Colón español. Su origen y patria: Celso García de la Riega

Colón español. Su origen y Patria: Celso García de la Riega

 

 

 

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http://archive.org/details/cristobalcolbon00garcrich  – Cristobal Colón español? Conferencia por Celso García de la Riega, en sesión pública celebrada por la Sociedad geográfica de Madrid en la noche del 20 de diciembre de 1898 (1899)

http://archive.org/details/cristobalcolnes00spagoog – Cristobal Colón español? (1899)

 

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PRÓLOGO

En el año de 1892, mi difunto tío D. Luis de la Riega, Correspondiente de la Academia de la Historia, cultísimo escritor y poeta, publicó un notable libro titu­lado El Río Lérez, en el que describe las bellezas de la comarca surcada por este rio, amenizando la narración con diversos datos históricos y algunas leyendas sobre sucesos y costumbres del país. En sus páginas está el primer móvil de mis investigaciones acerca de los apelli­dos Colón y Fonterosa: la mención de una escritura de aforamiento hecho á principios del siglo XVI por el mo­nasterio de Poyo, en las inmediaciones de Pontevedra, á favor de Juan de Colón y su mujer Constanza de Colón. De esta circunstancia, únicamente se hizo cargo el perió­dico de Madrid El Imparcial en la nota bibliográfica que en el mismo año dedicó al mencionado libro, observación muy atinada y oportuna, pues coincidió con el hecho de que, en un cartulario de cincuenta y ocho folios en per­gamino sobre actos notariales de aquel siglo y del ante­rior, que adquirí en 1879, leí otro aforamiento por el Con­cejo del mismo pueblo, en 1496, de un terreno al que se designa como uno de sus límites la heredad de Cristobo Colón, nombre indudablemente de algún propietario an­terior que, según costumbre muy general aun existente, conservaba á la sazón dicha finca; el mismo cartulario me diÓ posteriormente la sorpresa de otro aforamiento en que consta el nombre de María Fonterosa á principios del si­glo XVI. La aparición de tales apellidos en Pontevedra me inspiró el raciocinio lógico de que, pues se habían revelado en tres 4ocumentos, podrían repetirse en otros de fechas más ó menos anteriores, habiéndome propues­to, por lo tanto, indagar nuevos datos en cuantos papeles pontevedreses del siglo XV mis gestiones pudieran alcan- canzar, Y, en efecto, secundado por personas de buena voluntad, á quienes había manifestado mis temerarias sospechas, he tenido la suerte de conocer y examinar los muy interesantes documentos de que doy cuenta en el correspondiente lugar de este libro, acompañando foto­grabados de los principales.

No ha sido poca fortuna que llegaran á nuestros tiem­pos noticias escritas acerca de individuos tan modestos y me persuadí de que resultaba comprobada la existen­cia en Pontevedra de los apellidos Colón y Fonterosa en la generación anterior á la del descubridor del Nuevo Mundo; el segundo ha perdurado en la provincia de Pon­tevedra, y especialmente en la ciudad de Túy y su co­marca. Hechos tan extraordinarios me impulsaron al estudio constante de los principales y autorizados libros que tratan de la vida de Cristóbal Colón y del descubri­miento de América, y adquirí al fin la ‘profunda convic­ción de que existía un verdadero problema acerca del lugar en que nació el insigne navegante, pues cuatro son las poblaciones que han dedicado sendos mármoles á su hijo Cristóforo Colombo; dos, las que alardean de haber poseído el registro de su nacimiento y bautismo, y otras ocho ó diez las que exhiben diversos títulos para consi­derarse patria indudable del gran hombre.

Y  mucho más se arraigó en mi entendimiento tal cri­terio al leer el luminoso libro Nebulosa de Colón, del ilustre académico de la Historia, Sr. Fernández Duro, de cuya página 153 copio las siguientes líneas, referentes al hecho de que el Ayuntamiento de Valladolid puso lápida conmemorativa del fallecimiento de Colón en una casa de la misma ciudad. Dicen así: «Si fueran á examinarse las pruebas que sirvieron á la ciudad de Genova par4_poner primero, en el año de 1858, lápida con inscripción en la casa de la calle Molcento, que se suponía habitación de Doménico Colombo, padre de Cristóbal; después para adquirir por igual concepto, en 1887, otra casa en el Ca- rrogio Drito; si se pidieran á la ciudad de Calvi las que sirven de base á la inscripción puesta en 1886 sobre la presumida cuna del Almirante de Indias, en el Carrugio del Filo, y sucesivamente se revisaran las de Plasencia y otros pueblos de Italia que disputan esa cuna, no apare- recerían más convincentes que las alegadas por el Muni­cipio de Valladolid, para escribir Aquí murió Colón.» Porque el Sr. Fernández Duro demuestra cabalmente en su citado libro que no hay la menor base para afirmar que Colón falleció en la casa mencionada.

La disparidad de leyendas y de elementos que se llaman históricos, nada más que por sucederse de unos en oíros escritores, desde hace tres siglos poco más ó menos, proviene, sin duda, de la falta de verdad en todos aquellos cuentos, pues no hay una sola de dichas leyen­das que no tenga defectos esenciales y que ofrezca la uniformidad de partes necesaria para persuadir en tal gra­do que no quede escrúpulo ó recelo alguno importante en el ánimo de los que estudien la materia. El tiroteo de do­cumentos, en parte desaparecidos, entre los partidarios de las diversas localidades italianas que alardean de ser cuna de Colón, documentos que ofrecen contradicciones é incongruencias de bulto, me convenció, de que, en efecto, no era posible puntualizar aquella gloriosa cuna, y á la vez llamó mi atención la singularidad de que, por escri­tores eminentes, sensatos y eruditos, embajadores, juris­consultos, historiadores, catedráticos, eclesiásticos de di­ferentes categorías, y hasta por sus hijos y herederos, no ya se pusiera en duda, sino que se desdeñase la asevera­ción del glorioso nauta, estampada en solemne escritura, de haber nacido en la ciudad de Génova, pues parece que una declaración semejante debía ser acatada y creída por propios y extraños sin vacilación de ninguna clase.

Pero al mismo tiempo, otra circunstancia especialísi- ma contribuyó poderosamente á interesarme en la tarea de descifrar lo que presentaba aspecto de enigma; la profunda reserva de Colón sobre sus padres y parientes, que se revela especialmente en su testamento de 1498

 

(formalizado en 1502 y corroborado en el codicilo de Mayo de 1506); el propósito firme de ocultar los antece­dentes de su vida y el silencio absoluto que observó con sus dos familias, la legítima y la de su amante Beatriz Enríquez, así como con sus amigos, allegados y conocidos, en todo lo relativo á dichos antecedentes, reserva imitada cuidadosamente por sus dos hermanos D. Bartolomé y D. Diego. Por más disculpas y atenuacio­nes que he imaginado para explicarme un hecho tan ex­cepcional; por más que he escudriñado la conducta y los actos conocidos del primer Almirante de las Indias, mi entendimiento, escaso sin duda, sólo ha encontrado la solución de que ese misterio envolvía un secreto guar­dado tenazmente. ¿Acaso en los papeles de Pontevedra estaba la clave para despejar tal secreto? ¿Acaso era Pontevedra *d cabo del mando» donde habría de en­contrarse «el linaje verdadero de los llamados de Co­lón», según una cláusula del testamento mencionado?

Del resultado de mis investigaciones y de la opinión que formé acerca del origen y de la patria de Colón di cuenta á varios distinguidos amigos, personas inteligen­tes y acreditadas en sus varias profesiones científicas y literarias, quienes desde luego se enteraron de todo con sincero interés; pero debo hacer mención especial del Excmo. Sr. D. Ricardo Beltrán y Rózpide, en la actua­lidad Académico de la Historia y Secretario general de la Real Sociedad de Geografía, brillante geógrafo é his­toriador de España, elocuente escritor y jurisconsulto, quien, penetrado de la importancia y trascendencia de los documentos hallados en Pontevedra, no como creyente, sino como favorecedor de mis investigaciones, inició en sesión de la Junta directiva de aquella Sociedad el pensa­miento de una conferencia en la misma. Fui, pues, hon­rado con la siguiente invitación:

«Sociedad Geográfica de Madrid, 20 de Octubre de 1898.—Sr. D. Celso García de la Riega.—Muy señor mío y de mi distinguida consideración: Por nuestro archi­vero Sr. Beltrán y Rózpide sabemos que se halla usted preparando un interesante estudio de investigación crítica acerca de la cuna de Cristóbal Colón. Mucho habríamos de agradecerle que nos dedicase las primicias de su tra­bajo, dando á conocer los documentos que han motivado ese estudio y las consecuencias que de ellos pueden de­ducirse, en una de las sesiones públicas de esta Socie­dad.—Confiando en que ha de honrarnos aceptando nuestra invitación, se reitera de usted su muy atento se­guro servidor q. b. s. m.,—El Vicepresidente, Federico de Botella.»

Al Sr. Beltrán y Rózpide debo, por consiguiente, el honor de que una Sociedad tan insigne y docta escuchara, en la noche del 20 de Diciembre de 1898, la conferencia en que comuniqué á un auditorio culto y respetable el resumen de mis investigaciones, argumentos y reflexio­nes acerca de la patria y origen de Cristóbal Colón. Y esta conferencia fué la piedra fundamental de mis traba­jos de propaganda, porque sin ella, aunque hubiera es­crito mil artículos, nadie ó muy pocas personas harían caso alguno de mis esfuerzos. Por lo general, la Prensa acogió con benevolencia mi teoría, si bien con la discre­ción y con las reservas naturales, tratándose de un asunto tan extraordinario. Pero á la sazón España sufría la in­mensa pesadumbre de las consecuencias producidas por la infausta guerra con los Estados Unidos, nación ingrata al leal comportamiento de la nuestra, sobre la cual echó los sangrientos actos de una superioridad material indis­cutible, aprovechándose, tal vez hipócritamente, de la explosión del crucero Maine, arrebatándonos todo nues­tro dominio colonial y no dejando una sola roca en que allende los mares se alzase la gloriosa bandera tremolada por Colón al descubrir aquel extenso continente.

Entonces no existía en España ambiente adecuado para que se estudiase y pudiese prosperar una nueva teoría acerca de Cristóbal Colón; y la verdad es que la mayoría de las gentes, sin enterarse de ella é ignorando los pormenores singulares de la vida y hechos del primer Almirante de las Indias, tomaron á broma y calificaron de fantástica y aun de extravagante la opinión de que la cuna de aquél estaba enJEspaña. El sabio profesor señor Altamira, en su notable obra La Enseñanza de la Histo­ria, dice lo siguiente: «Al estudiar la Historia,, en vez de la asidua investigación de los hechos, se cae frecuente­mente en la idolatría del libro: en creer como artículo de fe que lo dicho por un historiador, más ó menos ilustre, necesariamente ha de ser cierto. Claro es que por este procedimiento el error se petrifica y llega á transformarse en dogma.» Y copio de un elocuente académico: «¡Es tan cómodo para los espíritus perezosos saber Historia sin necesidad de estudiarla!» «Los resultados obtenidos en sus investigaciones acerca de la Historia hispano-ameri- cana por varios sabios, sólo se aceptarán en España, como verdades comprobadas, cuando los utilice en sus obras algún escritor francés, y mucho mejor si fuera alemán.»

Tengo la pretensión de creer que sucede una cosa parecida con respecto á la patria genovesa de Colón; el error se ha petrificado y se ha transformado en dogma á causa de que se ha incurrido en la idolatría del libro. Sobre la obscuridad que existe en la vida de Colón ante­rior á su presentación en Castilla y sobre varios de sus actos posteriores, obscuridad que en ningún libro he visto aclarada, no se ha hecho otra cosa, á mi juicio, que sal­var las dificultades y soslayar los problemas por medio de conjeturas adornadas de raciocinios aparatosos y de citas de autores más ó menos ilustres, como dice el señor Altamira. La obscuridad subsiste; la verdadera historia de Colón está por hacer.

En efecto: aun tratándose de personas muy cultas, se ve que, aferradas á las narraciones consignadas en las obras de multitud de autores, algunos eminentes, y por desconocer, repito, la mayor parte de los detalles de la historia de Colón, influidas por el ambiente establecido y por los dogmas propagados por aquellos libros, se han resistido á admitir el hecho estupendo de haber sido des­cubridor de América un español. Y sucede que los falsos dogmas son los que más tenazmente tardan en desapa­recer, Por ejemplo: algunos escritores, entre ellos el íncli­to D. Eduardo de Saavedra, han demostrado hace más de veinticinco años que no hubo batalla del Guadalete, sino del Guadalbeca (Barbate) y de la laguna de Janda; que la principal y última acción en que D. Rodrigo perdió trono y vida se verificó en las cercanías de Tamames (Sa­lamanca); que el conde D. Julián 110 pertenecía á la fami­lia Real, ni dependía en Ceuta del rey godo, sino del califa de Damasco, y ni siquiera era español, sino bizantino. Sin embargo, los hombres cultos y los establecimientos de enseñanza, por lo general, y con muy pocas excepcio­nes, continúan aferrados, repito, á la traición del conde D. Julián y á la batalla del Guadalete; si una eminencia como el Sr. Saavedra no ha logrado ver desvanecido el falso dogma antiguo sobre el fin del Imperio visigodo, nada tiene de particular que la nueva teoría coloniana sustentada por un escritor desconocido fuese mirada con indiferencia. „

Á ello han contribuido no poco las noticias defectuo­sas de la Prensa, pues dedicada en gran parte á la infor­mación diaria de asuntos de actualidad, ha publicado, con pocas excepciones, extractos ligeros y deficientes, he­chos por periodistas cuya obligación es concretar rápida­mente las cosas, resultando que, sin propósito alguno de perjudicar, se han tergiversado y confundido las noticias referentes á los fundamentos de la nueva teoría, agre­gando otras incongruentes, fantásticas y nocivas, y claro es que los lectores no debían acoger favorablemente una opinión que presentaba bases inadmisibles; sin embargo, tal fuerza tiene la verdad, que son muchas las personas inteligentes que aceptaron mi criterio. Tampoco han fal­tado las censuras, envueltas en ei agudo chiste y en el inconsiderado sarcasmo, máscaras con que ordinaria­mente se encubren la ignorancia y la ineptitud; en cambio, haré constar que no pocos escritores han tratado seria­mente el asunto, ya para apoyarme, ya para inducirme, con sensatas é importantes objeciones, á estudiar con de­tenimiento diversos puntos de la vida y hechos de Colón.

Ha transcurrido el tiempo sin que yo hubiese sufrido la menor vacilación, pero también contrariado, ya por los achaques de mi senectud, que me han inutilizado durante largas temporadas, ya por la imposibilidad de publicar en forma conveniente los documentos hallados, los racio­cinios que éstos me habían inspirado al estudiar la his­toria corriente de Colón y las singularidades que ofrecen tos papeles utilizados por los partidarios y defensores de las diferentes localidades aspirantes á la gloria de ser la verdadera cuna de aquel insigne marino. No por eso he abandonado mi tarea; en ella no he cesado, alentado por la adhesión y los consejos de distinguidas personalida­des, ya escribiendo breves artículos publicados en los periódicos de España y de América, ya redactando cuar­tillas y tomando apuntes para el libro proyectado, en que habría de explanar mi teoría y narrar la nueva historia de Colón.

Poco á poco mi opinión fué abriéndose camino, y recientemente vino á darle eficaz impulso un extenso y minucioso estudio de todos mis argumentos, racioci­nios y noticias, hecho y redactado, á excitación de mi ilustre amigo eí Excmo. Sr. D. Augusto González Besada, por el distinguido escritor D. Fernando de Antón del Olmet, marqués de Dosfuentes (á quienes me complazco en manifestar aquí mi sincera gratitud), é inserto en la afamada revista de Madrid La España Moderna corres­pondiente al mes de Junio de 1910. Escrito con método, con claridad y con ceñida dialéctica; adornado con nue­vos datos y consideraciones, rebosante de sinceridad y patriotismo, dicho artículo causó honda impresión y al­canzó el convencimiento de varias personas eminentes en ciencias y en letras de España y del extranjero, que no tardaron en manifestarlo, ya privadamente, ya en ocasiones solemnes.

A consecuencia de todo ello, la Sociedad Económica y la del Recreo de Artesanos, ambas de Pontevedra, acordaron felicitarme y ofrecerme su entusiasta apoyo, acuerdos por mí muy agradecidos y que tuvieron á bien comunicarme personalmente sus Juntas directivas en pleno, á la vez que en la ciudad de Buenos Aires un elo­cuente y notable escritor, Dr. D. José M. Riguera Mon­tero, residente entonces en Montevideo, de cuya Uni­versidad había sido profesor, iniciaba, con espléndido donativo de 1.000 pesos oro, una suscripción para un monumento en su verdadera patria al inmortal nave­gante, idea prematura que no se desarrolló en virtud de las gestiones al efecto practicadas. Al mismo tiempo, una Comisión del Excmo. Ayuntamiento de Pontevedra, pre­sidida por el señor Alcalde, tuvo á bien felicitarme efu­sivamente, haciéndome muy halagadores y honrosos ofrecimientos y colmando así mi satisfacción, no por lo que pudiera importarme personalmente, sino por la re­presentación del pueblo que ostentaba dicha Comisión.

Y  á la vez, amigos queridos y entusiastas, entre ellos el que lo es desde la infancia, D. Ramón Peinador, me hicieron cariñosas ofertas para la impresión de este libro, á las cuales correspondo con el más cariñoso reconoci­miento; en efecto, con la mayor satisfacción debo hacer pública la generosidad y el patriotismo con que dicho amigo costea la presente edición.

Ahora bien; en vista de que mi avanzada edad no me da esperanzas de un largo porvenir, y en consideración á que las mencionadas perturbaciones de mi salud, fre­cuentes desde hace varios años, destruyen la necesaria tranquilidad del ánimo, desisto de continuar la redacción de la difícil obra que había planeado, destinada á referir la vida de Colón, vida extraordinaria que, á través de los documentos encontrados, adquiere nuevo aspecto. Pero atendiendo á multiplicadas y apremiantes excitaciones, reemplazo aquella obra con el presente volumen; éste será tan sólo una colección concreta de materiales y de pensamientos que alguna pluma inteligente* dotada de las facultades y de los conocimientos de que yo carezco, sabrá utilizar y ampliar, porque es indispensable que esa pluma, inspirada por la verdad, venga á fijar en la cien­cia histórica el grandioso hecho de que la gloria de Colón pertenece pura é íntegra á España, y proclame que los resortes poderosos que abrieron magnífica vía á la Humanidad y á la Ciencia con el descubrimiento de un nuevo mundo, fueron el genio, la energía y la perse­verancia de un español, juntamente con la magnanimidad y el generoso espíritu de un Gobierno también español, siendo además justo y conveniente recordar que sin el auxilio material, eficaz y valeroso de otro español, digno de eterna fama, Martín Alonso Pinzón, probablemente el descubridor de América no hubiera cruzado el Atlántico.

Así, pues, en lo sucesivo Cristóbal Colón brillará á la cabeza de los más célebres marinos españoles, rodeado de sus ilustres compatriotas pontevedreses, porque á Pontevedra y su comarca pertenecen también Payo Gó­mez Chirino, Álbar Páez y Alonso Jofre Tenorio, almi­rantes de Castilla en la Edad Media; Cristóbal García Sarmiento, piloto de la carabela Pinta en el primer viaje de Colón; Juan da Nova, que al servicio de Portugal des­cubrió las islas de la Ascensión y de Santa Elena en el camino de la India oriental, y cuyo nombre se perpetúa en unas islas situadas al Occidente de Madagascar; Pedro Sarmiento, el primer navegante del siglo XVI, según los sabios críticos ingleses; los Nodal, los Matos, y, en fin, en nuestros tiempos, el inolvidable Méndez Núñez.

Al llegar á este punto protesto de que me guíe el egoísmo regional; por el contrario, la única idea que alentó constantemente mis investigaciones acerca de Co­lón ha sido la de enaltecer la patria española, por cuya razón tengo el honor de dedicar el presente libro á los pueblos que hablan nuestra hermosa lengua, idioma in­mortal que no perecerá y que pronunciará siempre con cariñoso entusiasmo el nombre de Colón tal como ya existía durante el siglo XV en un cabo del mundo (frase del ínclito marino) al descubrirse las Indias occidentales.

Termino expresando mi profundo y sincero recono­cimiento á cuantos escritores y periódicos extranjeros y españoles han secundado y favorecido la propaganda de la nueva teoría sobre la patria de Colón, y muy espe­cialmente al ilustre y sabio cubano Dr. D. Constantino Horta, por la extensa, activa y valiosa defensa que ha hecho de dicha teoría en sus notabilísimos folletos, sino también al joven y muy elocuente abogado D. Enrique María de Arribas, que sostuvo con superior inteligencia el mismo criterio en discusión pública realizada en el Ateneo de Madrid. Y por último, no menor tributo de reconocimiento rindo á la insigne escritora D.a Eva Ca­ñe!, que en Buenos Aires, Rosario y Lima ha dado bri­llantes conferencias, con el mayor éxito, á favor de mi propuesta de rectificación histórica.

