­ciones, con el desarrollo de la burguesía mercantil, que enlaza el concepto heroico del barco como aventura y del barco como instrumento y objeto de comercio (37).

Así, la desmesura heroica de aquel otro gallego, Alfonso Jufre de Ta- noyro (38), almirante de la mar en tiempo de Alfonso XI, que después de vengar en Lisboa la depredación de las costas gallegas por la escuadra portuguesa (1337) atacó con treinta y dos naves las doscientas cincuenta de la armada de los benimerines y halló la muerte (39) en el primero de nuestros grandes reveses navales, en el Estrecho (1340). Y el sacrificio del Arzobispo Don Martín y del pertiguero mayor de Santiago Don Pedro Fer­nández, que mueren en el cerco de Algeciras (1344). Pero así también el trasfondo económico de las actitudes de la política gallega en estos siglos, oscilando siempre entre la estructura tradicional y las presiones de una bur­guesía que quisiera inclinarse hacia formas como las consagradas, por ejem­plo, en Portugal por la dinastía de Avís (40).

Los puertos gallegos embarcan no sólo las producciones del país inter­cambiadas por viandas, panno e mercaderías (41), sino importaciones de Oriente trasbordadas en Tarragona y Tortosa, y traídas por tierra para reembarcar de nuevo a Bretaña, a los Países Bajos, a Inglaterra. Se crea un ambiente internacional de intereses y de rivalidades portuarias, por el comercio de Flandes y Gascuña, sobre todo (42). Hay una intensa rela­ción con Inglaterra, por más que Eduardo III puede quejarse —antes de Wichelsea, naturalmente, en 1435— de que piratas de «Arribedeu, Vive- rro, La Croinhe, Noie, Pount Deberre y Bayeu de Myor» (43) causen da­ños en los bienes y personas de sus súbditos. La burguesía gallega se incli­na, con Portugal, por el Rey Don Pedro, que continúa en la monarquía castellana la vocación marinera de Alfonso XI y el sentido comercial de lo que llamó Viñas Mey la «marca marítima» de España (44). Sus conse­jeros gallegos le encaminan hacia la alianza inglesa contra los nobles. De aquí parte para Bayona y aquí ha de tener sus últimos leales.

El desembarco de Lancáster, en un país abandonado por el poder real, no hallará actitudes heroicas, sino transacciones en que hay mucho de los «Pactos de las Marismas» y que se tratarán, las más de las veces, no con las autoridades señoriales, sino con los representantes de los marineros. Cuando el Consejo de tutela de Enrique III —cuyas mercedes colmarán un día las ambiciones de algún puerto gallego— tiene que entregarle el rei­no en las Huelgas, en el lenguaje del Arzobispo de Santiago Don García Manrique se nos revela el espíritu de la época, como en las cantigas de Charino los ideales de la etapa alfonsí:

«Príncipe muy alto e muy poderoso señor Rey de Castilla e de León. Léese que la buenaventuranza del mercante non es de loar en el comienzo, nin el medio; mas solamente quando llega a puerto e consumación buena de su viaje., los vuestros tutores son llegados a buen puerto e de buena ventura, pues que de las mercaderías que les fueron encomendadas vos han dado cuenta que aquí avernos dicho» (45).

La embajada al Gran Tamorlán (1397) lleva con el pontevedrés Payo Gómez de Sotomayor un doble aire de utilitarismo y de remota aventura diplomática, que es afinidad lusitana en lo gallego (46).

Con sus puertos abiertos al comercio marítimo anterior, por libertad arzobispal o mercedes reales, como ¡as de Juan II a La Coruña y a Bayo­na (1552), o las de Enrique IV, autorizando el intercambio de mercaderías entre dos navios ingleses y dos de La Coruña (1454) (47), con la plena ac­tividad de sus herrerías y sus astilleros (48), en relación sus navegantes con los portugueses, la Galicia del XV es un emporio marinero. No olvidemos que si los Reyes Católicos tienen que dirimir por las armas en su favor las acres contiendas feudales, es la escuadra de Ladrón de Guevara la que arranca Vivero a Pero Pardo, y Pontevedra y su tierra al Conde de Camiña.

