Las cofradías de mareantes

LAS COFRADIAS DE MAREANTES

Las luchas de las hermandades dieron un quehacer bélico a los señores de Galicia y motivaron la decadencia de la burguesía. Con ellas coincide el auge de los pescadores. Todas las villas del litoral tenían sus barrios ma­rineros: los más importantes la Pescadería coruñesa y la Moureira de Pon­tevedra; arrabales aislados del núcleo principal del burgo y donde se pro­hibió el establecimiento de lonjas y tiendas de mercaderes. Las ciudades y villas del señorío arzobispal vieron, por las exenciones que su misma si­tuación entrañaba y por hábiles privilegios de los prelados, un apogeo de estos barrios de humilde origen. La exclusión de toda otra profesión que no fuese la del mar permitió en ellos que el gremio o la cofradía, conti­nuando antiguas agrupaciones sodalicias, coincidiera con la entidad pa­rroquial y jurisdiccional. Estos gremios adoptaron diversas advocaciones: San Pedro en Cabanela y Portillón de Ribadeo, San Andrés y la Vera Cruz (Paz y Misericordia) en La Coruña…, pero desde el siglo XIV se generali­za la extraña advocación del «Corpo Santo», que debe identificarse con el del santo dominico, confesor de San Femando. Fray Pedro González, muerto en Tuy en 1246, y que, por ser invocado al aparecer en la tempes­tad las luces que los antiguos atribuyeron a los Cabiros y a Helena, y que los navegantes mediterráneos llamaban fuego de San Erasmo (Sant Elm), recibió en el siglo XV el cognomen de «Telmo: San Pedro González Tel- mo» (50).

Detengámonos un momento en las características de la más potente de estas agrupaciones: la de Pontevedra (51). Constitúyenla unos dos mil ma­rineros, agregándose a los del arrabal de la Moureira los de algunos puer­tos de la ría sometidos a su jurisdicción. Gobernábanla tres «Vigairos» elegidos directamente por los mismos mareantes el lunes de Quasimodo en la iglesia de Santa María, por ellos suntuosamente levantada (52). Eran representantes del gremio, ejecutores de sus sabias ordenanzas, como jue­ces y alcaldes, en el territorio del Arrabal y —allá donde llegaba, con sus barcos, la discutida posesión del mar—agentes de las autoridades su­periores. Representaban el aspecto religioso y económico de la cofradía —manifestación piadosa del gremio— y en las cosas comunes, con su do­ble calidad electiva y de mandadto arzobispal, ejercían los derechos de vi­sita y prenda. Alguna vez, alzando su pendón en mitad de la ría, gritaron que eran los reyes del mar, y que para ellos no había Justicia en la tierra (53).

El Arrabal y sus gentes se subagrupaban en cercos. El cerco o arma- ció n real es el nombre de una amplísima red que llegaba a coger, en un solo lance, dos millones de sardinas. Cada cerco estaba constituido, me­diante escritura, por unos ochenta pescadores que aportaban cada uno, durante tres años, un trincado o nave principal, unas dos lanchas (bar­cos), siete pinazas de bajo bordo y cinco pirlos o botes, sus correspon­dientes aparejos, o meramente su trabajo. Elegían un jefe o atalieiro y un escribano propio del cerco. Toda una compleja jerarquía, que iba de aquel gobernante, de nombre árabe, hasta los últimos muchachos de mar, esta­blecía la responsabilidad en los distintos cometidos encomendados a maes­tros, proeles y compañeiros. En la distribución de las ganancias entraban —separado el diezmo de los Arzobispos de Santiago y de Pisa—, median­te uno o varios quiñones, cuantos trabajaban en la empresa común (54).

Este modo de pesca, decaído en el XVII, y que en vano tratará de re­novar en el XVIII Don Francisco Xavier García Sarmiento (55), asesora­do históricamente por su hermano el insigne benedictino, dio bienestar y estabilidad social a las clases marineras y fomentó la exportacaión de es­cabeches y salazones hasta el Mediterráneo oriental. Pero, en cambio, por este bienestar, desvió la actividad marinera de las costas gallegas, casi aje­nas —fuerza es confesarlo— a la ruta de las Indias.