 

 

El secreto de Colón.

Destinado este libro á presentar una nueva teoría con respecto á la patria de Colón, es conveniente, en primer término, examinar concretamente el carácter y las condi­ciones que ofrecen los antecedentes que existen acerca del origen del descubridor de América, puesto que no ha terminado todavía la discusión relativa á esta materia, á pesar de que el primer Almirante de las Indias declaró en solemne documento haber nacido en la ciudad de Ge­nova. ¿Á qué se debe, pues, la controversia? ¿Por qué no ha alcanzado cumplida fe el que mejor podía resolver todas las dudas y se anticipó á éstas con aquella decla­ración? El muy acreditado colombófilo Harrisse dice que no basta llamarse genovés para desvanecer esas du­das, y á seguida se lanza al mar de las conjeturas: como buen pensador, no podía hacer otra cosa.

No es razonable atribuir únicamente semejante es­tado de incertidumbre al afán, muy disculpable, de los diversos pueblos que disputan la apetecida gloria de ser cuna del gran hombre. Á ella aspiran Albizola, Bogliasco, Calvi, Cossesia, Cúccaro, Cugureo ó Cogoleto, Chiavari, Finale, Génova, Módena, Nervi, Oneglia, Plasencia, Pra- dello, Quinto, Saona y Terrarossa. Muy poco valdrían las pretensiones de estos pueblos, y apenas nacidas hu­bieran desaparecido, si la vida de Colón anterior á su presentación en España no estuviera envuelta en el mis­terio, si todos los datos calificados de históricos que se utilizan ofrecieran el carácter de congruencia y de uni­dad que exige la demostración de la verdad, por deduc­ción ó por inducción, cuando se carece de pruebas posi­tivas á favor de una proposición determinada.

Colón, en la escritura de fundación del mayorazgo, declara haber nacido en Génova; y no se vacilaría en es­tablecer como definitiva esta afirmación si se pudiera abrigar un concepto adecuado acerca de su personalidad, esto es, si se supiera cabalmente que fué ajeno á todos los defectos y á todas las debilidades del hombre, si se demostrara que jamás faltó, ni quiso faltar, ni era posi­ble que faltase á la verdad. Alarmados injustificadamente notabilísimos escritores y críticos, exclaman: «¡Cómo! ¡Agraviar con semejante imputación la memoria del in­signe navegante! ¡Llamarle falsario y embustero!» .

Sin embargo, con excepción de ciertos escritores de escasa importancia, la opinión general y sensata nunca ha pretendido atribuir á Colón tan odiosos defectos. Lo primero se dice del que comete delito de falsedad en menoscabo de la honra ó de la hacienda ajenas; lo se­gundo, del que miente con frecuencia por cálculo, por hábito ó por carácter. Y es preciso confesar que los hombres más escrupulosos usan ó disculpan la mentira cuando io exige un fin moral, útil ó conveniente y cuando á la vez no perjudica á nadie. Flaca es una causa si para defenderla se acude al sentimentalismo, que no tiene ca­bida y constituye un estorbo en el terreno de la Ciencia, porque ésta sigue su camino impávida, indiferente á las ruinas y á las heridas que sus adelantos ocasionen en las costumbres, en los sentimientos, en las creencias, en los dogmas. Si se descubre que alguna persona ha faltado á la verdad, consciente ó inconscientemente, debe decirse y establecerse sin miramiento de ninguna clase, sobre todo si el descubrimiento redunda en favor de esa misma verdad.

Y  en último resultado, ¿qué tendría de bochornoso ni de vituperable que Colón hubiese empleado una mentira que pudo juzgar lícita, puesto que no perjudicaba la fama ni los intereses ajenos y, por el contrario, favorecía los propios en la medida que imperiosamente le exigían las preocupaciones de la época? Quizás á esa mentira debió la ejecución de su plan. Si su origen era humilde, humildísimo, ó su familia tenía alguna condición que fuese obstáculo, ó por lo menos entorpecimiento para la realización de su grandioso proyecto, ó que le rebajase ante la altiva Nobleza española, ¿por qué habremos de censurar que ocultase tales condiciones y usase para ello inexactitud tan excusable, señalando cuna distinta y aun opuesta á la verdadera, á fin de hacer infructuosas las indagaciones de la curiosidad? Y, por ventura, el hecho de aceptar y de sostener esta interpretación ¿es razén para atribuir á los que la defienden el mal pensamiento de conceptuar falsario y embustero al insigne nauta?

Por cierto que este no es el único caso en que un Al­mirante de Castilla se proclama natural de Génova. Está bien averiguado, y así lo establecen todos los historia­dores, que Ramón Bonifaz, nombrado Almirante mayor por el rey Fernando III el Santo, era un noble natural de Burgos. Sin embargo, y sin duda para adornarse con un título de superioridad como marino, Bonifaz se atribuye la calidad de genovés en una de sus poesías de lengua galaica, que en sus tiempos aun prevalecía, según consta en el Cancionero de la Vaticana, códice escrito á fines del siglo XIII. Lo que por jactancia hizo dicho Almirante, bien pudo hacerlo, y con mayor motivo, Cristóbal Colón; este debió conocer tal precedente.

Además del expresado fundamento, suficiente por sí solo para disculpar la conducta de Colón, y que debemos considerar muy poderoso y razonable si nos trasladamos con el pensamiento al último tercio del siglo XV, el Al­mirante hubo de obedecer á otros tres no menos eficaces para decidirse á señalar por cuna la famosa ciudad de Génova: primero, el pensamiento de que todos los ele­mentos de la fundación del vínculo guardasen la debida proporción con la magnitud del suceso que le había ele­vado á la cumbre de la sociedad; segundo, la absoluta precisión de ser consecuente en sostener la calidad de genovés de que echó mano en España cuando advirtió la utilidad que le reportaría, y tercero, la seguridad de que, no teniendo ningún pariente en aquella ciudad ni en su territorio, nadie habría de conocer sus antecedentes ni desmentirle. Así ha sucedido; su previsora sagacidad obtuvo buen éxito durante cuatro siglos. Yf sin embargo, su sistema flaqueaba por falta de comprobantes acerca de su patria ficticia, pues en sus múltiples cartas sobre toda clase de asuntos, no hace la más leve mención de la ciu­dad que eligió por cuna, ni de ninguna de las personas que en ella hubiese conocido y tratado, ni de ninguno de sus maestros, ni de ninguno de sus parientes; el nombre de Génova fu’é para él tan sólo un recurso ostentoso en la fundación del mayorazgo. Colón tenía un secreto y lo guardó escrupulosamente, secundado, en primer lugar, por su hermano Bartolomé, que también se presentó en Inglaterra como genovés, porque en aquella época los marinos de Génova y Venecia, así como los cartógrafos italianos, gozaban fama extraordinaria y eran acogidos con gran favor y solicitud en todas partes. *

 

El verdadero linaje de Colón.

El éxito que Colón obtuvo por el descubrimiento de las tierras que encontró en el imaginado camino occiden­tal de !a India, así como la adquisición de altos títulos y de provechos positivos, justificaba la adopción de las precauciones legales con que á la sazón se procuraba perpetuar ía familia noble; á más de esto, su persona habría de ser tronco de una estirpe esclarecida. La fun­dación de un vínculo como raíz y pie de esa estirpe y como memoria de sus servicios, tales son sus palabras, fue en la mente del Almirante idea lógica y necesaria; y tan justamente elevado era el concepto que había for­mado de sí mismo, de su trascendental hazaña y del propósito de fundar un grandioso mayorazgo, que aparte del estilo grandilocuente, artificioso, que se esforzó en dar al documento, encomienda nada menos que al Santo Padre, á los Reyes, al príncipe D. Juan y á sus sucesores, no á la eficacia y al amparo de las leyes, vigilancia especial sobre el cumplimiento de las cláusulas del vínculo (1). Otros motivos también le habrán impulsado á ello; pero lo cierto es que hubo de pensar que en tan importante escrito, que á la vez utilizó para testamento, no era pro­porcionado á los altos fines que le guiaban el hecho de que constase como raíz y pie de su ilustre descendencia un pueblecillo cualquiera; ya que se había presentado en Castilla como genovés, escogió por patria una de las más célebres ciudades marítimas de aquellos tiempos; Génova. El señor de Antón del Olmet juzga acertada­mente al decir que semejante elección se explica por la necesidad de asignarse una patria y un origen por quien no puede declarar los verdaderos, al fundar una Casa, en el sentido heráldico de la frase.

Don Fernando Colón, primer biógrafo de su padre, dice en su Historia del Almirante «que suelen ser más estimados los hombres sabios que proceden de las gran­des ciudades», y añade poco después que algunos que de cierta manera quisieron obscurecer la fama de su padre, afirman que nació en lugares insignificantes de la ribera genovesa; otros, que se propusieron exaltarle más, que en Saona, Génova ó Píasencia. De modo que el cri­terio reinante en aquella época era que el nacimiento en pueblo de menor ó mayor importancia constituía razón suficiente para obscurecer ó enaltecer la fama de una persona. De! Sr. Olmet son también las siguientes líneas: «Vese, pues, que lo único positivo, aparte el dicho de los historiadores genoveses, que se conoce respecto de la nacionalidad genovesa de Colón es la afirmación hecha por él de ser natural de Génova. Consignóla en la escri­tura del Mayorazgo de su Casa. Es, pues, en un docu­mento heráldico en donde tal afirmación aparece. La ín­dole del documento, tratándose-de un fundador de linaje, previene en contra á todo historiador sereno. Sabido es que en materia genealógica la fantasía se ha desbordado siempre y la mentira ha ido siempre unida á la verdad.»

(1) La circunstancia de aparecer el anacronismo de haber fallecido el príncipe D. Juan antes de que Colón formalizase la escritura de vínculo y testamento, no prueba que este documento sea apócrifo, como algún escritor pretende; tan sóio demuestra que el Almirante le tenía escrito desde fecha anterior á la de dicho fallecimiento, y que al encomendar al escribano Martín Rodríguez la formalización, se olvidó de suprimirla especial mención que del citado Príncipe hacía una de las cláusulas. Por lo demás, tanto las disposiciones del mayorazgo como, las testa­mentarias, no ofrecen base para creer que se trata de un documento apócrifo, publicado y aceptado por Navarrete, tomo II; W, Irving, la Racolta colombiana y otros libros.

Y añade poco después: «Necesario era que el Almirante, en el momento de fundar su Mayorazgo, se viese en la obligación de engrandecerse, dándose una patria, en pri­mer término, y en segundo, una patria digna de la gran­deza de la Casa que fundaba,»    –

En el documento de que se trata, Colón escribió, con respecto á Génova, estas palabras singulares: *De ella salí y en ella nací», frase que acusa cierta vacilación y parece indicar un propósito de rectificar, como si Colón, obedeciendo á la verdad, hubiese^ escrito espontánea­mente que de Génova salió á la vida del navegante, y recordando que se titulaba genovés, añadiese inmediata­mente que nació en aquella ciudad. Se dirá que esto es una cavilación, hilar muy delgado, pasarse uno de listo; pero lo cierto es también que dicha frase tiene más aspecto de fórmula que de franca y sincera expresión de la verdad, sobre todo cuando se ve que el testamento en cuestión rebosa en nebulosidades. Veamos una incontes­table prueba de ello.

Colón designa como herederos sucesivos del vínculo: – en primer término, á sus hijos D. Diego y D. Femando, y en defecto de éstos, á D. Bartolomé y D, Diego, her­manos del Almirante. En 1498, primera fecha de la fun­dación del Mayorazgo, aquéllos eran muy jóvenes, y en cuanto á los segundos, D. Bartolomé ya tenía avanzada edad, y D. Diego quería pertenecer á la Iglesia, según Colón declara en el propio documento; de manera que temió que la línea directa se extinguiese muy pronto, y en previsión de tal peligro, ordenó que la sucesión reca­yese en el pariente más cercano que hubiese en cual­quiera parte del mundo, siempre que se llamase «de Co­lón». Trabajo les daba al Papa, á los Reyes, al príncipe D. Juan y á los tribunales, no designando para la suce­sión una línea siquiera de parientes paternos ó maternos, como lo exigían el sentido común, la conveniencia de que el Mayorazgo perdurase y la índole del documento: tal era la ocasión precisa, lógica y obligada, de mencio­nar patria, padres y parientes. Pero es conveniente re­machar el anterior juicio con la misteriosa cláusula á la vista, en la cual Colón desvirtúa su declaración de haber nacido en Génova. Dice así:

«El cual Mayorazgo en ninguna manera lo herede – mujer ninguna, salvo si aquí ni en otro cabo del mando no se hallase .hombre de mi linaje verdadero que se ho- biese llamado y llamase él y sus antecesores de Colón.» En la cláusula que precede á ésta ya había dicho el Al­mirante que sucediese «hombre legítimo que se llame y se haya siempre llamado de su padre é antecesores llama­dos de los de Colón». La exclusión de los llamados Co- tombo es definitiva é incontestable.

Nadie, que yo sepa, ha estudiado detenidamente este punto, sin duda por falta de motivo; pero á la luz de los documentos hallados en Pontevedra, la cláusula de que se trata adquiere notoria.importancia. Por de pronto, y con respecto á la cuestión de nebulosidad que examinaba, aparecen la extraordinaria frase de aquí ó en otro cabo del mundo y la insistencia en estampar el apellido «de Colón». En lugar de dicha frase obscura é inoportuna, si era verdadero italiano y genovés, procedía escribir «en Italia ó en Génova»; en vez de Colón, Colombo, si éste era su apellido, y con tal motivo, señalar para la suce­sión la rama paterna ó materna de parientes más cerca­nos. Pues no lo hizo así, claro es que su patria genovesa era un disfraz, y que su propósito fué ocultar un secreto envolviéndolo en el misterio. Si los hijos y hermanos del Almirante morían sin dejar sucesión masculina, es evi­dente que no habría hombres de su linaje con el apellido Colón, á no ser que existieran en otro cabo del mundo, y que, por una eventualidad cualquiera, apareciese en de­manda del Mayorazgo algún individuo de los llamados de Colón, de Pontevedra ó de otra parte; era, pues, un caso de conciencia. ¿Previó esa eventualidad el fundador del Mayorazgo? Podemos contestar concreta y afirmati- mente á tal pregunta en vista de la gran insistencia, re­pito, con que emplea el concepto los llamados de Colón, así como la preposición de, qué precisamente figura an­tes del mismo apellido en los documentos pontevedre- ses, no siendo menos notable el adjetivo de verdadero unido á la palabra linaje. Porque ¿quién menciona su li­naje verdadero si no es para distinguirlo de otro ficticio ó supuesto, como lo era el de los Colombo italianos por haber usado temporalmente este apellido y por titularse genovés el descubridor de América? ¿Y acaso éste podía llamar cabo del mundo á Génova ó á cualquier otro pue­blo de su territorio? ¿No parece más bien alusiva esa frase á la costa gallega con su promontorio Finisterre, como si el Almirante no pudiese reprimir su inclinación á la tierra natal? Corroborando estas cláusulas testa­mentarias, el historiador D. Fernando afirma que su pa­dre renovó el apellido Colón, añadiendo que en latín es colonus (no columbas)f idea de renovación y etimología procedentes, sin duda, del propio Almirante.

Pero aun se ofrece otro comentario muy oportuno. Al imponer que no herede mujer ninguna, salvo el hecho de no hallarse hombre de su linaje al fallecimiento de sus hijos y hermanos, nada más sencillo si tampoco hubiese hembras, y si era cierto que Colón tenía una hermana llamada Blanchineta, casada y con un hijo de nombre Pantaleone, según rezan los documentos italianos, que en caso tan extremo, y á falta de sucesores de aquéllos (previsión inexcusable), incluyese á su hermana y á su sobrino en la nómina de herederos posibles. No hay ra­zones que se opongan á esta lógica consideración. De ello se deduce que esa Blanchineta era hija de un Domé- nico Colombo, del todo extraño al verdadero linaje de Colón.

El Almirante dictó su testamento y la fundación del mayorazgo el año 1498 en Sevilla, elevándolo á escritura ante el escribano Martín Rodríguez, de la misma ciudad, confirmándolo en el codiciío de 19 de Mayo de 1506; y merece examen el adverbio aguí que en la cláusula ana­lizada antepone á la frase «ni en otro cabo del mundo». Por fortuna, tenemos noticia documentada, hallada por D. Rafael Ramírez de Arellano, de cierto Bartolomé Co­lón gallego (1), palabra que dicho ilustrado señor inter­preta como segundo apellido González ó Sánchez, y que, sin embargo, está bien clara en el calco publicado en el Boletín de la Academia de la Historia, Diciembre de 1900, página 469, con relación al testamento hecho en Córdoba á 24 de Octubre de 1489 por un hijo de dicho Bartolomé Colón. Probable es que el Almirante conociese perfecta­mente á esta familia y que por tal razón hubiese em­pleado el citado adverbio aquí refiriéndose mentalmente á ella, puesto que, según queda dicho, al extinguirse la línea masculina con sus hijos y con sus hermanos, fíjense los lectores en esta circunstancia, no había otros me­dios que los indicados de que existiere hombre con el apellido Colón y con antecesores llamados de Co­lón. Y, al efecto, bueno es advertir que el Almirante no se refiere á un porvenir lejano; sino que previó y temió esa próxima extinción, pues pudiendo ésta acaecer durante la vida de los Reyes Católicos y del principe D. Juan, á ellos encomienda la vigilancia sobre el cumplimiento de las disposiciones del vínculo.

(1) Este Bartolomé Colón era probablemente el que figura en uno de los documentos hallados en Pontevedra como Procurador de la Cofra­día de San Juan Bautista, año 1428. Sabido es que en aquellos tiempos no había regla fija para el primer apellido, y que para el segundo no se usaban entonces los patronímicos González, Sánchez, Fernández, etc., siendo muy frecuentes los motes ó sobrenombres, con los cuales se singularizaba popularmente á varias personas. Por eso al mencionado

Ahora bien; la escritura de testamento y de fundación del mayorazgo contiene dos afirmaciones esenciales. 1.a La de haber nacido Colón en Génova. Y 2.a, la de que su verdadero linaje era «el de los llamados de Colón con antecesores llamados de Colón». Pero estas afirmaciones son incompatibles, de manera que los genovistas que se escandalizan por suponer, cuando se juzga inexac­ta la primera afirmación, que se cae en el pecado de acu­sar de embustero al insigne marino, incurren forzosamen­te con respecto á la segunda en el mismo pecado, pues se ven obligados á declarar que lo del linaje verdadero y lo de antecesores son invenciones. Y en esto no hay térmi­no medio ni escapatoria: es preciso elegir una de las dos afirmaciones. ¿Cuál? Á mi juicio, la elección no es difí­cil, porque la de haber nacido en Génova no ha podido comprobarse ni mucho menos. En ningún pueblo de Ita­lia existió ese Hnaje de Colón con antecesores llamados de Colón. Pudiera interpretarse que el gran marino se refiere al apellido Colombo modificado en Colón; pero si aceptamos esta explicación para la primera parte de la afirmación, no podemos hacerlo para la segunda, porque claro es que entonces aquél hubiera escrito: «con antece­sores llamados Colombo». Ese linaje y esos antecesores aparecen únicamente en Pontevedra, y, á mayor abunda­miento, consta en el mismo pueblo y en la misma época el apellido materno Fonterosa, que no se ha revelado en Italia, donde se ha acudido á la inocente tergiversación de convertir en Fontanarossa el de Fontanarubea que contienen algunos documentos relativos á una familia Colombo, según veremos. Por consiguiente, el gran libro cié la Historia está en el caso de rechazar la primera afir­mación y,debe aceptar definitivamente la segunda, que resulta sincera y justificada, siendo un hecho incontestable que el primer Almirante de las Indias en este acto repudió toda relación de parentesco con las familias que se apelli­daban Colombo, proclamando, en cambio, ese parentesco con los llamados de Colón; sabía indudablemente que es­tos últimos, muy pocos por cierto, de humilde condición, desconocidos y viviendo en un cabo del mundo, no podían imaginar que el inmortal navegante, calificado de geno­vés, tenía la misma sangre y la misma patria que ellos.

