Los restos de Colón – R. Cúneo-Vidal

Del Instituto Histórico del Perú y C. de la Real Academia de la Historia de Madrid

   

En el año 1504, estando de virrey y gobernador en la Isla Hispaniola, hoy de Santo Domingo, ajeno de pensar en que la muerte habría de sorprenderlo lejos del continente por él descubierto, Cristóbal Colón pensó en lo efímero de la humana existencia, y se preocupó de mandar construir en la iglesia mayor de la villa de la Concepción de la Vega, perteneciente a dicha Isla, el sepulcro el que descansarían, llegada que fuese su hora, sus restos mortales y los de sus descendientes.

Más tarde, encontrándose en Valladolid, en 19 de mayo de 1506, sintiendo que su vida se acababa, más por efecto de desengaños que de males físicos, hizo su testamento, y en repetidas cláusulas ordenó que siempre que el mayorazgo por él instituído el año precedente en cabeza de su hijo Diego produjese renta suficiente, se edificase en la dicha villa de la Concepción, «donde la tenía principiada», una capilla que se llamase «de los Colón», en la que se rezasen tres misas diarias para descanso de su alma, «en honra y reverencia de la Santísima Trinidad».

Muerto en dicha villa de Valladolid, en 20 de agosto de 1506, en las circunstancias que son generalmente conocidas, sus restos fueron trasladados a Sevilla en 1509, bajo la vigilancia de su mencionado hijo Diego, y depositados en la Cartuja de Santa María de las Cuevas.

De allí, al ofrecerse ocasión favorable, los restos venerables seguirían viaje a la dicha Isla Hispaniola en demanda del enterramiento cuya terminación el descubridor del Nuevo Mundo dejaba encargada y encomendada a la piedad de sus deudos y herederos.

Diego Colón, que intervino en aquel fúnebre negocio, aprovechó su estada en Sevilla y su presencia en la dicha Cartuja de Santa María de las Cuevas para hacer su propio testamento.

Este lleva fecha 16 de marzo de 1509, y por lo que hace al enterramiento del testador, contiene las mandas siguientes:

«Manda segunda. -Item mando que, cuando finamiento de mí acaeciere, mi cuerpo sea honradamente depositado o sepultado donde estuviese depositado o enterrado el cuerpo del almirante, mi señor padre, que santa gloria haya…

«Manda oncena. -Item mando que hasta que yo o mis albaceas y herederos tengamos disposición y facultad para lo que pertenece a la sepultura perpetua del Almirante mi señor padre, que Dios haya, que la dicha limosna del diezmo de la renta de mi mayorazgo sea dado a los padres del monasterio de las Cuevas de Sevilla, adonde yo mandé depositar el dicho cuerpo en 1509, diez mil maravedís en cada año, mientras que allí estuviese depositario, para que rueguen por su alma y de quienes es obligado…

«E por cuanto yo no tengo asignado lugar cierto para la perpetua sepultura del Almirante mi señor padre, que santa gloria haya, ni del mío, digo que mi voluntad sería y es que se hiciese una sepultura muy honrada en la capilla de la nueva iglesia mayor de Sevilla, encima del postigo, que es frontero a la sepultura del cardenal Mendoza; y cuando allí no pudiese ser, mando que mis albaceas escojan la iglesia y lugar que más competente fuese para nuestra honra, estado y salud; que allí se fabrique y haga la dicha sepultura perpetua, dándole perpetua renta y dotación…»

 


Catorce años más tarde, esto es, en 8 de septiembre de 1523, el mismo Diego, «…estando en esta ciudad de Santo Domingo, en las casas de mi morada que en ella tengo, e estando de partida para Castilla…», hizo su segundo testamento, por el cual se saca en limpio que los restos de su padre continuaban depositados en la Cartuja de Santa María de las Cuevas de Sevilla.