Es cierto que nuestros astilleros —el de Pontevedra, importantísimo— dieron naves a la empresa: no debe negarse en absoluto que la Santa Ma­ría fuese Gallega (56), come fue Gallego une de los navios del último via­je de Colón (57), cuyo apellide se documenta aquí desde fines del XV Bayona de Miñor recibió directamente la buena nueva del descubrimien­to: Martín Alonso Pinzón, separado del almirante por una tempestad, y dándolo por perdido, comunica a los Reyes por medio del corregidor de la villa pontevedresa el fausto mensaje. La respuesta de que no se enten­derían sino con Colón le hace enfermar de enojo, y marchando a Portu­gal, muere a poco —el 15 de Marzo de 1493— (58). Pero ni este con tacto directo con la empresa, al recibir de regreso a parte de la expedición inicial y al facilitar navios, mueve el espíritu de aventura de los gallegos. De los nobles apenas Juan da Nova que, expatriado en Portugal, sirve a Don Manuel el Afortunado mandando la expedición de 1501, en que va Américo Vespucio, a la India (59); o Don Cristóbal de Sotomayor, hijo de Pedro Madruga, conde de Camiña, que marchó a La Española solo y mondo… y no traía de Castilla un cuarto para gastar (60). Pero, si repa­sáis los registros de pasajeros, apenas podréis anotar entre los cinco mil trescientos veinte sentados en Sevilla de 1509 a 1534 más que ciento trein­ta y nueve de oriundez gallega (61). Y en la población de Nueva España, entre 1540 y 1556, de mil trescientos ochenta y cinco españoles, quince tan sólo (62). Utilizando todos los datos publicados del siglo XVI, un 1,80 por 100 de gallegos entre los pobladores españoles de América de proce­dencia conocida.

Don Fernando de Andrade, que sigue en el XVI la política mantenida por su casa desde el tiempo de Pedro I, que logra trasladar de Santiago a La Coruña las Cortes de 1520, alcanza de Carlos V —frente a Sevilla y Cádiz— usando las prolijas razones, en que no falta el argumento reli­gioso santiaguista, la promesa de una «Casa de Contratación». Las expe­diciones a las Molucas, que parten de la ciudad en 1522 y 1525, darían base, con la importación de la especiería, a esta institución. Empeñadas las islas a los portugueses, quiebra la idea, aunque siguen saliendo de aquel puerto nuevas expediciones como la del Río de la Plata (1526), que manda Diego García (63).

Un solo nombre, de extraordinario relieve, incorporamos a los descu­brimientos del XVI, el de Pedro Sarmiento de Gamboa, el más científico de los navegantes del siglo, que descubre las islas Salomón en 1567 y cru­za, por primera vez, el Estrecho con la proa vuelta a nuestro hemisferio (64). Ruta en que se hacen famosos en el siglo siguiente los pontevedreses García de Nodal. Después damos a América: Obispos, ilustres capitanes y letrados, pero la emigración gallega es —contra lo que en general se cree— muy tardía, y parece ligada a la decadencia de las pesquerías y de los gre­mios de mareantes, y, sobre todo, a una profunda transformación social operada en nuestras costas a partir del 1720: la industrialización. Obede­ciendo a orientaciones, en el fondo acertadas, del intendente Avilés de crear una compañía de pesca, acuden elementos forasteros, los catalanes, con sus artes jábegas, bous, boliches— que pugnan, desde entonces con rape- tones, chinchorros y xeitos. Se crea riqueza, pero capitalizada, y, a la lar­ga, se agotan las ya mermadas fuentes próximas de vida marinera (65). Coincidiendo con esta crisis, se inicia la corriente emigratoria, que tiene sus orígenes, perfectamente delimitados, cuando, en 1725, el Consejo de

Indias decide poblar Maldonado y Montevideo con veinticinco familias de Galicia y veinticinco de Canarias. Frustrada entonces la iniciativa, por lo que a los gallegos respecta, aparece por completo organizada y con di­rección a estas mismas regiones del Plata, a Uruguay y a Patagonia, bajo la vigilancia de Don Jorge de Astraudi en 1778 (66).

Por Xosé Filgueira Valverde

La armada medieval.

LA ARMADA MEDIEVAL

Volviendo al reino de los mitos poéticos, al que os atraigo quizá por acercarme a la tierra —movediza por cierto— de mis estudios habituales, podemos hallar una figura que encarne las ideas dominantes en nuestras costas durante la Edad Media. Si Teucro es un héroe de la Ilíada, la don­cella Hildeburg de Galicia es un personaje del Kudrun, la Odisea germáni­ca. Prisionera de los normandos, como la protagonista del poema, está condenada a lavar, desde la mañana hasta la noche, en las heladas aguas del Norte, hasta ser rescatada. En relación con nuestro romance de Don Bueso, según los estudios de Menéndez Pidal (18), esta leyenda puede evocarnos esa página tan característica de nuestro medievo que constitu­yen las incursiones, y hasta el prolongado dominio sobre las costas de Ga­licia, por los normandos, los «almujuces» de las Crónicas (19).