Por Xosé Filgueira Valverde

EL DESCUBRIMIENTO DE GALICIA

La Real Sociedad Geográfica, al llamarme a ocupar esta tribuna, por tantos conceptos prestigiada, me ha otorgado otro honor que be de co­menzar agradeciendo: el de que mi conferencia coincidiese, en fecha, con la entrega a la Diputación de Pontevedra del galardón que la Academia de Bellas Artes concede anualmente a las entidades que más se distinguen por sus aportaciones al cultivo del espíritu. Mi presencia aquí está ligada a la obra de aquella Corporación benemérita; no me traen mis exiguas ca­lidades, sino el hecho de dirigir el Museo de Pontevedra (1), que consagra a la historia marítima de Galicia lo mejor de sus afanes. Merced a su tarea y a la de otras instituciones gallegas, entre las cuales es preciso traer a pri­mer plano e! «Museo Massó», de Bueu (2), los temas que se nos señalan en el guión de estas lecciones podrán ser contestados por la erudición. Per­donadme si, al recorrerlos hoy conmigo, veis agostarse, ante la sequedad de las noticias, lo que hay de lírico en esa estrofa de bellas palabras —riberas, navios, descubrimientos, hermandades, astilleros, consulados del mar…— que componen nuestro obligado plan de trabajo. Pretendien­do llenarlas de sentido no hacemos sino cumplir el mandato del gran coral maragalliano.

Para hablaros del mar vienen, desde los paisajes cambiantes de la cos­ta hasta esta casa solar de nuestra Historia, gentes de todos los mares de España. Los gallegos somos lo que llegamos de más lejos, y por esa dis­tancia de nuestro litoral —donde cada recodo es un puerto y cada puerto una página viva del pasado y una vital promesa del mañana— no siempre podemos decir que las posibilidades de una tierra impar y el esfuerzo de un pueblo tenacísimo hayan logrado conjugarse en quehaceres de común resonancia. Un forzado aislamiento es nota dominante de nuestro ayer (3). Cuantas veces, pese a las penurias de la comunicación con la Hispania in­terior, pudimos quebrantarlo, hemos hablado con voz propia, para callar después, en largos años oscuros. De entre la torrentera de datos y fechas que el temario de estas conferencias suscita, he querido separar cuatro he­chos que rompen nuestro ensimismamiento —nuestro «encanto»— y nos obligan a hacer grande y general historia: cuando la costa gallega se incor­pora al ecumen mediterráneo por los descubrimientos de los navegantes tartesios, fenicios y griegos; cuando Gelmírez, contra piraterías de nor­mandos y árabes, crea una armada que da origen a la marina de Castilla; cuando los mareantes del siglo XV alcanzan, con las Ordenanzas de sus gremios, una estructura social de perfección no superada y, por último, cuando se elige la ría de El Ferrol para base del poderío naval de España resurgido. El creernos de nuevo en coyuntura fértil para el mar gallego, nos hace seguir, con ojos alegres, el rumbo que esos hitos del pasado nos señalan.

Acudamos, siquiera fugazmente, a la cita con la prehistoria que nos exige el programa. Una serie amplísima de hallazgos permite establecer la existencia de una comunidad cuitara! entre Galicia y ios finisterres atlán­ticos, especialmente con Bretaña, donde la falta de una ligazón terrestre de las formas paralelas obliga a suponer comunicaciones marítimas el las­cado de los picos asturíenses, de dudosa cronología; ciertos aspectos de la estructura y mobiliario de los dólmenes; las pumas de flecha, vasos cam­paniformes e insculturas del eneolítico; los puñales, hachas y joyas de oro de los primeros tiempos del metal… Cuevillas y Bouza Brey han podido afirmar «que en pocas ocasiones podrán juntarse dos complejos arqueo­lógicos penenecientes a países disiar.tes y sin aparente comunicación te­rrestre, que ofrezcan tan gran número y tan recia exactitud de paralelis­mos como estos complejos galaico-miñoto y armoricano… que muestran la existencia de una clara comunicación tr.aritimu fuerte y protongada, cuyo i/tomento ae máxima intensidad hemos de colocar en una fase sincrónica det pleno desenvolvimiento de la civilización del Argar» (4>.