«Item mando -se dice en aquel documento- que cuando Nuestro Señor fuese servido de me llevar desta presente vida, si en esta Isla Hispaniola muriese, mi cuerpo sea honradamente depositado en esta dicha ciudad de Santo Domingo, en el monasterio de Señor San Francisco, e si en otra parte, en lugar donde falleciere, e si no la hubiese, fágase el dicho depósito   —480→   en una casa de la dicha orden; e si acaeciese mi fallecimiento en Sevilla, mando que mi cuerpo sea depositado en el monasterio de las Cuevas con el cuerpo de mi señor padre, que está allí; e ruego y mando a mis herederos y albaceas que por amor de Dios, e por que hallen quien cumpla sus últimas voluntades, tengan cargo e especial cuidado que, en habiendo aparejo, e estando en estado el monasterio que mando hacer, de que abajo se hará mención, para poder ser en él sepultado, de hacer llevar e poner en él el cuerpo del Almirante mi señor padre, que está depositado en el dicho monasterio de las Cuevas de Sevilla, e traer asimismo allí el cuerpo de doña Felipa Muñiz, su legítima mujer, que está en el monasterio del Carmen, en Lisboa, en una capilla que se llama de la Piedad, que es de su linaje de los Muñices, e traiga asimismo al dicho monasterio el cuerpo del adelantado don Bartolomé Colón, mi tío, que está depositado en el monasterio del Señor San Francisco de esta ciudad de Santo Domingo; e encargo y mando a los herederos del Almirante mi señor e míos, que de nuestra sepultura perpetua tengan mucho cuidado, pues nuestro Señor tuvo por bien de hacer gracia al Almirante mi señor que con sus trabajos fuese el primer edificador de estos bienes y estados que tenemos, aunque indignos ante nuestro Señor; e encargo y mando a mi sucesor en el mayorazgo que siempre faga decir tres misas continuas, etc.

 

El Almirante Virrey Don Diego Colón Segundo».               

 

En este segundo testamento del hijo y heredero de Cristóbal Colón el enterramiento, que en el primero, de 1509, es cosa no del todo resuelta y de ubicación no definida, toma orientación y capacidad determinadas, pues resulta que deberá ser edificado en Santo Domingo, en una casa de la Orden Seráfica, y contener, a mayor abundamiento de los restos del descubridor del nuevo mundo, los de Felipa Muñiz, los del adelantado Bartolomé Colón, y desde luego los del testador, Diego Colón.

Toma en tal forma el carácter de un enterramiento, o dígase de un mausoleo de familia.

Es este un punto «de la mayor importancia», que deberá ser tenido en cuenta, desde este momento, bajo los aspectos siguientes: El enterramiento de la iglesia mayor de Santo Domingo,   —481→   en el que se ha dado en ver, equivocadamente, la tumba exclusiva de Cristóbal Colón, el descubridor del Nuevo Mundo, fué un enterramiento colectivo, prevenido para más de un cadáver, en el que si convenientemente explorado se han debido encontrar hasta «cuatro» cadáveres de la genealogía de los Colón, y en el que, si «dos» Cristóbal Colón hubo en el mundo -que sí los hubo: abuelo y nieto, y ambos almirantes-, «dos» se han debido encontrar, como con efecto se encontraron.

En 1526 Diego Colón dejó de existir.

La muerte lo sorprendió en España, en la Puebla de Montalván, a seis leguas de Toledo.

Su cadáver fué trasladado a la Cartuja de Santa María de las Cuevas de Sevilla, tal como lo tuvo ordenado en vida, y depositado al lado del de su padre, a la espera de una ocasión favorable para su traslación a Santo Domingo.

En 1537, su viuda, doña María, mujer de grande ánimo y de altos merecimientos, obtuvo de la majestad de Carlos V el derecho de patronato sobre la capilla mayor de la catedral de Santo Domingo en favor de su hijo primogénito don Luis Colón y Toledo, con facultad de transferir al enterramiento de familia que en la misma edificase los restos de su suegro Cristóbal Colón, el descubridor de América, y los de su esposo Diego Colón, que a la sazón se hallaban depositados en la tantas veces mencionada Cartuja de Santa María de las Cuevas de Sevilla.