Las embarcaciones de tingladillo, muy marineras, que usaban los wi- kingos, frecuentaron de antiguo nuestros mares. Nada se les oponía en Occidente después de la derrota de los francos en Fontenai (841). Precisa­mente se cumplen ahora mil cien aftos de la primera ae sus incursiones históricas, que abarcó de Asturias a Sevilla con fuerte penetración, por los ríos, hacia el interior. En Galicia desembarcaron cerca de la Torre de Hércules, y fueron rechazados por Ramiro I. De paso para el Mediterrá­neo Oriental, en el trienio 858-861, naves normandas entran en los puer­tos gallegos y son destrozadas por las tropas del Conde Pedro (20).

La gran invasión de las gentes de Harold Blatand de Dinamarca, que comienza en el 968, tiene, como sabéis, orígenes franceses. Ricardo I des­vía el golpe, que amenaza destruir su reino, dando guías hábiles a los nor­mandos para conquistar las maravillas de otro país que es España. De es­ta época es la posición defensiva que revelan las fortificaciones que el Obis­po Sisnando realiza en Iria, La Lanzada, Cedofeita y el mismo Santiago (21). También corresponde a esta etapa el desastre de una escuadra nor­manda, deshecha por la tempestad frente a Mondoñedo, mientras el Obispo Gonzalo con el clero y pueblo oran en una montaña cercana al mar. Los normandos, mandados por el wiking Gunderedo, suben por el Ulla y lle­gan a apoderarse de Compostela —cuyo Obispo muere en la batalla de Fornelos—, y de otras dieciocho villas que son saqueadas. San Rosendo, volviendo de su retiro para ponerse al frente de la diócesis, y el Conde Gonzalo Sánchez, logran derrotarlos (22).

El propio San Olaf, Olaf Haraldson, sería el wiking que, penetrando por el Miño, en el 1016, destruyó Tuy. El iarl danés Ulfo llevará el sobre­nombre de el Gallego —Galizu-Ulf— por una invasión en tiempo del Obispo Don Cresconio, en 1032. Aún en el 1108, Sigurd Jorsalafari, con sus cru­zados, asienta temporalmente en nuestras costas, y asalta el castillo del señor que le niega víveres para sostenerse en el invierno (23).

Estas incursiones de los normandos fueron casi tan graves en sus re­percusiones sobre la política del Islam como en sus consecuencias inme­diatas. A partir de las operaciones del 844, los árabes desarrollan una po­lítica naval muy intensa, que cu mina en la construcción de los astilleros de Sevilla por Abderramán II, y la elección de Arzila como fortaleza ma­rítima. Lo que tuvo aspecto defensivo, frente a los normandos, no tardó en presentar caracteres de ataque a las costas de los reinos cristianos. La embajada de Algazel sirve para hacer ver a almujuces y gallegos el pode­río árabe, y tiende, probablemente, a buscar una posición de superior ar­bitraje y de utilización, en propio provecho, de la fuerza marinera de los unos y de la resistencia terrestre de los otros. No olvidemos que el poeta árabe pasa cerca de sesenta días en Compostela acompañado por el emba­jador de los normandos (24).

En 867 Mahomed I envía sus naves contra Galicia, que son derrotadas por una tempestad. La expedición de Almanzor (997) combina la invasión por tierra con el ataque marítimo, destruyendo las agrupaciones monásti­cas o urbanas de las islas: Bayona, San Simón. La campaña de Alí-ben- Memón (1115) devasta las costas y entrega a los árabes estas codiciadas islas, que se convierten en peligrosas bases para un bloqueo que durará varios años (25).

Esta amenaza decide a Gelmírez a una de sus más geniales actividades: la de crear una marina de guerra. Los gallegos se defendían de estas agre­siones desde las fortalezas de la costa, utilizando los viejos faros y las nue­vas torres, y vencidos «abandonaban la ribera o se ocultaban en cavernas con toda su familia», como nos dice la Compostelana. Por otra parte, «no entendían en construir naves si no eran de cabotaje (sarcinarias) ni en sur­car los altos mares con naves birremes». El prelado de Compostela co­mienza por transformar la flota: «envió mensajeros a Pisa y Génova, donde donde había constructores de navios y marinos peritísimos que no cedían en ingenio al Palinuro de Eneas, a los cuales entusiasmaron nuestros en­viados con grandísimas promesas, y ¡os persuadieron de que viniesen a Ga­licia para construir las naves. Sin demora vienen de Génova a Compostela los artífices, preséntanse al Obispo y contratan con él, por determinado precio, la construcción de dos birremes…», dos galeras («galleas»), como más adelante las llama la Crónica. Con ellas trató el Obispo de devolver «la guerra naval con la guerra naval» (26). Gelmírez era hijo del tenencie- ro de las Torres de Oeste, el viejo «castellum Honestum>> de los prelados, levantado quizá sobre la Turris Augusti, que defiende el puerto interior de la ría de Arosa, y, con la desembocadura del Ulla, el camino militar de Compostela. Allí establece la primera base naval de las armadas cris­tianas de la península. Eugerio —Ogiero—, uno de los constructores, con­ducirá las naves que, tripuladas por doscientos ilienses, irrumpirán «con velero curso» en las costas de los árabes, destruirán sus poblados y harán presa de sus barcos. Cuando la incuria de los padroneses —siendo ya Ar­zobispo Gelmírez— deja inservibles las dos galeras, construye otra, que conduce Fuxón, «oriundo de la ciudad de Pisa, de buenas costumbres y peritismo en la náutica» (27), y continúa inquietando las costas de los sa­rracenos y trayendo a la iglesia de Santiago la quinta parte de sus presas (28).