Bartolomé Colón se le apellidaba gallego en Córdoba á causa de su pro­cedencia. Este hecho, y el de emplear deliberadamente el Almirante el adverbio aquí, ofrecen por casual carambola, según suele decirse, un indicio de importancia acerca del verdadero linaje de Colón. Y digo de­liberadamente, porque es de juzgar que el cauteloso fundador del ma­yorazgo pesó el valor y el alcance de las palabras para redactar las cláu­sulas más interesantes del vínculo.

Ochenta años después de la institución del mayorazgo se extinguió la línea masculina del Almirante, y entonces pretendieron la sucesión, con aventurera temeridad, dos italianos de apellido Colombo, el uno de Cúccaro, y el otro de Cugureo. Es de juzgar que no se lanzaron á semejante empresa sin cerciorarse previamente de que no tenían com­petidores en los Colombo de Génova y de su comarca. Y no es que éstos hubiesen desaparecido también, pues á mediados del siglo XVII, un presbítero, natural de dicha ciudad y residente en ella, llamado Antonio Colombo, pu­blicó una fantástica genealogía de su familia con inclusión en ella de los barones de Cúccaro y de los hermanos Cristóbal, Bartolomé y Diego Colón; actualmente aun hay personas de aquel apellido que se engalanan con análo­gas genealogías; pero los antecesores de estos caballeros ¿dónde estaban cuando el apogeo de Colón y cuando se extinguió la línea masculina del descubridor del Nuevo Mundo? ¿Cómo no reclamaron con los necesarios justifi­cantes la pingüe herencia y los nobles títulos de la Casa fundada por él? Es indudable que no existía tal paren­tesco; de ninguna manera pudieron demostrarlo, mayor ni menor, ante los tribunales, los mencionados Colombo de Cúccaro y de Cugureo.

En otra cláusula nebulosa de la escritura del vínculo y testamento de 1498 Colón ordena que su hijo D. Diego, joven de veintidós años á la sazón, ponga en Génova persona de su linaje con casa y estado; esto fué sin duda para el Almirante un mero adorno del mayorazgo, puesto que en primer lugar nada le impedía que él mismo, con cabal conocimiento de sus parientes, designara esa per­sona, uno de sus hermanos, por ejemplo, y además por­que nunca volvió á hablar de ello, ni siquiera en el expre­sivo memorial que dejó á su heredero cuando hizo el cuarto viaje, ni ¿iun en el codicilo que firmó el día ante­rior aUde su fallecimiento. Ninguno de sus sucesores puso en práctica semejante disposición; pero la casualidad la realizó, no en Genova, sino en Pontevedra, pues á fines del siglo XVIÍ vivía en ella una señora llamada D.a Cata­lina Colón de Portugal, dueña de casas, de rentas y de la capilla del Buen Suceso en el monasterio de San Fran­cisco; así consta en el voluminoso expediente de demanda contra dicha señora por deudas al mencionado convento, tramitada por el síndico de la comunidad franciscana D, Nicolás de la Riega.

En resumen: Colón huyó de mencionar pariente algu­no, paterno ó materno, no solo en la escritura del mayo­razgo, sino también en sus numerosas cartas y en los de­más documentos, hecho verdaderamente significativo que, unido á los demás en cuyo examen habré de ocuparme en el presente libro, corrobora la categórica afirmación de su hijo é historiador D. Fernando, de que el Almirante quiso que fuesen desconocidos é inciertos su origen y su patria. Y lo cierto es también, sin que pueda demostrarse lo contrario, que á partir de la fecha en que instituyó el vínculo, Colón para nada volvió á acordarse de Italia, ni de Génova, ni aun siquiera de las menciones que de esta ciudad había hecho como artificiosos adornos de dicha institución.

 

 

Las dos familias de Colón y su hilo el historiador.

Para apreciar debidamente la declaración de haber nacido en Genova, hecha por Colón, es de alta y eficaz importancia el criterio expuesto por sus dos familias: la legítima y la de su amante Beatriz Enríquez, aclarado felizmente por el notable folleto del Sr. Rodríguez de Uhagón, marqués de Laureiicín, académico de la Historia, acerca de la patria del Almirante, según los documentos de las Órdenes militares.

El erudito académico emprendió con el mayor celo sus investigaciones; su perseverancia obtuvo el apetecido éxito y publicó el interesante fruto de sus trabajos. Á mi juicio, no demuestra que Colón nació en Saona, pero des­vanece toda inclinación favorable á Génova. Tres son los datos principales que contienen los documentos existentes en los archivos de las Ordenes militares, á saber: 1.°, en la genealogía que figura á la cabeza de una información/ que los pretendientes al noble Hábito presentaban invoce y juraban, se hace constar á D. Cristóbal Colón como nacido en Saona; 2.°, Pedro de Arana, de Córdoba, hermano de Beatriz Enríquez, declara que ignoraba cuál era la patria de Colón, y 3.°, en ninguna de las diligencias se aduce la aseveración del Almirante, hecha en la escri­tura del mayorazgo, de haber nacido en Génova. La in­formación se hizo con motivo de la concesión deí Hábito de Santiago á D. Diego, nieto de aquél.

Los datos primero y tercero demuestran que la fami­lia legítima del Almirante creía que éste no había nacido en Génova, y además contradecía la afirmación conte­nida en dicha escritura por considerarla inexacta; pues de lo contrario, nada le hubiera sido tan fácil y natural como señalar en dicha genealogía á Génova por patria de Colón, confirmándolo con la escritura del vínculo y con los testigos correspondientes. Ni cabe alegar que ta­les informaciones se verificaban por mera fórmula, pues debiendo prestarse un juramento por familia de tan ele­vada posición en la sociedad y ante respetable Tribunal, las mismas circuntancias del hecho reclamarían que, fór­mula por fórmula, dicha familia escogiera la que tenía á su favor la aseveración del fundador del mayorazgo. El juramento exigía la expresión de la verdad ó de lo que se creía verdad, y por eso la familia legitima de Colón exhibió la declaración relativa á Saona, acompañada de un testimonio de calidad, cual era el de Diegd Méndez, á quien no es posible recusar justificadamente. Méndez no fué tan sólo un servidor fiel del Almirante, sino también un amigo íntimo, invariable y afectuoso. Entre los diver­sos servicios que le prestó en el épico cuarto viaje, des­cuella el de haber pasado 30 leguas de un piélago pro­celoso, embarcado en débil canoa, desde la Jamaica á la Española, bajo un cielo abrasador, en demanda de soco­rro. Acompañóle un protegido de Colón: el genovés Fies- co; en las últimas cartas á su heredero, el ya anciano y doliente descubridor, menciona varias veces al buen Die­go Méndez, ya para pedir que le escriba muy largo, ya para afirmar que «tanto valdrá su diligencia y verdad, como las mentiras de los rebeldes Porras». Este calificado testigo declara en la información que el Almirante «era de la Saona»; y si bien es cierto, como observa un eru­dito crítico, que el testimonio de Méndez carece de la condición esencial de exponer que lo aducía con refe­rencia al propio Colón, más cierto é indudable es todavía que jamás había oído á los dos hermanos, D. Cristóbal y D. Bartolomé, ni al genovés Fiesco, ni al segundo almi­rante D. Diego, afirmar que el gran hombre había nacido en Génova, porque en este caso Méndez no hubiera abrigado una opinión tan resuelta acerca de Saona, ni la hubiera expresado tan categóricamente; es lo más pro­bable que hubiese oído á los dos primeros hablar fre ­cuentemente y con afecto de Saona, ya por haber residi­do en ella, ya por ser el lugar donde probablemente fa­llecieron sus padres: tal es, sin duda, la razón por la cual Méndez hacía de Saona la patria del Almirante. Preciso es también apreciar la circunstancia de que el genovés Fiesco, capitán de una carabela en el cuarto viaje y gran amigo de Méndez, pues le acompañó, repito, en la citada peligrosa travesía de la Jamaica á la Española, y fué tes­tigo del codicilo del Almirante y de su fallecimiento en Valladolíd, jamás hubo de manifestarle que Colón había nacido en Génova; es imposible admitir que un genovés al servicio de España y á las órdenes del Almirante, su protector, ignorase que éste era paisano suyo, caso de serlo.

El segundo dato del folleto mencionado no es menos elocuente. De Pedro de Arana, hermano de Beatriz Enrí- quez, dice el P. Las Casas que lo conoció muy bien y que era hombre muy honrado y cuerdo. Sirvió al Almi­rante con energía y lealtad, especialmente con motivo de la sedición de Roldán en la Isla Española. Don Diego Colón, segundo Almirante, ordenó en su testamento el pago á Pedro de Arana de cien castellanos que en las Indias había prestado á su padre D. Cristóbal; deuda que patentiza la intimidad qué había existido entre el descubridor y Arana.

Este testigo, no menos calificado, declara en la expre­sada información que «oyó decir que Colón era genovés, pero que él no sabe de dónde es natural». No cabe duda de que las palabras «oyó decir que era genovés» se refieren á la voz pública, á la opinión general, así como las sarcásticas de «pero no sabe de-dónde es natural», revelan la reserva de Colón y expresan un convenci­miento existente en la familia, pues si Beatriz Enríquez supiera cuáles eran el pueblo y el país de su amante, lo sabrían también su hermano Pedro de Arana y su hijo D. Fernando Colón, el historiador: no es posible desco­nocer la evidencia de este raciocinio.

El hecho de que sus amigos y ambas familias, la legítima y la de D.a Beatriz, coincidan en no estimar, mejor dicho, en desdeñar la afirmación de Colón de haber nacido en Génova, hecha en solemnísimo docu­mento, reviste decisiva importancia. ¿De qué otras cau­sas puede derivarse, sino de la seguridad que aquéllos abrigaban, contraria á dicha afirmación, y de la reserva sin duda observada tenazmente por el Almirante sobre este y otros interesantes detalles de su vida? ¿Puede concebirse que un hombre como él no hubiera hablado con frecuencia de su patria y de sus parientes, ya en las conversaciones, ya en sus escritos, á no alimentar el decidido propósito de ocultar patria y origen? Y ¿cómo ha de merecer fe cumplida en los tiempos actuales y ante la crítica moderna el que no la alcanzó de su propia familia, el que ocasionó, en efecto, por su proceder en esta materia, todas las dudas?

El propio Colón consignó un vehemente indicio, que acaso es dato incontestable, de que la imperiosa necesi­dad de ocultar sus antecedentes fué obstáculo poderoso para que se hubiese casado con Beatriz Enríquez; tal es la única manera de interpretar la misteriosa y grave cláusula de su codicilo de 1506, en que manda á su heredero D. Diego «que haya encomendada á Beatriz Enríquez, madre de D. Fernando, mi hijo, que la provea que pueda vivir honestamente, como persona á quien soy en tanto cargo. Y esto se haga por mi descargo de la conciencia, porque esto pesa mucho para mi ánima. La razón dello non es lícito de la escrebir aguí». En el mismo caso hubo de verse Bartolomé Colón, pues cuando falleció tenia una hija natural llamada María, á quien dotó abundantemente. Es verdaderamente notable que en el codicilo que hizo en 30 de Julio de 1511 Bartolomé Colón ordena que á su hija, educanda en el monasterio de San Leandro, de Sevilla, se le diesen, si quería profe­sar en el mismo, cien mil maravedís además de otros cien mil que le mandaba por su testamento; pero si qui­siere casarse, se ampliasen sobre los dichos cien mil á quinientos mil para su dote. De manera que el Ade­lantado de Indias, no sólo daba importancia al casa­miento, sino también lo prefería á la profesión de su hija en un convento. Ambos hermanos renunciaron á casarse, sin duda por la razón expresada, esto es, por la necesi­dad imperiosa de ocultar origen y patria.

Por’todo lo expuesto, no es de extrañar que D. Fer­nando Colón, biógrafo de su padre, participara de la misma ignorancia, pues en el capítulo primero de su libro, reconocido por Irving como piedra fundamental de !a historia del Nuevo Mundo, dice textualmente: «De modo que cuanto fué su persona á propósito y adornada de todo aquello que convenía para tan gran hecho, tanto menos conocido y cierto quiso que fuese su origen y patria, y así, algunos que de cierta manera quieren obscurecer su fama, dicen que fué de Nervi, otros de Cugureo, otros de Bugiasco; otros que quieren exaltarle más, dicen que era de Saona y otros genovés, y algunos también, saltando más sobre el viento, le hacen natural de Plasencia» (1).

En primer término, se ve en este párrafo que D. Fer­nando se excluye del número de aquellos otros que tenían á su padre por nacido en Génova, y es verdaderamente imposible que, designado segundo heredero, descono­ciera la escritura de fundación del mayorazgo, corrobo­rada por el codicilo. ¿Acaso sabía de labios del propio Almirante que su afirmación en dicha escritura constituía un simple adorno de la fundación del vínculo? ¿Es que D. Fernando era devotísimo amigo de la verdad histórica? Cualquiera de estas dos razones, ya que no ambas á la vez, ¿fué causa de que no apreciase la afirmación de su padre? Es de advertir además que al empezar el capí­tulo primero de su libro manifiesta que una de las prin­cipales cosas que pertenecen á la historia de todo hom­bre sabio es que se sepa su patria y origen; sin embargo, no pudo cumplir este precepto, y el propio D. Fernando, contestando á Giustiniani, califica repetidamente de «caso oculto» á tan interesante detalle.

(1) En Nebulosa de Colón, cap. HI, pág. 87, Fernández Duro dice «que D. Fernando Colón desvaneció las pretensiones de Saona, Nervi, Cugureo, Bugiasco y Plasencia»; pero omite que á la vez y en el mismo lugar D. Fernando desvanece también las de Génova, según demuestra el párrafo copiado en el texto. En cuantos libros he leído referentes al descubridor del Nuevo Mundo, ni un solo autor deja de ocultar aquellos hechos y circunstancias que pudieran entorpecer el prejuicio adoptado por cada cual, prueba evidente de la obscuridad que rodea la persona de Colón, no siendo de extrañar que se le haya supuesto natural de irlanda, por Mr. Molloy, y hasta pirata griego, por Mr. Goodrich.

 

Se ha acudido á ciertos expedientes para descartar las frases de D. Fernando, sin desautorizar su libro. Unos dicen que quiso echar tupido velo sobre el humilde ori­gen de su padre; otros que el tercer Almirante D. Luis, duque de Veragua é hijo de una sobrina del Duque de Alba, antes de entregar el manuscrito de dicho libro al impresor de Venecia, Alfonso Ulloa, introdujo una alte­ración en el texto á que me refiero, á fin de que pudiera figurar dignamente unido el linaje de los Toledo con el de Colón.                                    ‘

Desde luego se advierte verdadera inconsistencia en ambas interpretaciones» porque si D. Fernando se hubiera propuesto ocultar el humilde origen de su padre, habría empleado conceptos adecuados ó se hubiera limitado á repetir la afirmación incluida en la escritura del mayo­razgo. Y si D. Luis Colón hubiera atendido á la conside­ración relativa á los linajes para realizar una adultera­ción en el texto, la habría hecho en términos conducentes á sugerir el convencimiento de que el Almirante procedía de noble estirpe, no dejando la cuestión en una forma que acusa ese mismo humilde origen objeto de la su­puesta modificación.

En efecto, D. Fernando, en muy pocas líneas, revela el origen de su padre, al cual debió oir frases indicadoras de que procedía de la masa general deí pueblo: «pues tengo por mejor que tengamos toda la gloria de la per­sona del Almirante, que andar inquiriendo si su padre fué mercader ó cazador de volatería». Esta manera de motejar con evidente despecho á los nobles, demuestra que D. Fernando tenía conciencia de que el Almirante pertenecía á la clase plebeya. De igual modo respiraba Colón al decir en una de sus cartas: «Pónganme el nom­bre que quisieren, que al fin David, rey muy sabio, guardó ovejas y después fué hecho Rey de Jerusalén, y yo soy siervo de aquel mismo Señor que puso á David en este estado.» Padre é hijo, sin advertirlo, dejaron que se transparentase el humilde origen que el primero no podía ni quería declarar, y el segundo, en las líneas arriba copiadas, afirma sencillamente que desconocía la clase social á que había pertenecido su abuelo paterno y renunciaba á inquirirla.

Pero ios dos hechos que en este punto importan á.la cuestión principal son: primero, D. Fernando afirma ro­tundamente que su padre quiso ocultar origen y patria; y segundo, no juzgó exacta la afirmación de haber nacido en Génova hecha por el Almirante. Repito que D. Fer­nando debía conocer y conocía la escritura de testamento y de fundación del Mayorazgo, corroborada por el codi- cilo de 1506, ya por su condición de segundo heredero, ya por la precisión de atenerse á ambos – documentos como consejero de la familia y como activo represen­tante de su hermano el segundo Almirante en las cues­tiones y reclamaciones suscitadas por la resistencia del Rey Católico á cumplir las estipulaciones de Santa Fe sobre los cargos, títulos y privilegios concedidos al des­cubridor de América.

■ También es conveniente advertir que D. Fernando, antes de concluir en 1537 la Historia del Almirante, hizo prolijas indagaciones para conocer el origen y la patria de su padre. Así lo insinúa en dicha obra, y, por otra parte, gracias á su costumbre de anotar en los libros que compraba la fecha, el precio y el lugar en que los adqui­ría, sabemos que viajó frecuentemente por Italia, y consta que en 1515, en 1521, á fines de 1530 y principios del año siguiente, estuvo en Génova, Plasencia y Saona, en cuyos pueblos y sus inmediatos nada hubo de encontrar, ni urr’solo pariente siquiera, que aclarase el misterio. No es menos oportuna la advertencia de que en las líneas que D, Fernando dedica al propósito de Colón de ocul­tar su origen y patria, añade: «y así, algunos que de cierta manera quieren obscurecer su fama, dicen que fue de Nervi, otros de Cugureo… y otros genovés», etc., hay que observar la circunstancia de que los autores españo­les tradujeron defectuosamento en casi, en vez del adver­bio así, el cosí italiano de la edición veneciana de Ulloa, con lo cual la afirmación se desnaturaliza de tal manera, que nada tiene de extraño que no se le haya concedido la debida importancia, ni. que, por tal razón, se haya advertido que D. Fernando, según queda dicho, se ex­cluye claramente del número de esos otros que hacían genovés á Colón. La circunstancia, que se aprovecha con gran aparato, de que D. Fernando aparezca en algún lugar llamándose «hijo de D, Cristóbal Colón, ginovés», tiene poco valor, pues se aduce ávidamente á falta de pruebas y de datos persuasivos; vese que, desde luego, hubo de acomodarse á la voz general, puesto que allí donde estaba obligado y tenía ocasión oportuna para puntualizar la cuna de su padre, no lo hizo, según hemos visto; prueba evidente de que la desconocía en absoluto. Obedeciendo á esa voz general, Bernáldez llama á Colón hombre ríe Génova, y después dice que era de la provin­cia de Milán.

Resulta, pues, que con los datos que existen en los expedientes de las Órdenes militares y con las manifesta­ciones de D. Fernando Colón en la Historia del Almirante, se demuestra abundantemente que la afirmación herál­dica de haber nacido Colón en Génova, no merece fe y no debe aducirse como testimonio con respecto á la pa­tria del glorioso marino. Según veremos, otras pruebas capitales vienen no sólo á corroborar el mismo resulta­do, sino también á destruir el criterio corriente acerca de la nacionalidad italiana de Colón.

Pero antes de pasar adelante, considero conveniente dedicar breves líneas al libro de D. Fernando Colón, ya que me apoyo con toda confianza y seguridad en algunas noticias que contiene la Historia del Almirante. Mi propó­sito es facilitar, á cuantos lectores del presente libro vean estampada en otros la especie de que la obra de D. Fer­nando es falsa ó supuesta, los medios de conocer la ver­dad, puesto que, á pesar de las demostraciones existen­tes, no faltan quienes, en Italia, principalmente, repiten ó acogen aquella inculpación con la mayor ligereza, unos á ciegas, y otros á sabiendas de que hay pruebas de lo contrario.

Entre los escritores que propagaron dicha inculpación descuella el acreditado colombófilo norteamericano Ha- rrisse, que llama aventurero al impresor Ulloa, de Vene- cia, acusándole de haber forjado la obra en cuestión, fundándose en que no fué citada por ninguno de los pri­meros historiadores de Indias. Nada más caprichoso é injusto que calificar de aventurero á un literato que du­rante treinta y un años, desde 1546 á 1577, se ocupó en reimprimir libros castellanos y en hacer traducciones del portugués y del español al italianoi Además, el P. Las Ca­sas en su Historia general de las Indias copió á la letra capítulos enteros del libro manuscrito de D. Fernando y así lo declara en varios pasajes el apóstol de las Indias; hay que tener en cuenta que la traducción de dicho libro por Ulloa, impresa en 1571, es posterior en veintiún años á ía obra del P. Las Casas.