La traslación, en esta forma autorizada, de los restos mortales de Cristóbal y Diego Colón, con prescindencia de los de Felipa Muñiz, los cuales continuaron descansando en el consabido enterramiento de los Muñices existente en el monasterio del Carmen de Lisboa, se llevó a cabo poco tiempo después, pues Fernando Colón, el historiador, hijo natural del descubridor en Beatriz Henríquez, lo menciona como cosa hecha en su testamento de 1539.

Fué aquella una traslación como quién dice, con trasbordo en Nombre de Dios, y con una primera tumulación provisional en el templo de San Francisco de Santo Domingo, donde se hallaban enterrados desde 1514 los restos del adelantado   —482→   Bartolomé Colón, mientras se terminaba el mausoleo de familia autorizado por el César español.

En 1548 se hace mención de dicho mausoleo en el testamento de la mencionada doña María de Toledo, viuda de Diego Colón, extendido en Santo Domingo el 27 de septiembre, en los siguientes términos:

«Item, mando que cuando nuestro Señor fuese servido de me llamar de esta presente vida, mi cuerpo sea enterrado con el hábito de Señor San Francisco en la capilla mayor de esta ciudad de Santo Domingo, donde están sepultados los almirantes mis señores; «no» en la misma sepultura del almirante don Diego Colón, mi señor marido, sino abajo de él, en el suelo de la dicha capilla, junto al presbiterio del altar mayor, porque estemos juntos en la muerte como Nuestro Señor hizo que lo estuviésemos en vida…»

 

Amorosa y sumisa así en la muerte como en la vida, quiso la abnegada mujer que sus restos mortales «no» fuesen depositados en la huesa que guardó los despojos de Cristóbal y Diego Colón, sus únicos ocupantes hasta ese instante, sino al pie de la misma y bajo el busto marmóreo de su malogrado esposo, como para poner de manifiesto por los siglos su amoroso rendimiento; tierna manifestación de amor conyugal, vencedor del no ser, muy propio de la mujer española, por lo que de amorosa sumisión le transmitieron sus árabes abuelas.

A todo esto, en 3 de febrero de 1572, hallándose desterrado en Orán de Africa por el delito de poligamia, pasó a mejor vida don Luis Colón y Toledo, tercer almirante titular de Indias, primer duque de Veragua y primer marqués de Jamaica, hijo del mencionado don Diego Colón y de doña María de Toledo, marido legal de cuatro mujeres vivientes.

Sus restos mortales, llevados en primer término a la Cartuja de las Cuevas de Sevilla, como lo habían sido los de su padre y abuelo, lo fueron más tarde a la Catedral de Santo Domingo, con lo cual el enterramiento de familia de los Colón contuvo en lo sucesivo los siguientes huéspedes macabros:

«Cristóbal Colón, primer almirante de Indias; Diego Colón, segundo almirante; Luis Colón y Toledo, tercer almirante».

 

En su testamento, hecho en 1572, el mencionado don Luis   —483→   nombró heredero del almirantazgo de Indias a su hermano Cristóbal Colón y Toledo, de cuyo fallecimiento, ocurrido el año anterior no tenía noticia y a falta de él, a su sobrino Diego Colón y Pravia, hijo del dicho Cristóbal, no sin expresar el deseo de que dicho Diego tomase por mujer a su hija Felipa Colón, como en efecto ocurrió, con lo cual el favorecido pasó a ser cuarto almirante de Indias, segundo duque de Veragua y segundo marqués de Jamaica.

Pero es el caso que durante los veintiún años que duraron las ausencias del andariego don Luis Colón, el polígamo de tres continentes, pues fué casado legal y contemporáneamente en Indias, en España y en Marruecos, fué cabeza y personero de los de su apellido en la isla de Santo Domingo su hermano menor, el mencionado Cristóbal Colón y Toledo, nacido en dicha isla en 1522, estante y habitante en la casa solariega de la ciudad de Santo Domingo, depositario del nombre, fortuna, prerrogativas y distinciones sociales de los de su apellido.