Hay un resultado inmediato: Galicia hace frente, con eficacia, a las incursiones de los normandos, que, vencidos, no se atreven a renovar sus ataques, sino que entablan negociaciones con los prelados y los señores; y de los árabes, alejados cada vez más de nuestra costa, abierta a la pere­grinación y al comercio (29). La seguridad de Galicia frente a estas incur­siones permite que sus gentes de armas se desplacen en cada «mayo» a las algaras de la frontera y que las huestes arzobispales de Santiago (30) jueguen papel preponderante en las acciones decisivas de la cruzada con­tra el Islam en los siglos XII y XIII, con Suárez de Deza en Santarem, frente a los almohades (1184), con Don Juan Arias en la toma de Sevilla (1248)… De Gelmírez arranca la incorporación, con factores decisivos, a la tarea común, pero también la posesión de un medio, cuya presencia ha de ser retribuida en privilegios. La sepultura del quinto de los almirantes de Castilla, en el convento franciscano de Pontevedra, ileva una inscrip­ción que reza, con no desinteresada hipérbole: «Aquí yace el muy noble caballero Payo Guomez Charino el primer señor de Rianjo que guano a Sevilla siendo de moros y los previlejos desta villa; año de 1308…» (31). Aparte la tradición de que el trovador de la mar tripulara la nave que, por la parte del Arenal, quebrantó el puente de barcas tendido sobre el Guadalquivir —tradición que tantas villas del Norte de España reclaman para sus galeras: Noya, Avilés, Santander, San Vicente… (32)—, ha de hacerse notar aquí esta póstuma vinculación de las ideas de participar en acciones y ganar con ello privilegios para los señoríos o las villas. Es la utilización condicionada de la marina que permitió este doble juego del servicio de todos y el propio provecho. Asi premió Femando III los servi­cios de los bayoneses en el mar (33), y así se obtendría, sino de él de San­cho IV, la confirmación de! Fuero de Ponteedra (34).

Si Gelmírez encarna el momento de creación de !a armada medieval, Payo Gómez (1223-1295) es el símbolo de !a aportación gallega a las jor­nadas decisivas de la Reconquista. Por una de sus canciones suponemos que había participado en ia toma de Jerez. La tradición nos lo muestra con las naos de Santiago, al lado de la flor de los linajes gallegos y de la lírica cortesana, en Sevilla, parcial de Sancho IV, y almirante, entre 1284 y 1286, adelantado mayor de Galicia en 1294, asesinado ai año siguiente en Ciudad Rodrigo. Su Cancionero, hábilmente colegido por mi maestro D. Armando Cotarelo en los apógrafos italianos, lo induye entre los can­tores medievales del mar gallego (34).