La autenticidad de la Historia del Almirante, cuyo manuscrito figuró en la Biblioteca Colombina de Sevi­lla, ha sido cumplidamente demostrada, entre otras auto­ridades, por el académico de la Historia, Sr. Fabié, en el Congreso de Americanistas celebrado en Madrid el año 1881 (Actas, tomo I) y en la Vida y escritos de Fray Bartolomé de las Casas, incluida en la «Colección de do­cumentos inéditos para la Historia de España», tomo LXX, páginas 360-372; por D. Martín Ferreiro, ante el Congre­so Geográfico de Viena, año 1881, en una memoria tra­ducida y autorizada por César Cantú, y publicada en el Boletín de la Sociedad Geográfica de Madrid, tomo XI; por el Sr. Fernández Duro en su Nebulosa de Colón, pág. 136, y en su informe sobre Colón y Pinzón, presentado á la Academia de la Historia, en cuyo tomo X de sus Memo­rias consta; y, anteriormente, habían hecho merecidos elogios del libro de D. Fernando, los eruditos González Barcia, Muñoz, los Navarrete, y, por último, el compa­triota de Harrisse, W. Irving, quien juzga que dicho libro es la piedra fundamental de la Historia Americana. De sabios es mudar de consejo y así lo hizo Harrisse; al fin, en 1887, en su obra titulada Excerpta Colombiniana, des­pués de llamar á D. Fernando Colón, cosmógrafo, jurista, bibliófilo, amante de las artes y de la poesía, dice «que fué autor de una Historia de su padre, cuyo texto en cas- llano se perdió»; de esta manera el sabio escritor norte­americano se retractó de su anterior criterio.

Insisto, pues, en que los lectores se prevengan contra la especie de que la Historia del Almirante no fué escrita por D. Fernando Colón. Que esta obra, como todas las hu­manas, tenga defectos no es razón bastante para declarar­la apócrifa; quien tanto pretenda, habrá de presentar al lado de su afirmación la correspondiente incontestable prueba: no lo hace así, por cierto, el historiador alemán Sophus Ruge, que apadrina este y otros errores con la mayor ingenuidad, refiriéndose al descubridor de Améri­ca, criterio que no le ha impedido adquirir noticias en la propia Historia ciel Almirante.

Y  aprovecho esta oportunidad para repetir una obser­vación del traductor de dicho historiador. Éste menciona á cada paso la sed de oro de los españoles ai descubrir América. ¡Tiene gracia! ¡No parece sino qué los naturales de otras naciones, incluso los alemanes, no se han movi­do ni se mueven por un feroz deseo de lucro en el descu­brimiento, conquista ó colonización de países salvajes y no salvajes! Los españoles siempre fueron menos codi­ciosos y más humanos que ellos.

 

Indicios lingüísticos. El cosmógrafo Tosconeiii.

Una de ías singularidades más notables que ofrece la personalidad de Colón es la de que ninguno de los do­cumentos escritos de su mano que han llegado á nues­tros tiempos aparece redactado en lengua italiana; me­moriales, instrucciones, numerosas cartas y papeles ínti­mos están escritos en castellano, y las notas marginales en sus libros de estudio (Biblioteca Colombina de Sevilla), en latín. Para explicar de alguna manera seme­jante singularidad, se dice que la educación de Colón en su infancia fué muy superficial, y además que abandonó á su patria en la niñez; explicación sobradamente delez­nable, porque, aparte de las altas cualidades de inteli­gencia y de aplicación que se le han reconocido, debió emplear forzosamente la lengua italiana para los estudios elementales que verificó, si era genovés, antes de los catorce años en que empezó á navegar, y si es cierto que navegó veintitrés años, «sin estar fuera de la mar tiempo que se haya de contar» en barcos genoveses, ya en el comercio, ya al servicio de los príncipes de Anjou; si es cierto que sostuvo’ continuas relaciones de amistad y trato frecuente con mercaderes y personajes italianos, no es posible admitir que hubiese olvidado la lengua italiana hasta el punto de no poder escribir en este idioma la carta que se dice dirigió al Oficio de San Jorge de Génova.

Análoga deducción, y con mayor motivo, podemos hacer si admitimos, como quiere un documento italiano, que Colón aun era tejedor en el año 1472. ¿Quién, que se halle expatriado, aunque lleve residiendo largo tiempo en el extranjero, al dirigirse por escrito á las autoridades de su pueblo, no lo hace en el idioma patrio? ¿Quién llega á olvidar hasta ese grado el lenguaje que aprendió en el regazo materno? ¿Es posible que Colón no hubiera sen­tido por la lengua italiana, si esta hubiera sido la suya, el instintivo afecto que todos los hombres, de todos los paí­ses y de todas las épocas, dedicamos al idioma nativo? No fue olvido, ciertamente, la causa de este hecho. ¿Lo habrá sido el desdén, la indiferencia? ¿Es que, en efecto, ese idioma no era el suyo?

En el preámbulo de su Diario de navegación, al ex­poner á los Reyes Católicos el objeto de su empresa, el inmortal descubridor dice que en el Catay domina un príncipe llamado el Gran Kan «que en nuestro romance» significa rey de los reyes. Á propósito de este hecho, el Sr. Olmet dice acertadamente en La España Moderna:

* Creemos que toda discusión sobra desde el momento en que Cristóbal Colón ha declarado por escrito cuál era su idioma, concordando esta declaración con todos los ante­cedentes que acreditan que no era italiano. Todo parece indicar que se trata de un caso más, entre los conocidos como fenómenos psicofisiológicos, en virtud del cual, por ser tan grande la necesidad del que pudiéramos lla­mar oxígeno de la verdad para el organismo moral del hombre, aun los mismos criminales se delatan, arrancán­dose voluntariamente la máscara del rostro,»

En efecto, es sin duda sumamente violento creer que, á los ocho años de residir en país extranjero, haya quien llame lengua suya á la de ese país, sobre todo, cuando no existe precisión de estampar semejante expresiva frase, cuya inexactitud saltaría á la vista de Colón en el momento de escribirla, á no ser que se olvidase de que era genovés ó de que se hacía pasar por genovés. ¿Suce­dió por ventura que Colón, sin darse cuenta de ello, alzó en las tres palabras «en nuestro romance» un extremo del velo con que se propuso ocultar patria y origen? No hay autor dramático, ni novelista, ni criminal, ni farsante, ni hombre cauteloso ó reservado, que no deje algún cabo suelto, que no descuide algún detalle, por donde ñaquee la fábula ó se sospeche y se descubra lo que se quiso ocultar. ¿Obedeció Colón á esta imperfección hu­mana al llamar suya á la lengua española? Sin duda alguna, y á este propósito es de notar la soltura con que ta escribía.

De manera que son tres las ocasiones en que Colón declaró ingenuamente, inadvertidamente, su naturaleza española:

1 .a Al llamar nuestro romance á la lengua castellana.

  1. a           Al proclamar que su linaje verdadero era el de los llamados de Colón con antecesores llamados de Colón, según queda demostrado en el capítulo II; y
  2. a           Al consignar en su Libro de las Profecías, refirién­dose á su descubrimiento y á los recursos que se obten­drían en el Nuevo Mundo para reconquistar la Tierra Santa, que «el abad Joaquín Catabres profetizó que de España saldría quien había de reedificar la casa del Monte Sión», porque es de notar que Colón había ofre­cido personalmente al Papa dichos recursos y un gran ejército para aquella reconquista.

Entre los detalles lingüísticos de los escritos de Co­lón, detalles que parecen minucias triviales, pero que no son desdeñados por quienes analizan las causas y el en­lace de los hechos, anotaré los siguientes, pues me pare­cen muy expresivos. En una de sus cartas describe la isla Española, y dice que allí «los rayos solares tienen espeto». Al comentar esta frase un erudito académico é historia­dor de Colón, supone que se hizo mal la transcripción, al poner espeto en vez de impelo; pero no parece muy ade­cuado el calificativo de impetuosos para los rayos de dicho astro, y en tal interpretación se advierte el olvido de que espeto es nombre antiguo de un asador, muy vul­gar, principalmente en la costa de Galicia, que consiste en una pequeña varilla de hierro, aguzada en un extremo y con ojo ó abertura en el otro para colgarlo; en este es­peto se ensartan los peces pequeños para asarlos con brevedad y limpieza. En el mismo país, cuando en algún día el sol quema más de lo ordinario, como suele suceder en Marzo ó en Octubre, se dice «hoxe o sol ten espetos», que es la misma frase usada por Colón, aprendida por éste, sin duda, en la niñez. Bajo el sol del trópico, así he tenido ocasión de observarlo en Cuba, los rayos solares causan en la piel humana el efecto de quemar punzando, como pudiera hacerlo la incandescencia de los espetos.

En el texto que’trae el P. Las Casas (historiador acre­ditado de escrupuloso y exacto, sobre todo en la copia de documentos) de la carta mensajera que Colón escri­bió á D.a juana Torres, nodriza del príncipe D. Juan, el año 1500, viniendo preso de las Indias, en virtud del atro­pello cometido por Bobadilla, aparece la palabra fan, ge- nuinamente gallega, que es tercera persona del plural del presente indicativo del verbo facer, hacer: fan face en ello, según el texto del P. Las Casas, esto es, hacen cara, frase que el mismo académico aludido califica de obscura ó ininteligible.

Algunos comentaristas, después de cavilar mucho, han concluido por afirmar que la palabra Fano, nombre dado por Colón al cabo más oriental de la isla Jamaica ó de Santiago, es error de transcripción ó errata de im­prenta, en lugar de Farol. Ignoraban que Fano es voz galaica (Diccionarios gallego, de Cuveiro, y portugués, de Fonseca) usada en ia Edad Media, y hoy anticuada, con significado de templo de idolatría. Probablemente Colón se enteró de que en la comarca de dicho cabo ó en sus cercanías los indígenas tenían una choza con sus ídolos á manera de templo, y aplicó el expresado nombre ga­laico de Fano.

Dió también á otro cabo el nombre de Boto, que es un adjetivo genuinamente galaico antiguo, equivalente al castellano mocho. Y navegando por la costa de Paria puso á unas islas la denominación de Guardias, y á otras tres á ellas cercanas la de Testigos. En Galicia, á las piedras ó marcos que señalan los lindes de campos, heredades, prados, trozos de bosque, etc., donde por cualquier mo­tivo no se pusieron muros ó setos, también se les da el nombre de guardas, por el oficio que hacen, y suele po­nérseles inmediatas dos ó tres piedras más pequeñas, á las cuales se les llama testigos; he aquí de donde Colón sacó, sin duda, el nombre que dió á las mencionadas islas.

En una de sus cartas, al describir la isla de Cuba, Colón le da inadvertidamente el nombre de Suana. Sólo un gallego pudo escribir ese vocablo en vez del de Juana, pues para la representación ortográfica de! sonido de la j en galaico, cuyo alfabeto carece de ella, no servía la cas­tellana. En la mayor parte de los documentos gallegos de la época, la j hace el oficio de i ó de j francesa. Colón utilizó la s como representación aproximada de dicho sonido; en italiano aquel nombre es Giovanna, y, por consiguiente, el empleo de la s sólo puede atribuirse á una distracción, en virtud de la cual exhibió instintiva­mente la pronunciación gallega. Por ejemplo: Fonte-rosa, en castellano Fuente-roja; ahora se expresa defectuosa­mente el mencionado sonido con lax.

Otras palabras galaicas, como fiso, por hizo; boy, por buey, y dito, por dicho, alguna vez usó Colón, habién­dose traspapelado la nota en que ias había apuntado. De­claro que eran muy pocas, porque es difícil distinguir las muchas que en sus escritos pertenecen á las lenguas por­tuguesa ó gallega de aquellos tiempos, y á la vez á la castellana antigua, y por esta razón es imposible atri­buirlas exclusivamente á las primeras, como debuxar, presona, non, abastar, poderá, fago, facer, contía, oya (oiga), posar, forno, amostrar, faz (hace), Calis (Cá­diz), etc. Pero de todos modos, el uso de tales palabras revela en Colón un conocimiento muy extenso del len­guaje español, que jamás se adquiere en breve tiempo por un extranjero.

En 1474, según refiere D. Fernando el historiador, Colón consultó desde Lisboa al sabio cosmógrafo floren­tino Pablo Toscanelli el proyecto de ir á las Indias por el camino marítimo de Occidente. Pues bien, Toscanelli, en una de sus cartas, le considera portugués, hecho no­table que merece particular examen, que ningún historia­dor advirtió, con excepción del sabio alemán Sophus Ruge, y que adquiere un valor extraordinario al enlazarlo con la circunstancia, no menos notable, de que los cro­nistas genoveses de la época del descubrimiento de Amé­rica Gallo y Giustiniani afirman que Bartolomé Colón na­ció en Lusitania.

Para el establecimiento de relaciones entre Colón y Toscanelii medió un italiano residente en Lisboa llamado Lorenzo Giraldo, pues así lo cuenta D. Fernando en la Historia del Almirante. Si Giraldo, al hacer la consiguiente recomendación al sabio florentino, omitió la circunstancia de haber nacido Colón en Italia, á pesar de lo natural y oportuno de esta noticia, debemos deducir, no ya que desconocía la nacionalidad de su recomendado, sino que, por el contrario, comunicó á Toscanelii que era la portu­guesa, con la cual en aquellos tiempos se confundia la de los naturales de Galicia correspondientes á las zonas del bajo Miño y del alto Limia, que los monarcas portugue­ses trataron de adquirir siempre que se les presentaba ocasión y que consideraban, por haber pertenecido al Convento jurídico Bracarense, como territorios indebida­mente unidos á León y Castilla.

Pero admitiendo que Giraldo no hubiese hecho la presentación de Colón como italiano, como genovés, ¿puede aceptarse que el propio interesado hubiese incu­rrido en igual omisión y que, en los momentos en que solicitaba con afán la aprobación del célebre cosmógrafo para su grandioso plan de surcar el tenebroso océano occidental no procurase, en primer término, captarse su simpatía bajo el título de compatriota? Pues así no lo hizo, resulta una de dos cosas: ó que Colón no podía exhibir á Toscanelii una nacionalidad que no era la suya, ó que le manifestó la portuguesa, de que el sabio floren­tino se hace eco en la carta mencionada.

La argumentación anterior sería inútil si prevaleciese la opinión de que la correspondencia de Colón con Tos- canellí es apócrifa; opinión sustentada, aparte de ciertas débiles reservas, por el escritor norteamericano Mr. Ví- gnaud en su libro La caria y el mapa de Toscanelli sobre la ruta de las Indias por el Oeste. Pero los fundamentos en que se apoya carecen de solidez, empezando por el de afirmar arbitrariamente que Colón, cuando se embar­có en Palos, no poseía ninguna teoría científica, pues Mr. Vignaud no advierte que el simple enunciado de un plan para ir á la India por la vía marítima del Oeste ya constituye una teoría científica; y con respecto á los co­nocimientos de Colón, bastará consignar que Mr. Vi­gnaud prescinde en absoluto, no ya de los que el insigne marino ha patentizado al advertir, por ejemplo, la decli­nación y variación de la aguja náutica, así como de los que demostró en sus actos y escritos posteriores al des­cubrimiento de América, sino de los que evidenció en las memorables conferencias de Salamanca, que Mr. Vignaud desconoce, en las cuales Colón discutió con teólogos, matemáticos y cosmógrafos, habiendo obtenido las sim­patías y el apoyo de la mayoría de ellos, favorecido por el P. Fr. Diego de Deza. Pero no se trata de las fantásti- ticas sesiones de que habla con el mayor desahogo, lo mismo que de otros puntos interesantes de la historia del descubrimiento, Mr. Rosselly de Lorgues, sistemático calumniador de los españoles, quien confundiendo y amal­gamando la Junta de Córdoba, opuesta á los proyectos de Colón y presidida por el prior del Prado, Fr. Her­nando de Talavera, con las conferencias de Salamanca, promovidas posteriormente por el P. Deza y favorables á dichos proyectos, (confusión en que también incurrie­ron Humboldt, írving, Prescott, Sophus Ruge y otros es­critores de cuenta), dió rienda suelta á su piadosa imagi­nación y á su despótica pluma, refiriéndose á unas actas que no existen ni existieron, á unos colegios salmantinos que no había á la sazón, pues fueron creados en el si­glo XVI; al embuste del casamiento de Colón con Beatriz Enríquez y á otras novelas por el estilo. Para tan intere­sante cuestión, el lector puede consultar el notable libro Colón en España, de Rodríguez Pinilla.

Mister Vignaud juzga que la falsificación de la corres­pondencia de Toscanelii tuvo por objeto contrarrestar ó disipar el descrédito que producía para Colón la creencia de que había adquirido noticias exactas sobre la existen­cia de tierras al otro lado del Atlántico, por conducto del piloto Sánchez de Huelva. Pero el escritor norteamericano no advierte la incongruencia en que incurre, porque la manera de combatir tal creencia, fuese ó no infundada, crearía análogo peligro, pues la correspondencia y el mapa de Toscanelii rebajarían considerablemente en aquella época la fama del gran marino, recabando para el cosmógrafo florentino la prioridad del proyecto de na­vegar sin peligro por el Oeste para ir á las tierras del Oriente. Y este es, precisamente, uno de los motivos para considerar verdadera dicha correspondencia, dada la re­serva que guardó Colón acerca de las cartas y del mapa de Toscanelli; esa correspondencia, de la cual hubo algún indicio en Florencia, no fué conocida hasta muchos anos después de! fallecimiento de Colón, esto es, cuando, de aceptarse el juicio de Mr. Vignaud, ya había pasado para el Almirante y para su hermano Bartolomé la oportuni­dad ó conveniencia de utilizarla. Y lo cierto es, que el texto latino de !a copia de la carta de Toscanelli al canóni­go portugués Martins, aparece escrita por mano del Des­cubridor, pues así lo afirma Harrisse, que fué quien halló tal documento en las guardas de un libro de la Biblioteca Colombina de Sevilla, que había pertenecido á Colón, ó por la de Bartolomé. La letra de la carta en cuestión es­crita en las mencionadas guardas posteriores del libro del cardenal Piccolomini, es igual exactamente á la de las notas puestas por el propio Colón en otro libro del cardenal Alyaco; ambos volúmenes pertenecieron al Al­mirante. Mister Vignaud no se fijó en dicha exactitud y en todo este asunto ha procedido con muy ligera crítica, de­seoso de justificar un prejuicio.

Según supone Mr. Vignaud, en vista de la circunstan­cia de ser muy parecidas las letras de ambos hermanos, se deduce que sólo de ellos, ó de uno de ellos, pudiera provenir la falsificación supuesta, resultando totalmente incomprensible que, dado el propósito imaginado, no se hubieran servido de ella, Mister Vignaud convierte diversos hechos, sencillos y de fácil interpretación, en vehementes indicios de false­dad con respecto á la correspondencia de que se trata. Que ni en los escritores ni en los archivos de Portugal se encuentra el menor rastro de la carta de Toscanelli al canónigo Martins: nada tiene de particular el hecho, ya porque la negociación pudo ser secreta, ya porque es desmesurada la exigencia de que en dichos archivos se conservasen todos los documentos de aquellos tiempos; pero, además, Mr. Vignaud tiene un rastro eficaz en el texto latino descubierto por Harrisse y en la Historia del Almirante por D. Fernando Colón. Que no se conoce ningún canónigo portugués de aquella época que se lla­mase Martins: esta es una afirmación arbitraria, aparte de que el capellán del rey Alfonso V, apellidado Martins, y de nombre Fernán ó Esteban, fáciles de confundirse en un mal escrito, muy bien pudo ser canónigo de cual­quiera catedral ó colegiata. Que el comercio de las espe­cias no tenía en Portugal y en 1474 importancia alguna: esto es otra afirmación errónea, porque el tráfico de las especias entre los puertos de dicha nación y los de Gali­cia era muy activo, puesto que en el Libro del Concejo de Pontevedra, años 1437 y siguientes, ya consta el nom­bramiento por el arzobispo de Santiago, señor de la vi­lla, de dos cogedores ó recaudadores exclusivamente des­tinados á cobrar los arbitrios de la especiaría, prueba indudable de la importancia de dicho tráfico, que sin duda para el occidente de la Península tenía su centro en Lisboa. Que en los papeles de Toscanelii no se encon­traron huellas de ía correspondencia de que se traía; esto tampoco tiene nada de extraño, porque esas huellas pu­dieron desaparecer si existió una negociación reservada, aunque algo quiere decir un papel hallado entre los de Toscanelii, preparado, según juzgan algunos críticos, con las mismas líneas de meridianos y de paralelos que las del mapa que acompañaba á la carta á Martins, utilizado por Colón. En este mapa el descubridor de América hubo de señalar las islas que presumía encontrar en el espacio re­corrido desde el 17 al 25 de Septiembre de 1492, en su primer viaje; y las señaló por inspiración de cálculos so­bre la fantástica de San Barandán y sobre la Antilia de­signada por el veneciano Andrea Bianco en su carta geográfica de 1436. Pero á mayor abundamiento figura la Antilia en el mapa de 1424 de Weimar, en los de Beccaria de 1426, existente en Munich, y de 1435 que se conserva en Parma; en éste vese una cadena de islas si­tuadas á los quince grados del cabo Finisterre de Galicia, cadena que se extiende de Norie á Sur, desde la latitud de aquel cabo hasta la de Gibraltar; y la más meridional de las dos islas mayores lleva el nombre de Antilia, que también consta en el mapa de 1476 de Benincasa de An­cana, según afirma el historiador alemán Sophus Ruge. Por lo tanto, tampoco tiene nada de particular que Colón, siendo cartógrafo, hubiera añadido islas al mapa de Tos- canelli que usó en su primer viaje.

