O GROVE. TERRA DO «MECO»

"El Meco", un eclesiástico cruel y lascivo que tenía atemorizada a la población con sus sádicos instintos.
A su pregunta de «¿Quén matou ó Meco?», la respuesta fue siempre la misma: «¡Matámoslle todos!».

O GROVE, “TERRA DO MECO”

Glauco, el centurión de las tropas romanas, llegó al frente de sus soldados hasta las tierras del Noroeste de Hispania. Recorrió montes y valles y siguió el curso de sus ríos cristalinos que reflejaban todas las facetas de la luz, hasta que una mañana de comienzos de otoño llegó a un lugar maravilloso, que los nativos llamaban «Terra de Gravios». El romano se sentía agotado por la larga jornada y, lo mismo que sus huestes, ansiaba el descanso.

El lugar era propicio para ello, y se le ofrecía por entero como tranquilo refugio, con la suavidad de su clima y su ambiente verde y florido.

Las sandalias de los conquistadores dejaron sus huellas en la tierra del istmo arenoso del Bao, y se solazaron con su abundante producción marisquera, sumamente deliciosa para sus paladares, que jamás habían gustado de tan gratos productos marineros. Uno de los jefes celtíberos, hombre atlético de gran fortaleza para su edad ya algo avanzada, y que regía el lugar como patriarca, advirtió al romano que, al anochecer, las aguas de la ría de Arousa subirían abrazando materialmente el lugar y convirtiéndola en una isla. Sin embargo, nadie escuchó, ni comprendió al jefe celtíbero, y cuando el centurión vio que las aguas avanzaban más y más, cercándoles por todos lados, acusó al patriarca de conspirador con los elementos y le condenó a muerte en la cruz.

A la mañana siguiente, los primeros resplandores del día que despertaba, iluminaron piadosos al hombre que agonizaba en la cruz y a las aguas que, en su bajamar, se retiraban entre un estelar fulgor de nacientes luces matutinas, mientras las flores de los magnolios mostraban sus espléndidas corolas al lado de los naranjos.

Miró por última vez el despótico y cruel romano al hermoso lugar y, alzando el brazo, dio la orden de marcha. Al compás de sus tambores se retiraron tierra adentro, mientras el mártir exhalaba su postrero suspiro. Y la hiedra y el laurel se oscurecieron entristecidos temblaron, ocultándose entre la hierba, la madreselva y el brezo; mientras el sauce se inclinaba lloroso hacía la zarzamora.

 

En una primitiva tumba de arena y ladrillos, los naturales del país enterraron a su primer mártir, y nuevamente las aguas oscurecidas e inquietas subieron al llegar la noche, mucho más de lo que habitualmente sucedía, llegando incluso hasta el lugar de la tumba recién abierta, dejando entre su níveas espumas su oración y homenaje.

Sin embargo, con el correr de los siglos, aquel istmo arenoso aumentó, y a mediados del XVI, la tierra de Gravios, denominada ya El Grove, se convirtió en una pequeña península que,  muchos años después, la destreza del  hombre la supo unir artificialmente a la bellísima isla de La Toja.

Pero si el romano partió de aquel lugar dejando triste vestigio de su crueldad y altivez, las centurias del César volvieron nuevamente para abastecerse de sus magníficos productos marisqueros.

Más no solo los romanos, sino los fenicios y griegos formaron también la historia de El Grove, estableciéndose allí y comerciando con las grandes riquezas que su mar y su tierra les ofrecía.

Hay, sin embargo, una leyenda muy posterior a estas invasiones que, por si sola, serviría para dar renombre universal a este lugar. Se trata de «El Meco«, un eclesiástico cruel y lascivo que tenía atemorizada a la población con sus sádicos instintos.

Todo El Grove le odiaba por su maldad, y una mañana su cuerpo apareció colgado de una higuera. Pero, cuando el juez comarcal, valiéndose incluso de la tortura, interrogó a todo el pueblo para alcanzar la ansia de confesión. A su pregunta de «¿Quén matou ó Meco?», la respuesta fue siempre la misma: «¡Matámoslle todos!».

Si el heroísmo de este pueblo galego no pasó a la historia con la universalidad del de Fuente Ovejuna, de características tan similares, fue porque nadie con la maestría que caracterizó a Lope de Vega, supo dar vida a la  historia de unos hombres tan obstinados como valientes, que prefirieron morir antes que revelar el nombre del que los había librado de tan cruel tiranía.

Puede aún verse en El Grove la higuera en que el malvado eclesiástico perdió su vida, y a la voz popular que convirtió al Meco en algo así como un ogro, cuyo solo nombre asustaba a los niños, comenzó a darle al lugar el nombre de «Terra do Meco», y lo mismo hizo el fallecido poeta gallego Juan Manuel Pintos, en alguno de sus versos:

… E de ver alá en Cambados,

enfrente a Terra do Meco,

cando devala marea,

tanto chan que queda en seco.

 

No es extraño el valor de estas gentes, si se tiene en cuenta que el pueblo gallego fue el último de nuestra península en rendirse a los romanos, y el primero del mundo que se reveló contra la nobleza feudal en la Edad Media. Y ya más próximo a nosotros, cuando en 1808 nuestra patria fue invadida por los franceses, Galicia sostuvo su independencia, siendo la única región que luchó sin rendirse al invasor, no cayendo bajo su dominio, pues en una campaña de seis meses venció y aniquiló al ejército enemigo. Y demostrado está que El Grove, la heroica «Terra que matou ó Meco», tuvo una parte muy importante y gloriosa en todos estos hechos históricos.

 

El Correo Gallego, 30 de Septiembre de 1973

Xosefina López de Serantes

Firmado con el seudónimo de “Penélope”

 

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