He aquí otra repercusión del impulso de la marinería gallega desde el siglo XII: una lírica del mar. Entre los poetas de los Cancioneiros que te­jen series de composiciones en torno a los santuarios de famosas romerías —recogiendo así y elevando al cultivo artístico una poesía tradicional de formas paralelísticas y protagonismo femenino— las más bellas cantigas corresponden a los santuarios de las rías bajas: en la de Vigo buscó Men- diño la «ermida de San Simión» para ensoñar una figura de mujer que canta su soledad ante el avance implacable de las olas y Martín Codax la «igreja» en suyo sagrado danza la doncella que pregunta a las ondas por su amigo; en la de Pontevedra canta Joáo de Cangas la ermita de San Ma- mede do Mar en la ensenada de Aldán y Nuno Pérez o Nuno Fernández Torneol la de San Cremento do Mar en Ardán, entre Marín y Bueu. Los cuatro poetas se caracterizan por lo impreciso de su personalidad históri­ca y la adscripción exclusiva de sus cantigas en serie a un determinado san­tuario de la costa. Pero no son los únicos poeta del mar: Joan Zorro canta en la «ribeira» de Lisboa, donde el Rey de Portugal manda labrar barcos nuevos, emoción renovada en Juyáo Bolseiro; Roí Fernandes y Gongalo Eans do Vinhal sienten el recuerdo del amor ausente ante las «altas ribas» y las torres sobre el mar; Esteban Coelho nos habla, como Codax, del ba­ño en las ondas, y Nuno Porco nos presenta la figura de la amiga dirigién­dose a ver a su amado. Pero, sobre todo, Payo Gómez sorprende el en­canto de los navios floridos sobre el mar, de la invocación a Santiago por el que navega, de la felicidad de la enamorada al saber que él .es relevado del puesto de almirante, y puede llevar al serventesio, a la sátira política, la idea del mar, comparando con su grandeza y su versatilidad el carácter del Rey, quizá Don Sancho (34).

He querido que el nombre del almirante trovador inicie y cierre esta fugaz evocación, porque estimo que a la marcha de los amantes en las na­ves gallegas y al ambiente marinero y trovadoresco de la campaña de Sevi­lla se debe un género hasta hoy muy poco estudiado (35). En él, como en toda canción de amigo, habla la mujer del enamorado ausente y pregunta por él a las cosas, y halla en la madre la ayuda o el estorbo de sus propósi­tos. Aquí, quizá porque la ausencia se debe al mar, al mar se pregunta por el amigo, y el papel tradicional de la madre —el de guarda de la poe­sía provenzal— lo ejerce la figura lejana del Rey, separador de amores y causa de saudades.

Pero hay algo más que amor en estas cantigas, hay sabor del mar y de la «ribiera», y ufanía por las naves labradas y por los navios que retor­nan (36). A la emoción cortesana y al espíritu de aventura ha venido a unirse la expresión poética de un sentimiento que hemos visto vibrar en las páginas de la Compostelana, y que tiene mucho de heroico, pero tam­bién —recordemos cómo se desenvuelven las clases cociales en Santiago desde el siglo XII— mucho de «burgués».

La Galicia de la baja Edad Media nos ofrece esta singular alianza de un idealismo congénito y una estructura señorial y nobiliria en las institu­ciones, con el desarrollo de la burguesía mercantil, que enlaza el concepto heroico del barco como aventura y del barco como instrumento y objeto de comercio (37).

Así, la desmesura heroica de aquel otro gallego, Alfonso Jufre de Ta- noyro (38), almirante de la mar en tiempo de Alfonso XI, que después de vengar en Lisboa la depredación de las costas gallegas por la escuadra portuguesa (1337) atacó con treinta y dos naves las doscientas cincuenta de la armada de los benimerines y halló la muerte (39) en el primero de nuestros grandes reveses navales, en el Estrecho (1340). Y el sacrificio del Arzobispo Don Martín y del pertiguero mayor de Santiago Don Pedro Fer­nández, que mueren en el cerco de Algeciras (1344). Pero así también el trasfondo económico de las actitudes de la política gallega en estos siglos, oscilando siempre entre la estructura tradicional y las presiones de una bur­guesía que quisiera inclinarse hacia formas como las consagradas, por ejem­plo, en Portugal por la dinastía de Avís (40).

Los puertos gallegos embarcan no sólo las producciones del país inter­cambiadas por viandas, panno e mercaderías (41), sino importaciones de Oriente trasbordadas en Tarragona y Tortosa, y traídas por tierra para reembarcar de nuevo a Bretaña, a los Países Bajos, a Inglaterra. Se crea un ambiente internacional de intereses y de rivalidades portuarias, por el comercio de Flandes y Gascuña, sobre todo (42). Hay una intensa rela­ción con Inglaterra, por más que Eduardo III puede quejarse —antes de Wichelsea, naturalmente, en 1435— de que piratas de «Arribedeu, Vive- rro, La Croinhe, Noie, Pount Deberre y Bayeu de Myor» (43) causen da­ños en los bienes y personas de sus súbditos. La burguesía gallega se incli­na, con Portugal, por el Rey Don Pedro, que continúa en la monarquía castellana la vocación marinera de Alfonso XI y el sentido comercial de lo que llamó Viñas Mey la «marca marítima» de España (44). Sus conse­jeros gallegos le encaminan hacia la alianza inglesa contra los nobles. De aquí parte para Bayona y aquí ha de tener sus últimos leales.