Por último, Mr. Vignaud ignora un indicio bastante eficaz para deducir las relaciones de Colón con Tosca- nelli. Pedro Vicente Dante de Rinaldi (según Peragallo, Asensio y otros colombófilos), que terminó en 1498 su traducción del Tratado de la Esfera, de Sacrobosco, dice en ella: «Que la zona tórrida y las frías son inhabitables, ha demostrado que es falso Cristóbal Colón, pues refiere que navegó hacia Poniente y visitó países dentro de la tal zona, que está habitadísima, como yo lo he visto par­ticularmente por una copia de la carta de dicho Colón, escrita desde Sevilla al muy docto matemático Miser Paulo Toscanelli, el cual me la ha mandado aquí por mano de Miser Cornelio Randolí.» En las precedentes lí­neas se comete un error de bulto, puesto que Toscanelli falleció en 1482; por defectuosa redacción ó traducción, en que se suprimieron dos ó tres palabras (á un pariente del muy docto, etc.), sin duda quedó tergiversada la noti­cia, confundiéndola con la carta impresa en Sevilla acerca del primer viaje de Colón, ó con una carta de éste á un amigo ó pariente del cosmógrafo florentino.

Pero también se ofrece otra interpretación muy razo­nable, sustituyendo el probable error de Sevilla con Lis­boa, porque la noticia de Rinaldi está conforme con una apuntación referente á la zona tórrida, puesta por el pro­pio Colón en el libro /mago Mundi, del cardenal Alyaco (Biblioteca Colombina), donde declara «que la Guinea está muy poblada, según él mismo lo vió cuando estuvo en el castillo de la Mina, perteneciente al Rey de Por­tugal».

Confío en que los lectores no habrán llevado á mal la anterior digresión; importa á la historia coloniana que la personalidad del Almirante no sea rebajada infundada­mente, á lo menos mientras nuevos datos no vengan á demostrar lo contrario. Por lo demás, aun en el caso de ser apócrifa la correspondencia del insigne navegante con el cosmógrafo florentino, y de que el autor de la super­chería fuese el propio Colón ó su hermano Bartolomé, resultaría también evidente que no era italiano, puesto que en esa correspondencia presentaba á Toscanelii per­fectamente enterado de la nacionalidad portuguesa del insigne marino; en este caso, tal superchería vendría á ser un testimonio interesante.

De todos modos, es un hecho incontestable que Colón no sintió entonces la conveniencia de fingirse genovés ni la de utilizar este título. Aun no podía apercibirse de las dificultades que se opondrían á la realización de sus pla­nes, y no se le ocurrió fingir ó exhibir semejante calidad, de verdadera importancia en aquella época, en quegeno- veses y venecianos, por una parte, eran auxiliares pode­rosos en las guerras marítimas, y, por otra, monopoliza­ban el comercio del Asia y del Mediterráneo, haciendo tributaria de él á toda la Europa, Es sabido que los ge- noveses gozaban en España y en otras naciones desde siglos antes gran nombradla en los asuntos navales y mucho acogimiento y benevolencia cerca de los Reyes de Castilla, y así lo afirman diversos historiadores. En efec­to: naturales eran de la República de Génova el almi­rante de Enrique III, Zacarías, y los Bocanegra, padre é hijo, á la vez que en Portugal se habían utilizado los ser­vicios de Pezagno, de Perestrelo y de Antonio de Noli, que descubrió las islas de Cabo Verde en 1460. Acaso Colón navegó á las órdenes de este último, visto el rumbo que hacia esas islas tomó en su tercer viaje, rumbo que demuestra sus conocimientos científicos.

Cuando el glorioso marino se enteró de !a fama y del provecho que los genoveses obtenían en Castilla, no debió vacilar en utilizar la ficción de genovés, puesto que además le serviría para ocultar su modesto origen. Du­rante su residencia en casa del Duque de Medinaceli, desde f484 á 1486, hubo de resolverse á echar mano de tal recurso ai ver que, habiendo negado los Reyes su permiso á dicho magnate para realizar á su costa el pro­yecto de Colón, era necesario hacerse agradable á ios monarcas de España, exhibiendo la condición de geno­vés, Desde entonces este dictado empezó á circular en noticias, cartas, recomendaciones y gestiones de toda clase. La Corte, la Nobleza, el Clero, los funcionarios y el pueblo en general fueron recibiendo, aceptando y propa­gando sin reparo alguno, pues no había razón para ello, aquel dictado; celebróse la memorable capitulación de Santa Fe sin que conste que ni á los Reyes ni á sus se­cretarios se les ocurriera exigir de Colón, antes de conce­derle elevadísimos títulos y cargos, demostración alguna de las condiciones personales y de familia que la Admi­nistración de aquella época requería para el desempeño de empleos insignificantes; ni siquiera se le impuso la naturalización en España, que se exigió á Américo Ves- puci, como requisito preparatorio para obtener, junta­mente con Vicente Yáñez Pinzón, el mando de una flota de descubrimientos, y después el cargo de Piloto mayor.

Quedó, pues, sencillamente establecido el título de genovés, sin otro fundamento que la aseveración del pri­mer Almirante de las Indias, á la que no podía menos de concederse completo crédito.

Cuando Colón, perdida toda esperanza y desahuciado en sus pretensiones ante la Corte, se presentó en La Rá­bida pensando en que se vería obligado á dirigirse al Gobierno de otra nación, los ruegos de Fr. Juan Pérez, á quien Sophus Ruge y otros autores amalgaman con fray Antonio de Marchena, le decidieron á intentar nuevas gestiones ante los Reyes Católicos. Accedió á ellos, «por­que su mayor deseo era que España lograse la empresa que proponía, teniéndose por natural de estos reinos*; así lo c’ice su hijo D. Fernando. Acaso en la vehemencia de sus lamentaciones ó de su despecho deslizó alguna frase que entonces debió interpretarse en un sentido figurado, pero que sin duda expresaba una verdad impensada­mente manifestada. ¿Qué fuerza íntima le impulsaba á tales demostraciones de afecto á España? Según su men­cionado hijo, el único juramento que solía proferir Colón era el de por San Fernando.

Al describir las bellezas de las islas de Cuba y Santo Domingo, el descubridor de América para nada menciona la hermosísima comarca de Génova ni cualquiera otra región de Italia, cosa que, de ser italiano y genovés, hu­biera hecho instintivamente, recordando la patria que ningún hombre deja de amar; en semejante ocasión tan solo se acordó de España para sus poéticas é ingenuas comparaciones con aquellas bellezas. Nada le impedía citar á la vez ambas naciones; pero así como sería ab­surdo, dice el Sr. Olmet oportunamente., que un italiano se acordase tan solo de España al escribir sus impresio­nes, del mismo modo nos sorprende que lo haya hecho un español.

¡Singular extranjero!


Escritores coetáneos en España.

Ninguno de los escritores de la época nos suministra luz alguna acerca de la vida de Colón anterior á su pre­sentación en España, ninguno de ellos le conoció en su infancia ni en su juventud; todos se vieron obligados á consignar lo que afirmaba la opinión general con respecto á su nacionalidad. Necesario es recordar la calidad y condiciones de dichos escritores, así como las noticias que nos dan acerca de la persona del descubridor de América.

Pedro Mártir de Anghiera, italiano, que escribió sus epístolas á raíz de los sucesos del descubrimiento, amigo íntimo de Colón desde antes de la toma de Granada, conocedor de todo lo que sucedía en la Corte, maestro de los pajes, en grandes relaciones con la Nobleza, con el Clero y con los funcionarios, no pasa de llamar á Colón <mr ligar, el de la Liguria». No puede atribuirse á Pedro Mártir sobriedad de estilo, porque en sus escritos (Epistolas y Décadas) consigna numerosos detalles relativos, tanto á sucesos de importancia como á verdaderas menu­dencias, demostrando gran espíritu de observación, de perseverancia y de curiosidad; en nuestros tiempos hu­biera sido un periodista noticiero de primera fuerza. Tra­tándose de un compatriota, es singular que no haya apun­tado dato alguno acerca del nacimiento, de la vida y de la familia de Colón. Dadas sus condiciones, debemos pre­sumir que Pedro Mártir realizó toda clase de gestiones para conocer el origen y la patria de aquél, especialmente con los varios genoveses residentes en España; no se concibe que haya mirado con indiferencia el asunto, pues, siendo italiano, hubo de sentir una curiosidad muy natu­ral. Seguramente tropezó desde Juego y en primer término con la tenaz resistencia de Colón á declarar sus antece­dentes, y con la ignorancia de dichos genoveses.

El bachiller Andrés Bernáidez, cura de Los Palacios, amigo también de Colón, se limita á decir que era merca­der de estampas; esta es toda la noticia que nos da acerca de la vida anterior del Almirante. Se le tiene y cita como testimonio favorable á Génova, con evidente error por cierto, porque si bien en el primero de los capítulos que en su Crónica de los Reyes Católicos dedica á Colón, le llama «hombre de Génova», al dar cuenta de su falleci­miento en Valladolid, afirma que era de la provincia de Milán. Esta contradicción revela que Bernáldez nada pudo averiguar con respecto á la patria y origen del Almirante, á pesar de haber sido depositario de sus pa­peles y de haberle hospedado en su casa, año de 1496. Medítese acerca de esta circunstancia y se comprenderá cuán singular es la ignorancia de Bernáldez.

Gonzalo Fernández de Oviedo, Cronista oficial de Indias, que conoció y trató á Colón, y á casi todos los que intervinieron en los acontecimientos, también por él pre­senciados, que desempeñó altos cargos en la administra­ción de Ultramar, sólo pudo enterarse de que unos «dicen que Colón nació en Nervi, otros en Saona, y otros en Cugureo; lo que más cierto se tiene». Esta frase demuestra que Oviedo realizó indagaciones y consultó diversos pa­receres, sin resultado positivo, y sin obtener dato alguno en cuanto á Génova, pues ni siquiera la nombra como probable cuna del Almirante. Tratándose de quien, por su cargo de Cronista de Indias, es de suponer que habrá rea­lizado minuciosas investigaciones para cumplir su obli­gación de conocer y consignar los antecedentes persona­les de Colón, esto es, del revelador de esas Indias, hay que considerar la gran importancia que tiene el hecho, porque la primera fuente adonde Oviedo hubo de acu­dir fué seguramente la de las oficinas reales; en ellas debían constar los datos más esenciales sobre la perso­nalidad del genovés que se había elevado tan prodigiosa­mente á la línea culminante de la sociedad. Sin embargo, sólo pudo encontrar, nada más que como probable, la noticia de haber nacido Colón en Cugureo; por todas partes aparece el misterio; la obscuridad inutiliza todos los caminos.

 

Es también muy expresiva la reserva del P. Las Casas acerca de esta cuestión, puesto que, aparte de su intimi­dad con el Almirante, él mismo afirma que tuvo en sus manos más pápeles de Colón que otro alguno. De su obra se colige que conocía los dos testamentos, esto es, la fun­dación del Mayorazgo en 1498 y el codicilo de 1506; á pesar de ello, huye de asignar á Colón la cuna de Génova, hecho que únicamente puede obedecer á la seguridad de que era una cuna fingida y que se revela en la genealogía que figura en el expediente de las Órdenes militares, ya examinada., pues lo mismo que D. Fernando Colón, el P. Las Casas era un consejero de la familia del segundo Almirante. Pues bien, el P. Las Casas se limita á decir nebulosamente haber sido Colón de nacionalidad geno­vesa, cualquiera que fuese el pueblo donde vió la luz primera. Y añade, de igual manera que D. Fernando en la Historia del Almirante, de donde copió este dato, que Colón había usado alguna vez, antes del descubrimiento de las Indias, la firma de Colón de Terrarubia; D. Fer­nando apunta la misma noticia con respecto á Bartolomé Colón y con relación á un mapa que se dice presentado por éste al Rey de Inglaterra. El caso merece examen, por más que nadie le ha dado importancia alguna, con excep­ción de los que, tergiversando el hecho, han defendido la opinión de que la aldea de Terrarossa, en Fontana- buona, es donde nació el descubridor del Nuevo Mundo. La tergiversación consiste, para imponer á la fuerza que ambos vocablos son uno solo, en substituir el nombre Terrarubia con el de Terrarossa y al efecto, se aduce cierto documento notarial en que figura un Doménico Colombo di Terrarossa, año 1445, que demuestra la exis­tencia en dicha aldea de un homónimo del padre de Co­lón; pero también prueba que en el siglo XV y en vida del ínclito marino la aldea mencionada no se llamaba Terrarubia. Este nombre y el de Terrarossa son esencial­mente latinos y los dos adjetivos componentes, rubra y rosea tienen análogo significado; he aquí sin duda la razón de que los partidarios de Terrarossa prescindan de la palabra Terrarubra, que tiene solución en otro país. En efecto: el sustantivo térra existe en las lenguas portuguesa y gallega, lo mismo que en la italiana y en la catalana; pero el adjetivo rubra perduró en la galaica antigua y se conserva en la portuguesa. Terrarubra, que en la.italiana sería Terrarubea, pudo ser nombre de un lugar cualquiera de Portugal ó de Galicia, conocido de los hermanos Colón, quienes lo hubieron de agregar á su apellido si es cierto que lo usaron, como es de creer. El P. Las Casas dice Terrarubia, Los partidarios de Terrarossa aducen también, con la casa donde imaginan que nació Colón, la consabida leyenda tradicional, que por cierto existe en todos los pueblos en que se ha revelado algún Doménico Colombo. Es una abundancia desmesurada la de las cunas y leyendas ele Colón en Italia, que brotaron cuando se vió que la de Génova tenía poca solidez y tan pronto- como se supo que los partidarios de ella y los de Saona se disputaban la gloria de Colón é inutilizaban mutua­mente los argumentos y papeles que producían como pruebas ó testimonios á favor de las respectivas preten­siones. Por otra parte, ni de cerca ni de lejos resulta probado que el Colombo de Terrarossa era el padre del descubridor del Nuevo Mundo.

Citados quedan los cuatro escritores contemporáneos y amigos del Almirante, cuyas noticias, juntamente con las de D. Fernando, su hijo y biógrafo, sirven de funda­mento para su historia en lo que se refiere principalmente á su personalidad y á sus antecedentes. Singular es que hayan coincidido en descartar la ciudad de Génova (1), y en no puntualizar el pueblo que fué cuna del Descu­bridor, pues no debe admitirse que ninguno de ellos dejara de interrogarle acerca del lugar de su nacimiento y acerca de otros particulares, como familia, vida ante­rior, viajes3 estudios, maestros, etc. Esta curiosidad hu­biera sido tan legítima que no creo necesario enumerar las diversas razones que la hubieran justificado. ¿Á qué ha obedecido, pues, ese unánime silencio? En mi concepto, nada más que á la reserva guardada por Colón y sus hermanos. En España y Portugal vivían en aquella época varios genoveses y en Sevilla residían Francesco Ribarol, Francesco Doria, Simón Verde, Bartolomé Fiesco Catagno, Espendola y otros que habían tenido gran inti­midad con Colón; lo mismo sucedía con diversas perso­nas, como Fr. Gaspar Gorricio, su hermano Francisco, Muliarte, Geraidini, Carvajal y algunos más. Es de creer que fueron consultados y que no pudieron suministrar noticias acerca de la familia y de los antecedentes perso­nales de Colón. Y ampliando la insinuación hecha en el capítulo IV, conveniente es fijar la atención sobre la sin­gularidad de que 110 se hubiese impuesto á Colón la na­turalización en Castilla, como se hizo con su hermano Diego y con Américo Vespucio. No consta que los fun­cionarios reales hubiesen verificado averiguaciones antes ni después de las capitulaciones de Santa Fe, pues hu­biera quedado algún vestigio de ellas. ¿Á qué causa obedeció una conducta tan excepcional? Acaso hubo algún personaje, como Quiníanilla, Cabrero, Santángel, el Duque de Medinaceli, Fr. Juan Pérez, Fr. Gorricio, la Marquesa de Moya, ó el P. Deza, que garantizó reserva­damente ante los Reyes la persona de Colón, pues tan sólo así puede explicarse el hecho extraordinario de que al memorable contrato de Santa Fe no hubiese precedido una información en regla acerca de la persona que exigió títulos y cargos tan elevados como los convenidos en dicho documento.

(1} Fernández Duro en su Nebulosa de Colón, capítulo III, página 81, afirma que Bernáldez, P. Mártir, Oviedo, Las Casas y Galíndez de Car­vajal supusieron que Colón había nacido en la dudad de Génova. Esto es una equivocación: ninguno de ellos lo supuso, ni siquiera ío sospe­chó, pues nada dicen que justifique tal afirmación, modificada nebulosa- mente, pocas líneas después de hacerla, por el propio Fernández Duro. Aquellos escritores se limitan* á referir que Colón era natural de la Liguria, pero no de la capital de este país. Bernáldez dice concreta­mente «que era de la provincia de Milán», aunque al principio le deno­mina hombre de Génova, sin duda porque entonces así eran llamados en general los marinos y cartógrafos italianos.

 

En otro lugar del presente libro expondré los razona­mientos que esta cuestión me inspira con relación al Pa­dre Deza, pero resulta que Cristóbal Colón era un sér misterioso, y probablemente jamás perderá ese carácter en las páginas de la historia.

Prosigamos nuestro análisis. Galíndez de Carvajal, que nos ha dejado noticias precisas sobre la estancia ó residencia de los Reyes Católicos en distintas localida­des, demostrando así el cuidado con que reunió los da­tos correspondientes, afirma que Colón era de Saona, in­dicación bastante clara de que en la Corte no se consi­deraba á Génova como patria de aquél, y tanto era así, cuanto que en el Archivo de Indias vió Navarrete dos documentos oficiales escritos á principios del siglo XVI; en uno de ellos se dice que Colón nació en Cugureo; en el otro, que en Cugureo ó en Nervi, coincidiendo con lo expuesto por Fernández de Oviedo.

Medina Nuncibay, del cual se encontró una crónica en la colección Vargas Ponce del Ministerio de Marina, escritor que, posteriormente á los mencionados, examinó los papeles de Colón depositados en la Cartuja de Se­villa, dice que el Almirante era natural de los confines del Genovesado y Lombardía en los estados de Milán, y aña­de que se escribieron algunos tratadillos «dando prisa á llamarle genovés».

De manera que, y pretendo remachar esta idea, nin­guna de las referencias españolas que podemos llamar coetáneas, incluso las de los documentos oficiales del Estado, designa la ciudad de Génova como cuna efectiva del Almirante, circunstancia notable que precisamente concuerda con el resultado que arroja el expediente del Tribunal de las Ordenes militares, en cuyas diligen­cias las dos familias de Colón prescinden de la declara­ción heráldica de éste sobre haber nacido en Génova, según hemos visto, y ‘demuestran á la vez su ignorancia acerca del pueblo en que nació el Almirante, del mismo modo que D. Fernando Colón en la Historia de su padre.

No concluiré este capítulo sin mencionar al Cronista Mayor de Indias Antonio de Herrera, que escribió su Historia general á fines riel siglo XVI, esto es, distanciado ya de los sucesos. Dice que Colón nació en Génova, pues así lo había confesado, donde se ve que Herrera se refiere á la diversidad de opiniones existentes y que se inspiró en la institución del mayorazgo. Pero este his­toriador carecía de datos, porque se esfuerza en dar gran antigüedad y nobleza al linaje del descubridor de América, condiciones que, de ser exactas, Colón hubiera expuesto y proclamado frente al desdén y á la altivez de la Nobleza castellana y frente á las burlas y á la murmu­ración del pueblo. Por el contrario, tanto él como su hijo y biógrafo D. Fernando, insinuaron la humildad de ori­gen, el uno comparándose á David, que guardó ovejas antes de ser rey, y el otro llamando despreciativamente cazadores de volatería á los nobles. Por otra parte, He­rrera estaba mal enterado de varios asuntos de las Indias; baste decir que no menciona al P. Deza, y que amalgama en una sola persona la del Prior de la Rábida, Fr. Juan Pé­rez, y la de Fr. Antonio de Marchena, cosa que hace muy poco honor á un cronista oficial. Sin embargo, la noticia de Herrera acreditó para lo sucesivo la supuesta natura­leza genovesa de Colón, y éste no pudo imaginar mejor auxiliar para su artificio.