El patriarca de los prehistoriadores gallegos Maciñeira —cuya obra iné­dita dará a conocer ahora el «Instituto Padre Sarmiento»— creía que al­gunos puertos galiegos, en especial los de Cedeira, Ortigueira y Vares, donde había encontrado característicos restos de obras portuarias megalíticas, ha­bían servido a escás lejanas navegaciones de los gallegos (5). Recientes es­tudios, sistematizados por el Profesor García Bellido, vienen a demostrar cómo estas tierras fueron a su vez quizá descubiertas en la misma segunda Edad del Bronce a que pertenecen los más sensacionales de entre aquellos hallazgos (6). Hoy no se pone en duda la tesis sustentada, con admirable crítica, en el siglo XVIII, por Comide Saavedra —el más experto conoce­dor de cosas del mar que podemos hallar entre los eruditos gallegos— de que Galicia sea la primera localización de las Kasitérides de los navegan­tes clásicos y que se denominaban así, no ya las islas de la costa, sino todo el litoral, donde las rías acentúan la apariencia insular ante el navegante.

Los mercaderes tartesios en sus navegaciones atlánticas, los fenicios que fundaron Gadir hacia el 1100, los traficantes rhodios, chalkidios y aun cretenses, vendrían desde antes del siglo VIII a buscar metales al inagota­ble emporio de Galicia. Un nombre, conservado tardíamente por Plinio,      nos habla del primero que llevó a Grecia el estaño de las Kasitérides: Midacritus (Meidokritos). El Periplo en que se basa la Ora Marítima de Avieno (535 a. de C.) refleja con rebuscada impresión de terror las prime­ras navegaciones mediterráneas en el mar de los «Oestrymnios», donde «ningún viento empuja las naves porque un perezoso humor pasma las aguas», entre las cuales «surgen algas cuyos haces detienen a los barcos»; «se mira tan de cerca el fondo que apenas poca agua cubre el suelo», mien­tras que «aquí y allá fieras del mar y monstruos marinos nadan viscosos y lentos» (9), y la gente, temerosa del peligro del mar, había vivido largo tiempo escondida tierra adentro…

Así se incorporarán al ecumen las costas de Galicia.

Debo huir de dos temas que llenan de estériles polémicas nuestra his­toria: el de las localizaciones y el de los viejos héroes. Trató el primero de hallar situación exacta en nuestras costas a los topónimos de la geogra­fía antigua: el «jugum Oestrimnium» y las ínsulas Oestriminidas, «Op- hiusa», el «Veneris jugum», el Arvio, la ínsula Pelagia, las Agónidas… Utilizó el segundo, desde el Renacimiento, las fabulosas afirmaciones de Posidonio, Artemidoros y Asklepiades de Myrlea, recogidos por Silio Itá­lico, Justino y Plinio, para buscar la nobleza de un origen odiseico a los pueblos de Galicia. Me cohíbe el lugar para desgranar anécdotas de falsas etimologías (10) y me atrae en cambio la relación del más insigne de los monumentos de nuestra antigüedad marinera, en el gran puerto clásico de Galicia, con el mito dominante de las colonizaciones: el de Heraklés.

Testimonian esas navegaciones restos de puertos, como los de la ría de Ortigueira, minas como la de Salave, en Ribadeo —de un cubaje de 4.000.000 de metros cúbicos, según Schultz y Pailleté— (11), algunas jo­yas, como el adorno de oro del Tecla; pero, sobre todo, los viejos faros: La Lanzada, donde quizá estuviese la Lambriaca de Mela, y, sobre todo, el «Farum Brigantium» del Portus Magnus Artabrorum, que llamamos hoy «Torre de Hércules».