El desembarco de Lancáster, en un país abandonado por el poder real, no hallará actitudes heroicas, sino transacciones en que hay mucho de los «Pactos de las Marismas» y que se tratarán, las más de las veces, no con las autoridades señoriales, sino con los representantes de los marineros. Cuando el Consejo de tutela de Enrique III —cuyas mercedes colmarán un día las ambiciones de algún puerto gallego— tiene que entregarle el rei­no en las Huelgas, en el lenguaje del Arzobispo de Santiago Don García Manrique se nos revela el espíritu de la época, como en las cantigas de Charino los ideales de la etapa alfonsí:

«Príncipe muy alto e muy poderoso señor Rey de Castilla e de León. Léese que la buenaventuranza del mercante non es de loar en el comienzo, nin el medio; mas solamente quando llega a puerto e consumación buena de su viaje., los vuestros tutores son llegados a buen puerto e de buena ventura, pues que de las mercaderías que les fueron encomendadas vos han dado cuenta que aquí avernos dicho» (45).

La embajada al Gran Tamorlán (1397) lleva con el pontevedrés Payo Gómez de Sotomayor un doble aire de utilitarismo y de remota aventura diplomática, que es afinidad lusitana en lo gallego (46).

Con sus puertos abiertos al comercio marítimo anterior, por libertad arzobispal o mercedes reales, como ¡as de Juan II a La Coruña y a Bayo­na (1552), o las de Enrique IV, autorizando el intercambio de mercaderías entre dos navios ingleses y dos de La Coruña (1454) (47), con la plena ac­tividad de sus herrerías y sus astilleros (48), en relación sus navegantes con los portugueses, la Galicia del XV es un emporio marinero. No olvidemos que si los Reyes Católicos tienen que dirimir por las armas en su favor las acres contiendas feudales, es la escuadra de Ladrón de Guevara la que arranca Vivero a Pero Pardo, y Pontevedra y su tierra al Conde de Camiña.

Por Xosé Filgueira Valverde

EL DESCUBRIMIENTO DE GALICIA

La Real Sociedad Geográfica, al llamarme a ocupar esta tribuna, por tantos conceptos prestigiada, me ha otorgado otro honor que be de co­menzar agradeciendo: el de que mi conferencia coincidiese, en fecha, con la entrega a la Diputación de Pontevedra del galardón que la Academia de Bellas Artes concede anualmente a las entidades que más se distinguen por sus aportaciones al cultivo del espíritu. Mi presencia aquí está ligada a la obra de aquella Corporación benemérita; no me traen mis exiguas ca­lidades, sino el hecho de dirigir el Museo de Pontevedra (1), que consagra a la historia marítima de Galicia lo mejor de sus afanes. Merced a su tarea y a la de otras instituciones gallegas, entre las cuales es preciso traer a pri­mer plano e! «Museo Massó», de Bueu (2), los temas que se nos señalan en el guión de estas lecciones podrán ser contestados por la erudición. Per­donadme si, al recorrerlos hoy conmigo, veis agostarse, ante la sequedad de las noticias, lo que hay de lírico en esa estrofa de bellas palabras —riberas, navios, descubrimientos, hermandades, astilleros, consulados del mar…— que componen nuestro obligado plan de trabajo. Pretendien­do llenarlas de sentido no hacemos sino cumplir el mandato del gran coral maragalliano.

Para hablaros del mar vienen, desde los paisajes cambiantes de la cos­ta hasta esta casa solar de nuestra Historia, gentes de todos los mares de España. Los gallegos somos lo que llegamos de más lejos, y por esa dis­tancia de nuestro litoral —donde cada recodo es un puerto y cada puerto una página viva del pasado y una vital promesa del mañana— no siempre podemos decir que las posibilidades de una tierra impar y el esfuerzo de un pueblo tenacísimo hayan logrado conjugarse en quehaceres de común resonancia. Un forzado aislamiento es nota dominante de nuestro ayer (3). Cuantas veces, pese a las penurias de la comunicación con la Hispania in­terior, pudimos quebrantarlo, hemos hablado con voz propia, para callar después, en largos años oscuros. De entre la torrentera de datos y fechas que el temario de estas conferencias suscita, he querido separar cuatro he­chos que rompen nuestro ensimismamiento —nuestro «encanto»— y nos obligan a hacer grande y general historia: cuando la costa gallega se incor­pora al ecumen mediterráneo por los descubrimientos de los navegantes tartesios, fenicios y griegos; cuando Gelmírez, contra piraterías de nor­mandos y árabes, crea una armada que da origen a la marina de Castilla; cuando los mareantes del siglo XV alcanzan, con las Ordenanzas de sus gremios, una estructura social de perfección no superada y, por último, cuando se elige la ría de El Ferrol para base del poderío naval de España resurgido. El creernos de nuevo en coyuntura fértil para el mar gallego, nos hace seguir, con ojos alegres, el rumbo que esos hitos del pasado nos señalan.