 

Escritores coetáneos en Italin.

Si ios escritores españoles de aquella época demues­tran absoluta carencia de datos acerca de la cuna y de la vida de Colón anterior á su presentación en Castilla, los italianos 110 la patentizan menos, y así como los pri­meros no pudieron precisar ningún hecho cierto, los se­gundos se vieron también en igual situación; pero no ha­brían de rechazar la alta gloria que su país alcanzaba con el enaltecimiento de quien era considerado como marino genovés; corroboraron esa gloria con la única no­ticia de que los hermanos Colón habían sido cardadores de lana. Gallo, Giustiniani, Foglieta, Trivigiano, Senare- ga y Allegretti fueron los historiadores ó cronistas de aquella época, y ninguno de ellos aporta dato alguno so­bre la vida del descubridor de América, ni acerca de su origen y de sus parientes. Para ellos, sin duda, reinaba la obscuridad más completa, puesto que ni siquiera pudie­ron consignar los nombres y la residencia en Génova de los padres de Colón, noticia de facilísima adquisición en una ciudad donde debían existir bastantes elementos para la información si Colón fuera, en efecto, genovés. Las noticias del descubrimiento de un mundo nuevo al otro lado del tenebroso Océano, realizado por un natural de la ciudad de Génova debieran ocasionar en ella justi­ficado orgullo y vivísima curiosidad en las autoridades, en los parientes de Colón, en el clero de la iglesia en que se bautizó, en los amigos, conocidos y vecinos de sus padres, así como en la mayoría de los genoveses. Hubieran sido recordados los antecedentes del glorioso hijo de Genova, su infancia y juventud, su educación, sus estudios, sus prendas personales; y de todo este natura­lísimo movimiento se hubieran hecho eco los escritores contemporáneos y hubieran pasado á la historia y lle­gado á nuestros tiempos datos diversos relativos á !a vida y á la familia de Colón, de la niisma manera que constan acerca de otros personajes italianos más anti­guos y menos ilustres. Nada de esto sucedió, y semejante indiferencia prueba que Génova no era cuna del nave­gante insigne y que en ella y en sus cercanías no tenía parientes. No se puede alegar ignorancia del magno su­ceso y de la admiración que causó en las gentes, porque en Génova, población de marinos, debió conocerse muy pronto aquel acontecimiento que, al confirmar la forma esférica de la Tierra, abría al comercio nuevos y amplios derroteros, y debió conocerse, porque bien próxima está á dicha ciudad la de Barcelona, donde los Reyes Católi- eos hicieron en 1493 solemne recepción al que se titulaba genovés, y en Abril del mismo se imprimió en ella, en Sevilla, en Florencia y en Roma la carta del Almirante acerca del descubrimiento.

Por otra parte, puesto que el hallazgo de una nueva ruta para las Indias (así se creía) venía á modificar la vida comercial de Genova, á la sazón depósito general de las mercaderías de Oriente, lógico era que todos, autori­dades y ciudadanos, pusieran los ojos en el causante de tal perturbación, y si era genovés, que escudriñaran su vida y su existencia hasta conocer por completo sus an­tecedentes, que hubieran sido transmitidos á la posteri­dad. Nada de esto se hizo, ni siquiera se imprimió la no­ticia del descubrimiento.

En Génova vivían entonces el supuesto padre y la supuesta hermana de Colón, según documentos italianos, y todo el mundo sabría que allí estaban dos personas tan allegadas al gran hombre, quienes por cierto no dieron señal alguna ni hicieron esfuerzo de ninguna clase para darse á conocer, ni nadie llegó á conocerlas. Si verdade­ramente fueran padre y hermana de aquél, otra hubiera sido la conducta privada y publica de ambos: toda Gé­nova estaría enterada del parentesco.

Interpretando ciertos papeles, se supone que un Do- ménico Colombo, que murió pobre en Génova y en 1498, era el padre de Cristóbal Colón; se añade que había re­gresado de Saona, donde había sido tabernero. Por lo visto, falleció sin tener noticias de la grandiosa empresa de su hijo, Y ¿es posible que éste le dejase morir en la pobreza al verse Almirante y Virrey y que sus hermanos Bartolomé y Diego siguiesen igual conducta, sin que en Génova alcanzasen la menor censura, ni quedase rastro de ella, sin que á España llegase !a más mínima noticia de tal Doménico, y sin que tal padre, de quien también se dice, involucrando en él á diversos Doménicos Colom­bo, que fué cardador, tejedor, vendedor de quesos, ta­bernero, etc., demandase eí auxilio de sus hijos? Esto es inverosímil de todo punto, y más todavía lo es que la Se­ñoría de Génova, los mencionados cronistas de la época y hasta el duque de Ferrara, Hércules de Este, que en el año 1494 dispuso una investigación acerca de la corres­pondencia de Colón con Toscanelli, desconociesen en absoluto la existencia de dicho Doménico Colombo; si la conocieron, es indudable que también supieron que no era padre del Almirante, pues, de lo contrario, se hubieran apresurado á hacerlo constar de varias maneras. Por consiguiente, ese Doménico Colombo no tenia parentesco con Cristóbal Colón, De las afirmaciones de Giustiniani y de Gallo, relati­vas á los oficios de cardador de lanas y de tejedor, en lo cual se contradicen, se deriva indudablemente la leyenda de que los dos hermanos adquirieron, en la obscuridad del taller, los variados conocimientos que poseían, y !a de que Colón aprovechaba los ocios de su mecánica tarea para aprender en libros y conversaciones con los amigos aquellos conocimientos y la lengua latina, dándose á en­tender con ello, sin duda, que estos_amigos de un pobre tejedor eran sabios de la época, y que nada más fácil para un obrero, á mediados del siglo XV, que disfrutar la lec­tura y el estudio de aquellos rarísimos y costosos libros.

Y  todavía se añade más: que en los intervalos de sus via­jes, Colón volvía al trabajo deí taller, y desde luego vol­vía también á aquellas provechosas conversaciones y lecturas. ¿Hay quien, conocedor de las condiciones físicas y morales que la vida del mar imprime en el hombre, pueda admitir sencillamente que un marino de profesión se allane á tejer lana en los intervalos de sus viajes? Pues si á esta consideración se añaden las prendas, el carác­ter y los conocimientos de Colón, ¿es posible creer que se resignara á practicar oficio tan sedentario y tan impropio de sus costumbres y de su inteligencia en los espacios que todos los marinos dedican, si no al descanso, por lo menos á la preparación de los viajes sucesivos? Por eso D. Fernando Colón, en el capítulo II de la Historia del Almirante, dedica una extensa réplica á Giustiniani, para negar con vehemencia que el glorioso marino ejerció ofi­cios mecánicos, acudiendo para la prueba á otras afirma­ciones del propio Giustiniani, como la de haber adquirido Colón en sus tiernos años los principios de las letras, y la de que, siendo de edad adulta, pasó á Lisboa, donde aprendió la cosmografía, noticias supuestas por el sentido común, pues no de otra manera hubo de empezar la vida del fingido genovés. Documentos encontrados en los Ar­chivos dieron á Colón y á su padre el ascenso á tejedo­res; pero es de creer^que el hijo no lo fué ni que cardó ‘lana. Colón empezó á navegar á los catorce años de edad, y la de diez y seis, según hacen constar varios autores calificados, era la que señalaban las Ordenanzas gremia­les de Génova para ingresar como aprendiz en el oficio. ¿Cuándo pudo ejercerlo? Es de sospechar, por lo tanto, que los escritores coetáneos italianos, no poseyendo dato alguno ó no habiendo podido obtenerlo acerca de los an­tecedentes de Colón, aceptaron, repito, la nacionalidad que éste se atribuyó, procurando confirmarla siquiera con un hecho tan insignificante como el de la existencia en Génova de una ó varias familias Colombo dedicadas á cardar lana, y emparentando con ellas, sin justificación alguna, al inmortal Descubridor. Si más hubieran podido decir, más hubieran dicho.

Por último, Gallo y Giustiniani afirman que Bartolomé Colón nació en Lusitania. Esta importante noticia, reve­lada por las inteligentes indagaciones del Sr. Olmet, 110 ha podido ser estimada hasta ahora, y debemos necesa­riamente unirla al hecho de que Toscanelli creía que Co­lón era portugués. No tiene aspecto de probabilidad que los padres del gran navegante, si eran genoveses, hubie­sen realizado un viaje á Portugal desde Génova ó Saona, vistas las condiciones con que los Doménicos Colombo figuran en los documentos italianos. Dada la edad de Bartolomé, sólo podemos colegir que el Domingo de Co­lón, expatriado de Pontevedra, residió algún tiempo en Portugal, y que por su lenguaje, por sus costumbres y por otras circunstancias, así como por la facilidad de confun­dirse en aquella época los portugueses y los naturales del Sur de Galicia, en cuya región se reclutaban marinos para los buques lusitanos, nada más sencillo que á los dos hermanos Colón se les conceptuase nacidos en Portugal, donde debieron vivir algún tiempo.

El proyecto de cruzar el Atlántico hubo de ocurrir.se- les más fácilmente á los marinos de las costas oceánicas de Europa que á los del Mediterráneo, no porque éstos fuesen menos arriesgados, menos inteligentes y menos diestros, sino porque aquéllos veían diariamente hundirse el sol tras el tenebroso mar, espectáculo que les obligaba á meditar frecuentemente, y que les inspiraría ardiente, sostenida curiosidad y vivísimo deseo de explorar lo des­conocido. Y la estancia en Portugal de los Colón ponte- vedreses quizás indujo á los dos hermanos áusar la indi­cación de Terrarubia á seguida del apellido, toponímico sin duda desaparecido, porque en estos países muy po­blados y de habitantes muy diseminados, á poco de que­dar abandonado un lugar, hecho frecuente, por no tener más que una, dos ó tres familias, se desvanece su nom­bre y su recuerdo. Sin embargo, allí donde conocemos Fonteruiba, Penaruiba, Ruibal, Rubiales, Rubianes, Ru- brelos, etc., todos procedentes del adjetivo latino ruber, rubra, rubrum, bien pudo haber Terrarubia, siendo un vestigio de ello el uso que parece hicieron de tal nombre los dos hermanos Colón, como indicación de apellido es­pecial y no de cuna.

 

Convertir el nombre local Terrarossa, de Italia, exis­tente ya á mediados del siglo XV, hecho irrefutable, en Terrarubia, no pasa de solución tan endeble como capri­chosa, porque además, si el apellido Colombo era ficticio en ambos hermanos y adoptado por mera imitación ó conveniencia, según queda comprobado y comprobare­mos todavía, dicho se está que el de Terrarubia lo era también, elegido, sin duda, para significar especial y clara separación ó diversidad con respecto á las numerosas familias Colombo, habitantes de diferentes pueblos italia­nos, esto es, un Colombo imaginario.

He querido detenerme en el examen de este detalle, á causa de la ligereza con que se ha admitido semejante traducción, para justificar una de las procedencias de los Colombo genoveses. La conjetura de algunos escritores italianos tan sólo tiene una ventaja sobre ia mía, y es que ellos disfrutan esa bula, en virtud de la cual son los úni­cos mortales que pueden arribar á la infalibilidad. Ampa­rados en esta circunstancia, afirman con intrepidez sin igual que Terrarossa y Terrarubra son una sola palabra. Por último, el valor de las dos conjeturas, relativas á Te­rrarossa y á Terrarubra, está en relación con los demás datos que se aducen en apoyo de las respectivas teorías, ni más ni menos, pues por sí solas carecen de importan­cia. Oportunamente volveré á hablar de esta cuestión.

 

Cuatro documentos singulares en Génova.

Utilizando otro orden de ideas se obtiene idéntico re­sultado, esto es, el de hallarse perfectamente justificadas las dudas existentes acerca de la afirmación de Colón, estampada en la escritura de fundación del vínculo de haber nacido en Génova, Guárdanse en la Casa Munici­pal de dicha ciudad ciertos documentos, con respecto á los cuales declara Harrisse, en cuatro libros diversos, y con verdadero ensañamiento, que se hallan «al lado del vio­lín de Paganini»; esta sarcástica frase del docto colom­bófilo é inteligente escritor norteamericano resume instin­tivamente aquellas dudas. Los mencionados documentos son: una carta de Colón, escrita en lengua castellana, al magnífico Oficio de San Jorge; la minuta de contestación en latín á esta carta; un dibujo representando la apoteo­sis del inmortal navegante, y el llamado Codicilo Militar, todos destinados á corroborar su nacimiento en la capital de la Liguria. Por lo visto, no se ha podido encontrar documentos más persuasivos, á falta de pruebas induda­bles y definitivas.

La carta castellana de Colón al Oficio Genovés ofrece, por cierto, condiciones muy raras. Empieza con la frase siguiente: «Bien que el cuerpo ande por acá: el corazón está allí de continuo.» No tengo seguridad de ello, pero creo que en 1502 se decía de contino (1). Y admitamos que el adverbio allí (cuyo significado es diversidad, no oposición de lugar), en vez de allá, designe la ciudad de Génova. Colón participa seguidamente á los señores del Oficio Genovés que manda á su hijo D. Diego destine el diezmo de toda la renta de cada año á disminuir los arbitrios que satisfacían las vituallas comederas á su entrada en aquella ciudad, es decir, al pago del impuesto que hoy denominamos de Consumos, dádiva de verda­dera importancia, mejor dicho, exorbitante. La singulari­dad de esta carta consiste en que no guarda conformidad con los hechos notoriamente ciertos, pues el Almirante, antes de emprender el cuarto viaje, dejó á su heredero un memorial de mandatos, á manera de disposición testa­mentaria, del cual dió conocimiento á su íntimo amigo Fr. Gaspar Gorricio en carta fecha 4 de Abril de 1502 (que consta en la Colección de Viajes, de Navarrete, y en

(1) Una carta posterior de Colón á los RR. CC., que el Sr. Asensio incluye como ilustración en su obra Cristóbal Colón (último párrafo de la página 633, tomo 11), contiene la siguiente frase: «Y me allego de con­fino, al decir de S. Mateus», etc. Por esta razón me parece difícil que Colón hubiese escrito de continuo.

Nebulosa de Colón, de Fernández Duro), diciéndoíe: «A la vuelta verá Vuestra Reverencia á D. Diego y le emporná (impondrá) bien en lo de mi memorial que yo le dejo, del cual querría yo que taviésedes un traslado.»

Este memorial fué hallado por el académico marino Vargas Ponce en una Genealogía de la casa de Portugal escrita por Medina Nuncibay, que contiene varias noti­cias relativas á Colón. El Sr. Fernández Duro en su cita­da Nebulosa, demuestra abundantemente la autenticidad del memorial de que se trata, y lo comprueba con la efi­caz circunstancia de que el segundo almirante D. Diego incluyó todas las cláusulas del mismo, una por una, en su testamento de 2 de Mayo de 1523, otorgado en Santo Domingo. Entre los mandatos del memorial figura el re­lativo á un diezmo de la renta para los pobres en gene­ral, pero no para el pago del impuesto de las vituallas comederas de Génova, ni á favor de ningún pueblo de Italia y siendo dicha instrucción espejo de los sentimien­tos del Almirante en que se evidencia su amor á Dios, á la caridad, á los reyes, á Beatriz Enríquez y hasta al or­den doméstico, y en que insinúa el recelo que abrigaba, de no regresar con vida de aquel cuarto viaje, no podemos dudar de que, si fuera hijo de Génova, habría dedicado á esta ciudad algún recuerdo en tan expresivo y minucioso memorial, en consonancia con la carta en cuestión diri­gida al Oficio de San Jorge, fecha 2 de Abril de 1502. Pero aquí es donde está la enorme contradicción, porque el memorial fué escrito poco antes de tal carta y anun­ciado á Fr. Gorricio dos días después de ésta, con fecha 4 del mismo mes y año; de manera, que Colón aparece par­ticipando dos días antes al mencionado Oficio de San jorge, de Génova, la concesión de una dádiva que no figura en el memorial de mandatos ó encargos que dejó á su hijo, repito, antes de verificar el cuarto viaje, ni en sus últimas disposiciones testamentarias, ni en ningún otro documento. También es notable la circunstancia de no constar de alguna manera que las autoridades de la favo­recida ciudad se hayan preocupado poco ni mucho’de tan generoso regalo.

Otra frase especial de ía Carta de que se trata, es la de que «los reyes me quieren honrar más que nunca». Aparece escrita, precisamente, en los momentos en que se cuestionaban los títulos de virrey y gobernador y el ejercicio de estos cargos; en que se le imponía la bochor­nosa condición de no desembarcar en la isla Española. Semejante frase puede explicarse atribuyendo á Colón un acto de orgulloso amor propio; pero se hace lógico des­confiar de ello, puesto que en la misma carta encomienda sentidamente su hijo D. Diego á la Señoría, humilde reco­mendación que no cuadra con la mencionada frase, ni con la altiva enumeración de sus elevados títulos antes de las siglas de su firma, ni con el mencionado orgullo y fir­meza de carácter de Colón. Semejante documento, en resumen, parece forjado con gran posterioridad á la época del Almirante y por quien ignoraba muchos hechos de la vida de éste. Presumo, pues, que Colón no hubo de esr- cribirlo; será auténtico, pero tiene todas las trazas de invención.

El segundo documento es la minuta de la contesta­ción dada por el Oficio genovés á la carta que acabo de examinar. El Sr. Olmet dice muy acertadamente en su ar­tículo de La España Moderna, que no siendo dicho papel procedente del Almirante, carece de autoridad; sin em­bargo, no sobra consignar algunas reflexiones. Merece desconfianza el hecho de que, de los papeles oficiales de aquella época, relativos á Colón, que debió poseer la Señoría de Génova, tan sólo se conserve la minuta de contestación en latín á una carta tan singular en castella­no como la atribuida á Colón, y que en esa respuesta aparezca á roso y belloso la palabra patria, precisamente en unos tiempos en que los ciudadanos y el Gobierno de Génova no se preocupaban poco ni mucho, pues no hay de ello el menor vestigio, de la naturaleza genovesa del Almirante, por cuya razón se hacen más sospechosas las frases altisonanles de dicha minuta, reveladoras de un entusiasmo que no existió entonces. Mayor extrañeza ocasiona la circunstancia de que el mencionado Gobierno haya dado pocos años después á la comarca de Saona el nombre de Jurisáizione di Colombo, prueba de que á la sazón no consideraba hijo de Génova al descubridor del Nuevo Mundo. Este último detalle, que parece insignifi­cante, tiene, á mi juicio, importancia histórica, pues con­tribuye á destruir la declaración heráldica del Almirante acerca de su cuna.

Pero si la carta de Colón al Oficio de San Jorge es apócrifa, se sigue que también lo es la minuta de la res­puesta; diríase que el inventor de ella, no sabiendo re­dactarla en la lengua popular dei siglo XV, que le ofre­cía invencibles dificultades, acudió al latín para encubrir la ficción, sospecha que puede aplicarse á otros docu- mantos italianos, relativos á varios actos de la vida vulgar.

Tengo entendido que á mediados de aquel siglo ya se redactaban en lengua popular los contratos, testamen­tos, procedimientos judiciales, etc.; de manera que recla­ma detenida reflexión el hecho de que aparezcan docu­mentos colombinos aun del siglo XVI sobre asuntos vul­garísimos, redactados en latín, pues no debemos suponer que los gallegos, que desde siglo y medio antes emplea­ban su idioma en todos ios documentos, habían progre­sado mucho más que los genoveses, á pesar de que desde la centuria décimatercia el lenguaje siciliano había pe­netrado en toda Italia, informando mas ó menos profun­damente los diversos dialectos existentes todavía en aquella península. Indico[1] este rumbo á los lectores con las debidas reservas; aquellos que tengan conocimientos adecuados, podrán enterarse y juzgar, pensando que hoy sería imposible fingir escritos en el habla galaica del si­glo XV, mientras que no ofrecería grandes inconvenien­tes inventarlos en latín y darles el aspecto de absoluta autenticidad.