Se sabe de él que estuvo emparentado con la mejor nobleza antillana y peninsular; que fué tres veces casado: con doña Leonor Suazo, en quien no tuvo sucesión; con doña Ana de Pravia, en quien procreó a Diego Colón y Pravia, futuro almirante potencial de Indias, y a Francisca Colón y Pravia, que casó con un Obregón, y finalmente con doña Magdalena de Guzmán y Anaya, en quien tuvo una hija, que casó con un Avila.

Ventajosamente colocado en la vida de la naciente colonia; dueño de un floreciente ingenio de caña -el de N. S. de Montealegre-, en el que cien esclavos negros sudaban para allegarle cuantiosa fortuna, de que disfrutó en vida, llamado, como quien dice, por derecho inmanente a ocupar los puestos públicos de mayor realce y lucimiento, nuestro don Cristóbal fué para sus conciudadanos todo un prócer; fué, en toda la extensión de la palabra, «el ilustre y esclarecido varón don Cristóbal Colón, Almirante», cuyos elogiosos calificativos grabaron sus deudos, con entera propiedad, sobre las tapas de la caja mortuoria que contuvo sus restos.

Muerto en 1572, ¿dónde habían de ser enterrados sus restos sino en el clásico enterramiento que autoriza el gran Carlos V en los siguientes términos de su Real cédula de Valladolid   —484→   y 1537: «…hacemos merced al dicho almirante don Luis Colón de la capilla mayor de la dicha Isla Hispaniola, y le damos licencia y facultad para que pueda sepultar los dichos restos del dicho almirante don Cristóbal Colón, su abuelo, y sepultar los restos de sus herederos y sucesores en su casa y mayorazgo, agora y en todo tiempo para siempre jamás…», en el mausoleo, decimos, de los Colón, terminado a sus expensas, mientras su mencionado hermano Luis, indiferente a todo lo que no fuesen faldas mujeriles, corría sus farras matrimoniales en el viejo mundo?…

De suerte que hubo «dos Cristóbal Colón», y de consiguiente «dos» ha debido de contener -como los contuvo- el clásico enterramiento de Santo Domingo, por haberlos recibido a ambos, en el orden siguiente:

Cristóbal Colón y Fontanarrosa, el primer almirante, entre 1538 y 1539, y Cristóbal Colón y Toledo, tercer almirante, en 1572.

Con todo, cabe decir que no fueron éstos los únicos individuos de apellido Colón que gastaron el nombre de Cristóbal, pues hubo un tercer Cristóbal Colón, esto es, Cristóbal Colón y Carbajal, nacido en 1578, hijo del tantas veces mentado polígamo Luis Colón y Toledo, en su «cuarta» mujer, doña Luisa de Carbajal, el cual pudo ser el que pasó a Potosí, en 1590, con el mercader italiano Alvaro de Perestrello y el que procreó al altoperuano Severino Colón, del que hace mérito en sus «Crónicas» el cronista Martínez Vela.

Sabido es que en el año 1795, en los momentos de entregar España a Francia la sección española de la isla de Santo Domino, en cumplimiento de las cláusulas contenidas en el tratado de Basilea, el teniente general don Gabriel Arestizábal, comandante de las fuerzas españolas en aguas dominicanas, tuvo el hidalgo arresto de llevar consigo, a tierras sobre las que continuase flameando el pabellón de Castilla, los restos mortales del descubridor del Nuevo Mundo.

Abierto, al cabo de doscientos cincuenta y ocho años el enterramiento de la capilla mayor de la Catedral de Santo Domingo, que la tradición popular tenía en cuenta de tumba individual del primer Almirante, con desconocimiento de su condición de mausoleo   —485→   de «familia» de «los» Colón, los encargados de cumplir las órdenes del honrado marino echaron mano del primer cofre que se ofreció a su mirada, el cual resultó conteniendo, por una feliz casualidad, los restos que buscaban, queremos decir los de Cristóbal Colón, «el descubridor del Nuevo Mundo», que son los que a la fecha descansan bajo las bóvedas de la majestuosa Catedral de Sevilla.