Acudamos, siquiera fugazmente, a la cita con la prehistoria que nos exige el programa. Una serie amplísima de hallazgos permite establecer la existencia de una comunidad cuitara! entre Galicia y ios finisterres atlán­ticos, especialmente con Bretaña, donde la falta de una ligazón terrestre de las formas paralelas obliga a suponer comunicaciones marítimas el las­cado de los picos asturíenses, de dudosa cronología; ciertos aspectos de la estructura y mobiliario de los dólmenes; las pumas de flecha, vasos cam­paniformes e insculturas del eneolítico; los puñales, hachas y joyas de oro de los primeros tiempos del metal… Cuevillas y Bouza Brey han podido afirmar «que en pocas ocasiones podrán juntarse dos complejos arqueo­lógicos penenecientes a países disiar.tes y sin aparente comunicación te­rrestre, que ofrezcan tan gran número y tan recia exactitud de paralelis­mos como estos complejos galaico-miñoto y armoricano… que muestran la existencia de una clara comunicación tr.aritimu fuerte y protongada, cuyo i/tomento ae máxima intensidad hemos de colocar en una fase sincrónica det pleno desenvolvimiento de la civilización del Argar» (4>.

El patriarca de los prehistoriadores gallegos Maciñeira —cuya obra iné­dita dará a conocer ahora el «Instituto Padre Sarmiento»— creía que al­gunos puertos galiegos, en especial los de Cedeira, Ortigueira y Vares, donde había encontrado característicos restos de obras portuarias megalíticas, ha­bían servido a escás lejanas navegaciones de los gallegos (5). Recientes es­tudios, sistematizados por el Profesor García Bellido, vienen a demostrar cómo estas tierras fueron a su vez quizá descubiertas en la misma segunda Edad del Bronce a que pertenecen los más sensacionales de entre aquellos hallazgos (6). Hoy no se pone en duda la tesis sustentada, con admirable crítica, en el siglo XVIII, por Comide Saavedra —el más experto conoce­dor de cosas del mar que podemos hallar entre los eruditos gallegos— de que Galicia sea la primera localización de las Kasitérides de los navegan­tes clásicos y que se denominaban así, no ya las islas de la costa, sino todo el litoral, donde las rías acentúan la apariencia insular ante el navegante.

Los mercaderes tartesios en sus navegaciones atlánticas, los fenicios que fundaron Gadir hacia el 1100, los traficantes rhodios, chalkidios y aun cretenses, vendrían desde antes del siglo VIII a buscar metales al inagota­ble emporio de Galicia. Un nombre, conservado tardíamente por Plinio,      nos habla del primero que llevó a Grecia el estaño de las Kasitérides: Midacritus (Meidokritos). El Periplo en que se basa la Ora Marítima de Avieno (535 a. de C.) refleja con rebuscada impresión de terror las prime­ras navegaciones mediterráneas en el mar de los «Oestrymnios», donde «ningún viento empuja las naves porque un perezoso humor pasma las aguas», entre las cuales «surgen algas cuyos haces detienen a los barcos»; «se mira tan de cerca el fondo que apenas poca agua cubre el suelo», mien­tras que «aquí y allá fieras del mar y monstruos marinos nadan viscosos y lentos» (9), y la gente, temerosa del peligro del mar, había vivido largo tiempo escondida tierra adentro…

Así se incorporarán al ecumen las costas de Galicia.

Debo huir de dos temas que llenan de estériles polémicas nuestra his­toria: el de las localizaciones y el de los viejos héroes. Trató el primero de hallar situación exacta en nuestras costas a los topónimos de la geogra­fía antigua: el «jugum Oestrimnium» y las ínsulas Oestriminidas, «Op- hiusa», el «Veneris jugum», el Arvio, la ínsula Pelagia, las Agónidas… Utilizó el segundo, desde el Renacimiento, las fabulosas afirmaciones de Posidonio, Artemidoros y Asklepiades de Myrlea, recogidos por Silio Itá­lico, Justino y Plinio, para buscar la nobleza de un origen odiseico a los pueblos de Galicia. Me cohíbe el lugar para desgranar anécdotas de falsas etimologías (10) y me atrae en cambio la relación del más insigne de los monumentos de nuestra antigüedad marinera, en el gran puerto clásico de Galicia, con el mito dominante de las colonizaciones: el de Heraklés.