El tercer papel es un extravagante dibujo represen­tando la apoteosis de Colón (1), atribuido arbitraria­mente á la propia mano del Almirante, ignorándose por cuáles caminos llegó á la casa municipal de Génova, si fué extraído de los papeles de aquél ó donado por su fa­milia ó por cualquier amigo, debió acompañarle algún otro que acreditase su autenticidad, dada su condición de dibujo, puesto qué no figura en el Indice de documentos regalados por Lorenzo Odérigo en el año 1669. Con una entusiasta y bien escrita introducción, redactada por el P. Juan B. Spotomo, se imprimió en 1823 el Códice Di­plomático Colombp-Americano, reproducido en la Rac- colta Colombiana; contiene cuarenta y cuatro documentos y dos facsímiles autografiados, terminando con la carta que Colón dirigió á D.a Juana Torres al volver á Es­paña, preso por Bobadilla, en 1500, El sabio Spotorno se limitó á mencionar el dibujo de que se trata en dos líneas y con el mayor desdén, no incluyéndolo en la pu­blicación del códice ni en los facsímiles autografiados, como lo hubiera verificado caso de merecerle alguna atención.

Esta expresiva circunstancia basta para formar con­cepto acerca de tan ridicula estampa; pero no sobrará que apuntemos algunos detalles, por los cuales se com­prenderá la imposibilidad de aceptarla como obra de Colón. Éste jamás ligaba las letras de la manera que aparece en las palabras de dicho boceto; la v en las de Génova, victoria y providencia no es la habitual del Almirante, y lo mismo sucede con la^en las de giusticia y religione; las de constancia monstri y superati parecen acabadas de escribir en los tiempos modernos, y la s en cada una de las tres, de ninguna manera pertenece á la época de Colón, el cual tampoco punteaba la i, pues pun­teada anacrónicamente se ve en las diversas palabras de que consta el dibujo; la g mayúscula de Génova es pre­matura para escrita por el Almirante,,y, en fin, la impre­sión que causa lo escrito en tal estampa, dados el carác­ter y los actos de Colón, es contraria á la creencia de que la haya hecho por su mano. Indudablemente Spotor- no juzgó que dicho dibujo era parto de algún proyectista delirante y poco experto, aunque intencionado; el objeto esencial de semejante documento fué el de que á la ca­beza y en el centro del mismo figurasen los nombres de Génova y Colombo para evidenciar, sin duda, que e geno­vés Colombo, apellido que repudió categóricamente en la escritura del vínculo, y que no usaba, soñaba con su amada cuna, de la cual no se acordó una sola vez en los innumerables bautismos de tierras, islas, bahías, ríos y cabos del mundo que había descubierto en sus cuatro viajes, ni volvió á recordar las menciones que de ella consignó como adornos del vínculo. Verdaderamente es lamentable que el Municipio de la bella y famosa ciudad italiana haya dado hospedaje en su sagrario documental colombino á un esbozo tan desatinado; atribuirlo á Co­lón, es un agravio á su gloriosa memoria.

Por último, el cuarto documento, llamado Codicilo militar, no merece examen alguno, pues ya ha sido de­clarado apócrifo autorizadamente. Basta recordar que con­tiene dos absurdos: primero, el de ordenar la fundación en Génova de un hospital con el valor de las heredades que dejaba Colón en Italia, donde no tenia ninguna; y segundo, que en el caso de extinguirse la línea masculina del Almi­rante, herede sus cargos, títulos y rentas… ¡la República de Génova! Esta ficción no puede ser más estúpida ni más descabellada.

 

Documentos italianos.

Las extrañas singularidades que contienen los cuatro documentos que acabo de examinar, despiertan instintiva desconfianza hacia varios de los que en Italia se han en­contrado y se utilizan para acreditar que la cuna de Co­lón estuvo, ya en Génova, ya en Saona, ya en Calvi de Córcega, No pretendo calificarlos de apócrifos, ni mucho menos; lejos de mi ánimo se halla semejante pensamien­to, porque auténticos ó no, lo cierto es que no justifican aquellas pretensiones, sino simplemente la existencia de personas con los apellidos colombinos. Para nada tendré en cuenta el hecho curioso de que dos distinguidos escri­tores italianos, muy versados en el estudio relativo á la patria de Colón, Peragallo (Celsus) y Belloso, dicen de algunos de dichos documentos, el uno, que parecen falsos, y el otro, que son una folia di falsitá. Aprovechar estos informes, hijos tal vez de un despecho de localidad, no me parece conducta leal; me subordino, pues, á mi propio criterio en el examen de papeles y lo expongo tal como sus condiciones intrínsecas me lo sugieren. Es el lector quien habrá de juzgar.

En el archivo del monasterio de San Esteban de la vía Mulcento, en Génova, se hallaron varios papeles con los nombres de Doménico Colombo, de su mujer y de sus hijos Cristóbal, Bartolomé y Diego, en el período com­prendido entre los años 1456 y 1459. Sin embargo, el tercero de dichos hijos, Diego, aun no había nacido, si interpretamos prudentemente otro documento, redactado en latín, en que aparece mayor de diez y seis años, cele­brando en 1484 un contrato de aprendizaje del oficio de tejedor con Luchino Cadamartori. Se incurre, sin duda, en error, al tomar como exclusiva la cifra diez y seis años y al deducir que Diego nació en 1468, según afirma defi­nitivamente el historiador alemán Sophus Ruge; pero no es menor la equivocación de extender su edad á más de veinte años, ya por lo tardía para un aprendizaje, ya porque la representación personal haría innecesario con­signar la condición de mayor de diez y séis. Pudiera admi­tirse que aparentaba una edad dudosa, esto es, entre los diez y seis y los diez y ocho, que requería el empleo de la fórmula gremial, y, por lo tanto, conjeturar que nació, del 1465 al 1468. Se objetaría entonces que habría de con­cederse á la esposa de Doménico Colombo una extraor­dinaria prolongación de facultades de fecundidad, como acusaría la diferencia de treinta años entre Cristóbal y Diego; pero sin duda, una mujer, madre á los diez y seis, puede también serlo á los cuarenta y cinco ó cuarenta y seis, pues de ello se han visto y se ven casos frecuentes. Por el contrario, se me figura muy problemático suceder que Diego empezó su aprendizaje, aunque pudo suceder así, después de los veintiocho años de edad; este escrú­pulo inspira otra explicación, fundada en considerar apócrifo el contrato latino de tal aprendizaje, pues te­niendo en cuenta que Diego falleció á los sesenta años de edad, en 1515, resulta nacido en 1455 y, por consi­guiente, que son exactos los papeles de dicho monasterio refiriéndose al Doménico Colombo que Harrisse juzga no fué vecino de Génova, sino desde el año 1451. ¿Seria éste el Domingo de Colón emigrado de Pontevedra? El citado contrato de aprendizaje origina, pues, una verda­dera confusión con relación á los papeles del monasterio de San Esteban, que se acrecienta al considerar que estos papeles mencionan á Cristóbal, Bartolomé y Diego, pero no á Juan Pelegrino, mayor de edad en 1473 y á Blanchi­neta, casada con Bavarello, que figuran como hijos de un Doménico Columbo en otros documentos italianos.

Acaso, y esto es lo más razonable, existieron diver­sas familias Colombo con algunos individuos de nombres iguales. Este hecho es frecuente, porque el autor del pre­sente libro estuvo enlazado con una familia Iglesias en que las mujeres se llamaban Joaquina, Carlota, Carmen y Amalia; en otra familia del propio apellido había estos mismos nombres, además de otros diferentes; en otra, los de Carmen y Carlota; en otra, este último, y en ellas hubo tres Josés con igual apellido; de manera, que andando el tiempo, nada más fácil se pudiera juzgar que esas diver­sas familias eran una sola, y, por consiguiente, nada más fácil también, que allí donde abundaban los Colombo, unos tejedores y otros cardadores de lana en el siglo XV, en cuya época la documentación oficial era muy limitada, hubieran vivido personas Colombo con nombres de pila iguales. De esto y de la omisión de Juan Pelegrino y de Blanchineta en los papeles de que se trata, muy bien puede deducirse, con vista de los demás datos, que el Do­ménico Colombo, inquilino de una casa del convento de San Esteban en la vía Mulcento de Génova, años de 1456 á 1459, y quizás vendedor de quesos, fué una persona distinta de los demás Doménicos Columbo que existie­ron en aquella región de Italia. No me decido á aceptar llanamente, pues me parece inverosímil, que este último Doménico abandonó su fábrica y su casa en 1470 (consta vendida por él mismo en 1477 y luego, caso raro, cedida por él en 1489), para establecerse en Saona como taber­nero. Este tabernero, si acaso, debió ser el Doménico de la vía Mulcento. Por último, el empeño en decretar que el Colombo de los papeles del monasterio es el mismo de los demás documentos italianos, ofrece el peligro de sos­pecharse que la persona que encontró dichos papeles, ig­noraba, en el momento del hallazgo, que habían existido Juan Pelegrino y Blanchineta, por no figurar éstos con fama apreciable en la historia.

Los comisionados de la Academia genovesa, encar­gados de hacer investigaciones, que sin duda ya esta­ban hechas, y de informar acerca de la cuna de Colón, encontraron un antiguo manuscrito en cuya margen el notario Piaggio estampó la noticia de que el gran marino fué bautizado en la iglesia de San Esteban; idéntica afir­mación acerca de una partida de bautismo, que ha des­aparecido, hacen los defensores de haber sido Calvi de Córcega la cuna de aquél, aduciendo, al efecto, una infor­mación de testigos practicada ante notario. Ambas afir­maciones se destruyen mutuamente, y en cuanto á las pretensiones de Calvi, bastará decir que están ya pulve­rizadas, habiéndolo hecho definitivamente el Sr. Fernán­dez Duro en su Nebulosa de Colón, donde se examinan con la mayor claridad y se derriban fácilmente para siempre los débiles y caprichosos fundamentos con que los abates Casanova y Perreti levantaron un fantástico edificio, que, sin embargo, había logrado la adhesión de grandes periódicos, escritores, embajadores, jurisconsul­tos y prelados, y hasta originado un decreto del Gobier­no francés autorizando la erección en Calvi de una esta­tua á Colón por suscripción nacional; se pretendía dar á Napoleón un glorioso compatriota.

Pero volviendo al notario Piaggio de Génova, con bien poco se contentó para establecer como indiscutible el derecho de esta ciudad á una gloria tan envidiable. El no­tario debía saber que ese derecho estaba en duda y á pe­sar de ello se limitó á poner silenciosamente una simple nota en un documento cualquiera. Y ¿qué diremos de los frailes de San Esteban? ¿Es posible que un suceso tan sor­prendente como el del descubrimiento de un mundo nuevo, que vino á conmover hondamente la sociedad, á ser con­versación preferente de toda clase de personas, á crear nuevas y ricas fuentes de comercio, á ofrecer vasto campo á la propagación de la fe católica, pasara inadvertido para aquellos monjes, en cuya iglesia se había bautizado, se­gún la apuntación del mencionado notario, el autor de la grandiosa hazaña, y en una de cuyas casas habría éste na­cido, si fueran exactos los cálculos que se hacen con rela­ción á los Doménicos Colombo que figuran en los docu­mentos? El silencio y la indiferencia de dichos frailes es, sin duda una prueba eficaz de que no estaba allí la cuna de Colón.

Aparece un Christoforus Coiumbo,//Vz’ws Dominici, ma­jar annis decem novem, en 1470. En esta fecha, Colón es­taba ya en Lisboa y tenía la edad de treinta y tres años, poco más ó menos. Nadie ha podido explicar la indicación de mayor de diez y nueve años, puesto que no se conoce ley, uso, ni costumbre alguna que señalase en Génova ó en Saona, esa edad como precisa para ningún acto. La de hijo de Dominico, es también muy singular, á no ser que á la sazón existiese otro Christóforo Colombo con padre de diferente nombre, y acaso lo sería el que figura como lanerio de Génova, en diverso documento. Pero la fecha de 1470 inspira reparo, porque Colón, en carta á los Reyes Católicos que Navarrete ha incluido en su Colección de Via­jes con el núm. 58, dice lo siguiente, que el P. Las Casas confirma: «Fui á aportar á Portugal, á donde el Rey de allí entendía en el descubrir más que otro; el Señor le atajó la vista, el oído y todos los sentidos, quee/z catorce años no le pude hacer entender lo que yo dije.» Esta declaración de Colón no puede repudiarse por ningún mo­tivo, pues no habría de manifestar á los Reyes de España un embuste, sabiendo que podrían enterarse fácilmente y descubrir la mentira, que le hubiera desconceptuado y re­bajado: su altivez le obligaba á huir de tal peligro. Colón vino á España en 1484; de manera, que si aportó á Lis­boa en 1470, fecha del documento, resultaría que empezó sus gestiones con el Monarca portugués, á los veinte años de edad, ó poco más, que señala dicho papel, solución in­aceptable, Por otra parte, la misma manifestación de Co­lón demuestra que en 1470 ya había concebido su pro­yecto de cruzar el Atlántico; pero esto no concuerda con lo consignado en otro documento de 1472 en que figura «Chrístophorus Colombus, lanerius de Januua amos Le- íoriae legis egresstis», esto es, tejedor de Génova, mayor de veinticinco, condición personal que no se expresa para ningún otro testigo… ¿La previsión del porvenir? (1) Y he aquí, que, siendo Doménico Colombo tabernero en Saona, aparece su hijo mayor, á la sazón marino, como tejedor de Génova, presentándose en la misma Saona para figurar como testigo; á la vez, este testigo mayor de veinticinco anos en 1472, se ofrece, según hemos visto, como mayor de diez y nueve en 1470. En todo esto, por tener premiosa explicación, se advierte algo raro, artificioso, incoherente, que no puede ser expresión de la verdad.

(1) En efecto, ios testigos de actos notariales tienen que ser y son siempre, personas bien conocidas de los notarios y éstos no necesitan consignar, ni consignan nunca, la mayoría de edad de aquéllos, por cuya razón es muy sospechosa esta circunstancia con respecto al Cris- tóforo Calumbo del documento.

Difícil es interpretar la indicación de que el descubri­dor del Nuevo Mundo era en 1472 tejedor de Génova; imposible la pretensión de concordarla con la historia conocida del insigne navegante, exceptuando una solu­ción que pudiera normalizar el caso, bajo la base de que este documento es auténtico. Si Colón era tejedor en 1472, y un año después figura existente en Saona, habría que establecer que mintió de una manera exorbitante en sus cartas, en sus manifestaciones y en cuanto le atribuyeron varias personas, entre ellas su hijo D, Fernando, el histo­riador Pedro Mártir, el P. Las Casas y hasta el obispo Giustiniani, al decir que Colón, siendo joven, aprendió en Lisboa la cosmografía. Habría que declarar mentira tam­bién sus navegaciones y la manifestación antes copiada de haber gestionado catorce años ante el Rey de Portu­gal. Habría que suponer que después del año 1473, esto es, de edad de treinta y siete anos, emprendió la carrera de marino? hecho incongruente, y que desde dicho año al de 1484 adquirió los variados conocimientos que demos­tró en las conferencias de Salamanca, en las notas de sus libros de estudio y en sus escritos posteriores al descu­brimiento del Nuevo Mundo, especialmente en su Diario de navegación, así como en sus cartas á los Reyes y á otros personajes. Se dice que en 1472 Colón acaso hizo un viaje á Italia para visitar á sus padres; pero resultaría la incoherencia de que, si es cierto que ya contaba más de veinte años de marino, se habría prestado amable­mente á figurar como testigo tejedor en un testamento, y poco después como fiador de su padre (1). Y bueno es copiar lo que escribió en una de sus cartas: «He tenido relaciones con hombres de ciencia, eclesiásticos y legos, latinos y griegos, judíos y moros. Para esto me dió el Señor el espíritu del conocimiento. En la náutica me lo dió abundantísimo; en la astronomía me dió lo que he necesitado, y también en la geometría y en la aritmética. En este mismo tiempo estudié toda clase de obras histó­ricas, crónicas, filosofía y otras ciencias.» Tal vez estos alardes obedecían á un amor propio exagerado; pero el fondo de ellos parece verdadero, á juzgar por los actos y los escritos de Colón, aunque en 1472 ó 1473 no tuviese la plenitud de tantos conocimientos. Isabel la Católica le dedicó en una carta las siguientes palabras, apreciadas por el ilustre escritor Sr. Sánchez Moguek «Home sabio é que tiene mucha plática é experiencia en las cosas de la mar.» En el caso de que el Almirante fuese un igno­rante ó un charlatán, lo hubiera advertido alguno de los personajes que le ayudaron en su empresa ó de los escri­tores que le conocieron y trataron, de lo cual no hay eí menor vestigio. En mi concepto, basta que le hayan pro­tegido los sabios Priores de San Esteban, de Salamanca, y de la Rábida, y que le encomie el muy sincero P. Las Casas, para rechazar los injustos y apasionados juicios que acerca de Colón han formulado los terribles censo­res de ios actuales tiempos, olvidándose del estado de las ciencias en el último tercio deí siglo XV. Y si fuera exacto que en 1474 Colón consultó sus planes con Toscanelli, se deduciría la imposibilidad de que un año antes tuviese el oficio de tejedor.

(1) Este documento, explicado por Harrisse, es muy singular, porque, según otros, el tal Doménico Columbo tenía casas en Génova (las ven­dió posteriormente) con que afianzar el pago de una pequeña deuda. Y no poseyendo su hijo Cristóforo bienes de ninguna clase, pues no se mencionan en semejante escrito, fecha 26 de Agosto de 1472, ante el no­tario Zocco, resulta el estupendo contrasentido de que el hijo, pobre, á quien en dicho papel ni siquiera se le llama tejedor, afianzaba al padre, propietario á la sazón. Risum teneatis!

 

Calificar de fantásticos ó de falsos todos estos ante­cedentes, me parece cosa muy grave y desmedida; para dejar á salvo la autenticidad del documento de que se trata, creo que no hay necesidad de echar por tierra toda la historia de Colón, ni de llamarle trapacero audaz y re­calcitrante. Basta presumir que ese Christóforo Colombo, lanerio en 1472, y que en otro documento de 1473 figura con su hermano Juan Pelegrino, era, sin duda, persona distinta de la de Cristóbal Colón, descubridor de Amé­rica. No puede rechazarse razonablemente esta solución; el mismo caso se ofrece en Pontevedra, pues en ella figu­ra, según una escritura de 1496, un Cristobo de Colón, que no era seguramente el gran navegante; este hecho

natural pudo darse en Génova más fácilmente, á causa de ser muy vulgar en aquel país el apellido Colombo, y en vista de los diversos Doménicos Colombo de aquellos tiempos, del mismo modo que en Pontevedra hubo á la vez dos Marías de Colón, dos Domingos de Colón, el viejo y el mozo; dos Jacob Fonterosa, el viejo y el mozo también; tres individuos, con el nombre de Johan Gotie- rres, y otros tres con el de Afon Eans. La homonimia no es guía segura para resolver estos casos, si no la acom­pañan otras circunstancias adecuadas; dejemos, pues, á un lado documentos que luchan con los hechos conoci­dos, que no resuelven de plano la cuestión relativa á la patria de Colón, y que sólo se limitan á acusar la existen­cia de nombres colombinos. Análoga objeción pudiera aducirse con respecto á los documentos pontevedreses, si éstos no concordaran razonablemente con aquellos he­chos, exhibiendo á la vez los apellidos paterno y materno del Almirante. Y en esta ocasión, bueno es advertir que uno de los papeles italianos, autorizado por el notario de Saona, Pietro Corsario, en 7 de Agosto de 1473, exhibe á Doménico Columbo y á su mujer Suzana, hija de Jacobo de Fontanarubea (no Fontanarosa), nada más que con dos hijos, Christóphoro y Johanis Pellegrino. Tres veces se menciona á estos dos en dicho papel, consintiendo y aceptando la venta de una casa de Génova. No se sabe por qué razón los dos hijos aprueban una venta que sus padres podían hacer libremente; pero resulta indudable que este matrimonio no tenía más hijos que Cristóforo y

Juan Pelegrino. El primero era, sin duda, el testigo teje­dor de 1472, y no tenía nada que ver con el legítimo Cris­tóbal Colón.