Edificado sobre un terreno de tradición prehistórica —recuérdense los grabados rupestres de Punta Herminia— reconstruido en la época roma­na por el arquitecto lusitano Cayo Servilio Lupo, según su inscripción la­tina, y modificado en la Edad Media y en los siglos XVII y XVIII; del último data su forma actual. Las más antiguas referencias a él proceden de la Geografía atribuida a Aethico y de la Historia de Orosio. Cornide dejó otra monografía sobre el tema, actualizada hace poco por Tettaman- cy (12).

Pero he querido poner de resalte el significado de la vinculación del más insigne de los monumentos de la antigüedad en Galicia con los mitos herakleidas, que llegarían a este extremo occidente traídos por las navega­ciones fenicias, y que se consolidarían por la presencia de dorios en las primeras expediciones; que dieron nombre a toda una ruta marítima —«Via Herácleia» llama Aristóteles a la que desde Italia llevaba al país de los celtas—, y que persisten en memorias actuales.

Porque habéis de saber, aunque parezca extraño, que Hércules com­parte todavía el patronato de los pescadores pontevedreses. Allá en lo alto de la fachada de Santa María, levantada por los mareantes, lo veis con su maza, emparejado nada menos que con San Miguel. En los inventarios de esta capilla, en el siglo XVI, figura un Hércules de madera. Y en la procesión de Corpus, el más anciano de los marineros, representando al antiguo «Vigairo» del Gremio, empuña un cetro del XVI, donde Hércules aparece dominando al león de Nemea. Una inscripción trata de desvirtuar la representación, suponiendo que se trata de Teucro, hijo de Telamón y hermano de Ayax, fundador de la ciudad después de la guerra de Troya: « Teucro hizo el arrabal. Año de 1580». Por eso, con rara erudición, los marineros pontevedreses le llaman «el Teucro». Pero a partir de una cer­tera indicación del maestro Sampedro Folgar, ha podido descubrirse lo que hay de una supervivencia de remotos mitos de navegantes en estos sím­bolos de la más característica marinería de Galicia (13).

Si fue la ruta del mar la que abrió Galicia a las relaciones occidentales y a ia navegación de los colonizadores mediterráneos, ni la conquista ro­mana, ni la cristianización, que incorporó culturalmente nuestra tierra al Imperio, pierden su carácter marítimo: la anécdota de Decio Junio Bruto (137), sintiéndose dominado por un respetuoso temor al ver que el sol se hunde, crepitante, en las aguas, es como un símbolo de lo que representó el mar en una conquista que no pudo perfeccionarse sino cuando César condujo a Brigantium su gran escuadra, que asombra a los hombres de la costa «acostumbrados solamente a navegar en barcas pequeñas, cons­truidas de madera ligera y cubiertas de cuero para resguardarse del agua». Consumada, los grandes monumentos que la conmemoran en tiempo de Augusto, son monumentos marítimos: la «Turris Augusti» en el estuario de Arosa, las «tres Arae Sestianae» cerca de Noya, y la vía militar más fecunda será «per loca marítima»; Brácara —Iria— Brigantium (14).

En cuanto a la predicación del cristianismo, las tradiciones jacobeas nos presentan al Apóstol viniendo por mar, entrando por los ríos, nos en­señan un ara romana como columna donde se ató la barca milagrosa por­tadora de su cuerpo, y enlazan su culto y el de la Virgen de Barca —¡de la «Barca más prodigiosa»!— en Finisterre (15).

Si Galicia pudo «criar su cultura a pechos del Oriente», y recibir, entre influjos gnósticos, el sustrato doctrinal de su florecimiento religioso del siglo V, fue por haberse mantenido, con el antiquísimo tráfico de los me­tales, la relación con las rutas de la navegación mediterránea (16). Y cuan­do se extinga su presencia cultural en el ecumen cristiano, y necesite una nueva evangelización, los vientos de un próspero navegar traerán hasta sus puertos, con las reliquias de San Martín de Tours, aquel otro San Mar­tín, húngaro de nación y gallego adoptivo, que convertirá a los suevos al catolicismo, corregirá el paganismo de los rústicos y sentará los sillares del senequismo cristiano en nuestra Patria (17).

Por Xosé Filgueira Valverde