Testimonian esas navegaciones restos de puertos, como los de la ría de Ortigueira, minas como la de Salave, en Ribadeo —de un cubaje de 4.000.000 de metros cúbicos, según Schultz y Pailleté— (11), algunas jo­yas, como el adorno de oro del Tecla; pero, sobre todo, los viejos faros: La Lanzada, donde quizá estuviese la Lambriaca de Mela, y, sobre todo, el «Farum Brigantium» del Portus Magnus Artabrorum, que llamamos hoy «Torre de Hércules».

Edificado sobre un terreno de tradición prehistórica —recuérdense los grabados rupestres de Punta Herminia— reconstruido en la época roma­na por el arquitecto lusitano Cayo Servilio Lupo, según su inscripción la­tina, y modificado en la Edad Media y en los siglos XVII y XVIII; del último data su forma actual. Las más antiguas referencias a él proceden de la Geografía atribuida a Aethico y de la Historia de Orosio. Cornide dejó otra monografía sobre el tema, actualizada hace poco por Tettaman- cy (12).

Pero he querido poner de resalte el significado de la vinculación del más insigne de los monumentos de la antigüedad en Galicia con los mitos herakleidas, que llegarían a este extremo occidente traídos por las navega­ciones fenicias, y que se consolidarían por la presencia de dorios en las primeras expediciones; que dieron nombre a toda una ruta marítima —«Via Herácleia» llama Aristóteles a la que desde Italia llevaba al país de los celtas—, y que persisten en memorias actuales.

Porque habéis de saber, aunque parezca extraño, que Hércules com­parte todavía el patronato de los pescadores pontevedreses. Allá en lo alto de la fachada de Santa María, levantada por los mareantes, lo veis con su maza, emparejado nada menos que con San Miguel. En los inventarios de esta capilla, en el siglo XVI, figura un Hércules de madera. Y en la procesión de Corpus, el más anciano de los marineros, representando al antiguo «Vigairo» del Gremio, empuña un cetro del XVI, donde Hércules aparece dominando al león de Nemea. Una inscripción trata de desvirtuar la representación, suponiendo que se trata de Teucro, hijo de Telamón y hermano de Ayax, fundador de la ciudad después de la guerra de Troya: « Teucro hizo el arrabal. Año de 1580». Por eso, con rara erudición, los marineros pontevedreses le llaman «el Teucro». Pero a partir de una cer­tera indicación del maestro Sampedro Folgar, ha podido descubrirse lo que hay de una supervivencia de remotos mitos de navegantes en estos sím­bolos de la más característica marinería de Galicia (13).

Si fue la ruta del mar la que abrió Galicia a las relaciones occidentales y a ia navegación de los colonizadores mediterráneos, ni la conquista ro­mana, ni la cristianización, que incorporó culturalmente nuestra tierra al Imperio, pierden su carácter marítimo: la anécdota de Decio Junio Bruto (137), sintiéndose dominado por un respetuoso temor al ver que el sol se hunde, crepitante, en las aguas, es como un símbolo de lo que representó el mar en una conquista que no pudo perfeccionarse sino cuando César condujo a Brigantium su gran escuadra, que asombra a los hombres de la costa «acostumbrados solamente a navegar en barcas pequeñas, cons­truidas de madera ligera y cubiertas de cuero para resguardarse del agua». Consumada, los grandes monumentos que la conmemoran en tiempo de Augusto, son monumentos marítimos: la «Turris Augusti» en el estuario de Arosa, las «tres Arae Sestianae» cerca de Noya, y la vía militar más fecunda será «per loca marítima»; Brácara —Iria— Brigantium (14).

En cuanto a la predicación del cristianismo, las tradiciones jacobeas nos presentan al Apóstol viniendo por mar, entrando por los ríos, nos en­señan un ara romana como columna donde se ató la barca milagrosa por­tadora de su cuerpo, y enlazan su culto y el de la Virgen de Barca —¡de la «Barca más prodigiosa»!— en Finisterre (15).

Si Galicia pudo «criar su cultura a pechos del Oriente», y recibir, entre influjos gnósticos, el sustrato doctrinal de su florecimiento religioso del siglo V, fue por haberse mantenido, con el antiquísimo tráfico de los me­tales, la relación con las rutas de la navegación mediterránea (16). Y cuan­do se extinga su presencia cultural en el ecumen cristiano, y necesite una nueva evangelización, los vientos de un próspero navegar traerán hasta sus puertos, con las reliquias de San Martín de Tours, aquel otro San Mar­tín, húngaro de nación y gallego adoptivo, que convertirá a los suevos al catolicismo, corregirá el paganismo de los rústicos y sentará los sillares del senequismo cristiano en nuestra Patria (17).

Por Xosé Filgueira Valverde