Ochenta y ocho años después, encontrándose en Santo Domingo, monseñor Cocchia, en calidad de nuncio apostólico, ocurrió el hallazgo de los restos del segundo Cristóbal Colón (y Toledo) en el tantas veces mencionado enterramiento «de familia» de los Colón.

El cofre que los contuvo llevaba en sus costados las iniciales A. C. C., que el prelado italiano y sus acompañantes interpretaron en la forma de «Almirante Cristóbal Colón», título, nombre y apellido que correspondieron, efectivamente, en vida, a don Cristóbal Colón «y Toledo», nieto de Cristóbal Colón el descubridor.

Llevaba, además, la especificación siguiente:

D. DEL A.
PR. ALMIRANTE,

que monseñor y sus amigos interpretaron, menos acertadamente esta vez, en la de «Descubridor de la América, Primer Almirante», olvidando que en buen romance se debió decir: «Descubridor de América», siempre que en 1506 se hubiese acostumbrado a decir «América» y no «Indias»; y por otra parte, siempre que los hijos y herederos del gran genovés hubiesen sido capaces de la atroz herejía que hubiese importado el grabar el nombre de «América» sobre los restos mortales, hartos de desengaños, de su ilustre progenitor.

Monseñor Cocchia y sus amigos han debido leer:

«Descendientes del Adelantado y Primer Almirante», o simplemente «Descendiente del Primer Almirante», que tal fué la calidad del mencionado don Cristóbal Colón y Toledo.

Abierto el dicho ataúd se halló grabada en la cara interior de su tapa la siguiente inscripción, destinada a calificar al muerto:

ILUSTRE Y ESCLARECIDO VARÓN
DON CRISTÓBAL COLÓN.

  —486→  

Monseñor Cocchia, olvidado de que el enterramiento en que pareció dicho hallazgo era el de «los Colón», de Santo Domingo, exclamó: «¡Los restos verdaderos de Cristóbal Colón, el descubridor del Nuevo Mundo!», exclamación que corearon el clero y el pueblo dominicanos, interesados cual estuvieron en poseer los restos venerables de que se creyó desposeerlos en 1795, errada mas no maliciosa suposición, debido a que la crítica colombiana, en la que han sobresalido andando el tiempo los Harisse, los Vignaud, los Staglieno, los Lollis, estaba, por entonces, al nacer.

Con criterio de igual manera equivocado el señor Colmeiro, individuo de número de la Real Academia de la Historia de Madrid, vió en el hallazgo, para él inesperado, de un segundo Cristóbal Colón, una duplicación del único personaje de tal nombre, y desde luego una audaz mixtificación.

Nosotros, volviendo sobre lo dicho en otra oportunidad, repetimos que aquello de «ilustre y esclarecido varón», fuera de lugar tratándose del Descubridor, al que se ha de nombrar Cristóbal Colón a secas, por la razón de que con los genios como Homero, Dante, Bacon, Galileo y Cervantes huelgan los calificativos con que gustan exornarse las mediocridades se explica y justifica tratándose del nieto del descubridor, el dicho Cristóbal Colón y Toledo, esclarecida medianía, en sus días, de la capital de la isla de Santo Domingo.


Está dicho cuanto teníamos que decir:

De Cristóbal Colón, el descubridor de las islas del mar Océano y Tierra Firme, virrey y gobernador del Nuevo Continente, almirante de Indias, adelantado en aquellos diferentes cargos al zarpar de Palos de Moguer en 1492, son los restos que España custodia bajo las bóvedas de la Catedral de Sevilla.

De Cristóbal Colón y Toledo, hijo de Diego Colón y de María Toledo, nieto del primer Cristóbal Colón, son los que la nación dominicana guarda en el antiguo enterramiento de «los Colón», en el presbiterio de la iglesia mayor de la capital de la Isla.

Lima, MCMXXI.

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