En Italia pululaban los Doménicos Colombo. Uno, dueño de casa con tienda, jardín y pozo fuera de la puerta de San Andrés, de Génova; otro, inquilino de una casa de los frailes de San Esteban, de la vía Mulcento; otro, hijo de Ferrario, en Plasencia; otro, hijo de Bertolino, en Pradello; otro, de la noble casa de Cucaro; otro, en Co- goleto; otro, hijo de Juan, en Quinto; otro, civis y habita- iori, en Saona; otro, en Terrarossa; otro, en Calvi de Cór­cega…, etc. ¿Qué milagro es que aparezca entre jellos un Christóforo Colombo, distinto del descubridor de Amé­rica? Á todos estos Doménicos se les baraja según con­viene al prejuicio de cada escritor, y aun á varios se les amalgama en uno solo, cardador, tejedor, vendedor de quesos y dueño de dos casas en Génova; á este propie­tario tejedor se le traslada á Saona para ejercer allí el ofi­cio de tabernero (1), cargándole luego la venta de dichas dos casas como lanerio, y en el intervalo de ambas ven­tas se le atribuye la compra de una pequeña propiedad, que no paga, y al fin se le hace regresar á Génova, y morir en 1498 en la pobreza, sin que llegase á su noticia que su hijo había surcado audazmente ei Atlántico y al­canzado, con los provechos consiguientes, los títulos de Almirante, Virrey, etc. Esta es la composición conjetural que se discurre con íos Doménicos Colombo de los dife­rentes papeles genoveses y saoneses, á pesar de que- desde iuego se ve la violencia de convertir á un propieta­rio tejedor en tabernero. Ante semejante irrupción de Doménicos, podemos presumir que alguno de ellos sería el Domingo de Colón, emigrado de Pontevedra, pues nada se opone á esta presunción, ni se ha de otorgar toda clase de cómodas facilidades á la leyenda italiana, y mirar, en cambio, con el más delicado escrúpulo la historia espa­ñola que se exhibe en el presente libro.

(1) Este Doménico Colombo, tabernero en Saona, no sería el mismo Doménico que otros documentos de los notarlos saoneses, Zocco en 1472 y Rogero en 1474, llaman lanerio de Génova. En 1477 el notario Gallo da á un Doménico Colombo el título de lanerio civis y habitatoris Saona; pero en 1481 y 1484 vuelve á llamársele ciiadino de Génova por el notario saonés Basso. La confusión que resulta de los documentos no puede ser más evidente, porque el que era tabernero en Saona desde 1470 aparece de nuevo tres ó cuatro años después como tejedor de Génova; tres años más tarde es ciudadano, morador y fabricante de paños en Saona, y, por último, en fecha muy posterior, otra vez ciudadano geno­vés.,. Y adviértase que el tal Doménico quiso dejar huellas de su existen- cía en ias oficinas de todos los notarios de Saona, previsión admirable.

 

Se aduce cierto contrato celebrado ante Escribano en 1476, en que tres hermanos Colombo, residentes en Quinto, concertaron que uno de ellos viniese á España á recabar la protección de su pariente Cristóbal Colón para repartir después entre todos las ganancias que aquél obtuviese. Nada más extravagante que tal contrato, re­dactado en latín, á pesar de su insignificancia, y en el cual se comete un error de bulto, puesto que en aquella fecha aun no se había realizado el descubrimiento de América, Pero facilitando la premiosa explicación de que hubo error en consignar el año 1476 en vez de 1496 con dos XX menos, todavía resulta la inutilidad absoluta del convenio escrito, porque los dos hermanos que perma­neciesen en Italia no podían fiscalizar la conducta del tercero en España y tenían que entregarse ciegamente á su honradez y veracidad; por consiguiente, sobraba la formalidad de hacer un contrato ante Escribano y la de redactarlo en latín. Enviemos, pues, este documento al panteón de las invenciones.

Se aduce también, aunque se ha extraviado, sin duda voluntariamente, una famosa demanda escrita en latín á principios del siglo XVI por deuda pendiente. Se supone, repito, que el Doménico Colombo, vendedor en Génova de dos casas en 1473 y 1477, respectivamente, compró en cierta aldea de Saona una propiedad en 1474, pero que no la pagó. Los acreedores se cruzaron de brazos ¡durante veintisiete años! hasta el del 1501, en que se les antojó entablar una demanda contra los hermanos Cris­tóbal, Bartolomé y Diego Colón, que terminó con la de­claración de que éstos se hallaban ausentes en España: «absentes ultra Pisa et Niciam de Provencia, in partibus Hispaniae commorantes, ut notoriam fuit et esU. Con harta razón el P. Peretti, defensor de Calvi, dice que poco sabían de los tres hermanos en Saona, si á sus nombres no había otra cosa que añadir que la frase absentes ultra Pisa. Se ve, pues, que tanto ia familia Cu­neo, parte acreedora, como el Escribano y los vecinos que declararon, conocían dicha ausencia (ut notorium fuit et est) antes de incoar semejante demanda; tampoco ig­noraban que la jurisdicción de aquellos tribunales no po­día alcanzar á España. No se concibe, pues, que, á pesar de ello, y con excepción de una mágica previsión del porvenir, quisieran papelear y perder el tiempo, dado que tal proceso era inútil. Pero si la deuda existía, el sentido común advierte que la primera gestión del acree­dor hubiera sido reclamar directa y particularmente su pago á cualquiera de los hermanos Colón, que la cancela­ría en seguida para evitarse el bochorno de una demanda que pudiera intentarse ante un tribunal español. Aun no siendo Colón compatriota de los demandantes, repugna creer que no Íes mereciese consideración y respeto alguno; declaremos, pues, imposible semejante conducta. Ese do­cumento, baldón de Saona, hizo muy bien en desaparecer.

Pero tal repugnancia no es mero sentimentalismo. Había para ia mencionada gestión directa y particular un indudable antecedente relativo á la familia Cuneo. Era una carta, también extraviada, de Miguel Cuneo á su amigo Amari participándole que había acompañado á Colón en su segundo viaje de descubrimientos, y que el Almirante, para honrarle con una muestra de su afecto, le había donado una isla con el nombre de la bella Savo- nesa, si bien la gloria del insigne nauta «pertenece á Gé­nova». Este documento parece que no tenía otra malicia que la sinceridad de un saonés á favor de Génova como c.una de Colón; pero también envolvía el desatino, el ab­surdo de que el Almirante, que no podía por ningún con­cepto disponer del menor trozo de las tierras que descu­bría, hubiese regalado una isla al tal Cuneo, cuya familia demostró su gratitud por una honra tan señalada recia- mando más tarde á los Colón, y ante un tribunal, el pago de las 250 libras que un Doménico Colombo adeudaba hacía veintisiete años, con la circunstancia de que en la primera diligencia de ese proceso traspapelado, tan sólo se citaba á Cdstophorum et Jacobum, sin duda por igno­rarse la existencia del Bartolomé ó por no caber su nom­bre en el papel; y pocas líneas después se decía: «Chris- tophorum et Jacobum dictum Diegum», omitiendo tam­bién al Bartolomé (Harrisse). Todo esto es curiosísimo, pero todavía lo es más el hecho de que un escritor espa­ñol, con la mayor inocencia é ignorando que Colón no estaba autorizado, ni podía estarlo, para hacer tales do­naciones, justifica la carta de Cuneo, alegando que Juan Cabot, en sus primeros descubrimientos, dió una isla á su barbero y otra á un borgoñón que le acompañaba, y añadiendo que Colón, «mortal al fin, quiso librarse, con el regalo á Cuneo, de la responsabilidad de la deuda de 250 libras contraída por su padre en 1474, según consta documentalmente». Esto es desatinado. De todos modos, la demanda sólo demostraría la existencia del Doménico en la fecha de la deuda, y todo lo más, la resi­dencia en Saona de los hermanos Colón.

Lo extraño es que el sabio Harrisse, que no tenía gran confianza, según dice el académico Sr. Asensio, en la autenticidad de varios documentos italianos, no haya advertido la contradicción evidente entre el relativo á la venta por Doménico Columbo de una casa de Génova en el año 1477 y el que contiene la cesión de la misma casa en 1489 hecha por el propio Doménico á su yerno jacobo Bavarello, La persona que encontró uno de estos papeles ignoraba, sin duda, la existencia del otro. En el papel re­lativo á dicho año de 1489, figura Doménico Columbo como administrador de sus hijos Cristóbal, Bartolomé y Jacobo, hijos también y herederos de una Suzana, sin apellido. El Doménico cede á Bavarello la casa cercana á !a puerta de San Andrés de Génova y no dice si el cesio­nario era lanerio de esta ciudad ó de Saona. Ha desapare­cido Juan Pellegrino, acaso por fallecimiento, y aparecen Bartolomé y Diego, que no figuran como hijos del Do­ménico y de Suzana de Fontanarubea (no Fontanarosa) en otro documento de Génova, año 1477, en el que, se­gún queda dicho, se mencionan tres veces como hijos tan sólo á Cristóforo y al Juan Pelegrino, sin aludir por nin­gún concepto á Bartolomé, á Jacobo (Diego) y á Blanchi­neta, El papel de 1489 tampoco consigna el apellido de Suzana. Nada dice de Blanchineta; pero Harrisse objeta que las hembras no heredaban, sino que recibían un dote. Esto es un error; y aunque no lo fuese, bastaba que ese dote saliese de la herencia para que el Doménico figurase como administrador también de Blanchineta y ésta acompañase á los otros en la mención. El mismo documento no dice si Cristóforo, Bartolomé y Jacobo es­taban ó no ausentes; pero el Jacobo aparece en otro papel prestando su consentimiento á un acto de Doménico Colombo, y no se explica por qué no figura consintiendo la cesión de la casa á Bavarello, pues ó era mayor de edad para los dos actos, ó no lo era para ninguno. Pero esta casa había sido vendida en 1477 á Pedro Antonícín con el consentimiento de Suzana de Fontanarubea (no Fon- tanarossa). Por otra parte, aparece un documento de 1480 en que Doménico Colombo da un poder á su hijo Barto­lomé; pero en ese año precisamente Bartolomé se hallaba en Inglaterra y fechaba en Londres el mapa que presentó al Rey de aquel país. Ahora bien, después de toda esta confusión de papeles, no sabe uno á qué santo encomen­darse. Lo único que se obtiene en limpio es que los ita­lianos de apellido Colombo eran otros López; no eran «los llamados de Colón con antecesores llamados de Colón».

Es muy digna de ser admirada la identificación que varios escritores italianos hacen del nombre Fontana­rubea con el de Fontanarossa, apellido de la madre de Colón. No aparece justificada semejante interpretación, puesto que dicho apellido no consta en ninguno de los documentos del siglo XV que se aducen con mucha ne­cesidad y como único medio para demostrar la patria italiana de la madre del insigne marino. En uno de ellos, del notario Francisco Comogli, aparece ocho veces el nombre Fontanarubea, más bien como lugar de pro­cedencia ó vecindad, que como apellido de las personas á quienes se refiere y, en verdad, convenía á dichos es­critores transformarlo en Fontanarossa: aquí tenemos, á la inversa, la conversión de Terrarossa en Terrarubra, para acomodar tal nombre á una indicación de D. Fer­nando Colón, el historiador, hijo del Almirante. En dichos documentos se estampa Fontanarubea y se le toma como Fontanarossa; viceversa, en otros papeles se dice Terrarossa y se le toma como Terrarubra. Todo esto, en correcta crítica histórica, es inaceptable, pues no constan Fontanarossa y Terrarubra en dicha documenta­ción; ni Fontanarubea es Fontanarossa, ni Terrarossa Terrarubra, por más que los componentes latinos de estos vocablos sean análogos. Emigrados á Italia los pa­dres de Colón, nada más sencillo que Fonterosa haya cambiado en Fontanarossa, puesto que la voz gallega fonte es fontana en italiano, no puede aplicarse aquí, sin gran violencia, el nombre Fontanarubea, advirtiendo que en los siglos XIII, XIV y XV también era usual en Galicia y aun en Castilla el vocablo fontana. Lo que resulta, pues, comprobado únicamente es que á mediados del siglo XV Terrarossa era Terrarossa y no Terrarubra y que Fonta­narubea era Fontanarubea y no Fontanarosa ó Fonterosa; nada más cómodo, para ciertas teorías italianas, que el cambio caprichoso y contradictorio de dichas palabras, esto es, cuando pitos, flautas, y cuando flautas, pitos, como suele decirse vulgarmente.

Por todas las razones anteriores es de lamentar que el Sr. Asensio, en su notable obra Cristóbal Colón, tomo I, página 17, diga que el padre del Almirante, Do- ménico Colombo, se había apellidado de Terrarubra. El erudito académico, sin darse cuenta de ello, traspasa los límites que la verdad histórica consiente, y en este caso, no acompaña la más leve explicación ni atenuación, según acostumbra discretamente en otros. En un solo do­cumento italiano del año 1445 figura Doménico Colombo di Terrarossa que no es Terrarubra, como á la fuerza quieren, repito, algunos escritores italianos, los cuales llegan hasta el punto de cambiar desahogamente la refe­rencia documental, aduciendo con la mayor frescura que el P. Las Casas en su Historia de las Indias, D. Fernando Colón en la Vida dd Almirante y Bartolomé Colón en el mapa presentado al Rey de Inglaterra, dicen «Colombo de Tprrarossa». Este embuste no puede pasar, y procede que sea destruido sin contemplación alguna; es inadmi­sible, por ejemplo, que el apellido de Rojo y el de Rabio hayan de tomarse como un solo vocablo, según pretenden los mencionados escritores. Y aunque se me censure por machacar, repetiré que de ninguna manera resulta de­mostrado, ni aun como sospecha, que el Doménico Co­lombo di Terrarossa era el padre de Colón.

En resumen: la documentación examinada en este capítulo y en el anterior ofrece, á mi juicio, un aspecto singular que no inclina el ánimo al convencimiento. Esos papeles carecen de cohesión; no hay en ellos condiciones de unidad; no guardan, ya unos con otros, ya con los hechos conocidos de la vida de Colón, el franco y sencillo enlace que tienen siempre los elementos que constituyen una verdad cualquiera: en lugar de disipar las tinieblas, las hacen más impenetrables.

 

El apellido Colón.

El examen del apellido Colón nos proporciona un dato evidente acerca del origen del descubridor de Amé­rica. Es apellido que tiene rancia historia en España. Hay Coloma y Santa Coloma en Cataluña. Á fines del siglo XIV aparece Colom el Mayor, capitán ó patrón de varios barcos en Barcelona, y un Guillermo Columbo en un documento del rey D. Juan I de Aragón, en la misma ciudad, así como otro del mismo nombre en 1462. Á estas indicaciones del Sr. Olmet hay que agregar: Ferrer Colón, obispo de Lérida en 1334 y Dom. Colom, testigo en una donación de D. García de Navarra á la iglesia de Tudela en 1135. Raimundo Lulio menciona á Colom, capitán de un barco, que le libró de la muerte en Marruecos y le llevó á Mallorca.

Se supone que el Almirante, para distinguir su familia de otras que tenían igual apellido y para acomodarlo á la lengua española, convirtió en Colón el de Colombo.

 

Dícese también que igual conversión se verificó en España gradualmente. Hemos visto que ese apellido ya existía desde antiguos tiempos, por procedencia de las palabras latinas columbas y colonas. Pero con respecto al glorioso marino tenemos el hecho de que asó en Por­tugal el apellido Colón, dato no despreciable, puesto que la carta del rey D. Juan invitándole á volver á Lisboa en 1488, contiene dicho apellido, y claro es que los fun­cionarios portugueses no habrían de emplearlo por la única razón de que empezara á vulgarizarse en Castilla, motivo que bastaría para que hicieran lo contrario, sino por la de que así era llamado antes de 1484 en Portugal el que había solicitado apoyo oficial para su empresa. Derivándose multitud de apellidos españoles é italianos de su común origen, la lengua latina, el de Colombo era perfectamente apropiado á la española, demostrándolo ia circunstancia de que, á pesar de los siglos transcurridos, existen en los territorios de León y de Galicia pueblos y parroquias con la denominación de Santa Colomba. Á los Reyes Católicos servía un secretario llamado Juan de Coloma, apellido que tampoco ha variado; de manera que parece indispensable averiguar si para ello ha exis­tido alguna otra razón esencial.

A raíz del descubrimiento y en carta de 14 de Mayo de 1493 al Conde Borromeo, Pedro Mártir dice «Chris- tophorus Colonus»: y puesto que en sus epístolas em­pleó la lengua latina, lo lógico hubiera sido, siendo ita­liano, escribir espontáneamente Columbus y no Colonus, hecho que demuestra que lo escribió persuadido por el razonamiento de que Colón se deriva de Colonus y no de Columbus; y puesto que el P. Las Casas, refiriéndose á los historiadores de los primeros sucesos de Indias, afirma que lo que P. Mártir dijo tocante á los principios del descubrimiento «fué con diligencia del propio Almi­rante», es de presumir que el escritor italiano obtuvo de éste indicaciones más ó menos claras acerca de la eti­mología del apellido, circunstancia que se corrobora por el hecho de que D. Fernando Colón, al tratar esta materia en la historia de su padre y al comentar alegóricamente ambos apellidos, asegura que, si queremos reducirlo á la pronunciación latina, es Christophorus Colonus, y no sólo insiste en afirmarlo, sino que también añade la sin­gularísima indicación de que el Almirante volvió á renovar el de Colón. Semejante idea de renovación de apellido, ¿habrá provenido de alguna insinuación más ó menos explícita de su padre, aplicándola el docto hijo á un sim­bolismo religioso? ¿Es que, en efecto, esta renovación del apellido Colón fué un regreso, digámoslo así, al ver­dadero, según la escritura del Mayorazgo? Si el Almi­rante, en los tiempos en que navegaba por el Mediterrá­neo, seducido por la fama de los Almirantes Colombo el Viejo y Colombo el Mozo ó por la moda de usufructuar tal sobrenombre, seguida por diversos marinos más ó menos distinguidos, lo llevó también durante algún tiempo, ¿no hubiera sido lógico que ál tomar el de Colón, sin derivarlo de Colombo, expresara que lo reno­vaba? Por consiguiente, aquí se ve que el Almirante se llamaba Cristóbal de Colón; que después se hizo llamar Cristóforo Colombo y más tarde volvió á llamarse Colón.

Pero, á mayor abundamiento, hay dos pruebas efica­ces, irrefutables, definitivas, de cuál era el verdadero apellido del Almirante. Ante ellas, preciso es rendirse á la evidencia; la realidad brilla en este caso con poderosa luz. Es la primera haberse estampado el apellido Colón en las capitulaciones de Santa Fe. En este solemne docu­mento, de grandes é importantes consecuencias para lo futuro, el insigne marino, hombre de singular firmeza de carácter, previsor, sagaz, desconfiado y cauto, como dice Camoens de los gallegos, en todo lo que atañía á su per­sona, no habría de consignar un apellido, falso ó modi­ficado, por la supuesta y muy endeble razón de que la voz pública empezase entonces á reducir el de Colombo al de Colón. Aquel famoso contrato, por cuyas excesivas condiciones tanto había luchado, no podía ni debía con­tener otro apellido que el que personalmente poseía quien había impuesto esas condiciones, pues se exponía á graves peligros y contrariedades en el porvenir si se descubría que había utilizado un falso apeliido, y con este pretexto se anulasen las clausulas del contrato. Por consiguiente, su apellido no era Colombo.

La segunda prueba está en la cláusula del Mayorazgo, examinada en el capítulo II del presente libro. Según he­mos visto, en ella impone con tenaz insistencia la condi­ción de que, en el caso que dice, herede hombre de los llamados de Colón, y añade que su linaje verdadero es de los llamados de Colón. Semejante cláusula acusa el firme propósito de que no prevaleciese el apellido de ocasión, el que por varios motivos había usado temporalmente, esto es, el de Colombo, pues si fuera el verdadero no lo habría rechazado tan categóricamente, exponiéndose á ser desmentido en España y en Italia. No por ello se acercaba al peligro de que se descubriese su origen, ya porque la escritura quedaba reservada en el archivo de la familia y no trascendería al público, ya porque en 1498 nadie podía imaginar que en el cabo del mando existiese algún Colón unido por el parentesco al Almirante, pues considerándole genovés, no era probable que se hiciesen investigaciones en ese cabo del mundo, lugar descono­cido en que no se podía pensar. Por otra parte, en ese mismo lugar de donde habían desaparecido los Colón desde más de cincuenta años antes, quedando algún obs­curo marinero, no habría más noticia que la de cierto ge­novés llamado Colombo y luego Colón, descubridor de un mundo al otro lado del Atlántico.

El apellido Colón de Pontevedra acaso era reducción de la palabra colono, pues la lengua galaica verificaba en varios casos esa reducción, como patrón por patrono, man por mano, escribán por escribano, etc. Pero es muy probable que tuviera su origen en el apellido Coullom, de la Gascuña, y que una rama desprendida de la fami­lia que lo llevaba se hubiera establecido en aquella po­blación en la segunda mitad del siglo XIV, y cuando el

Duque de Lancáster vino á Galicia con pretensiones fun­dadas en su mujer como hija del rey D. Pedro de Casti­lla, pues abundaban los gascones entre los soldados de aquel Príncipe, que residió algún tiempo en Pontevedra después de tomarla por asalto. Modificado necesaria­mente dicho apellido, se fijó en el de Colón. Sabemos que los célebres marinos, tío y sobrino, llamados Co­lombo el Viejo y el Mozo por la voz general y por los cronistas, y que brillaron en las guerras marítimas del siglo XV, tenían el apellido Caseneuve Coullom; y es muy posible que al parentesco de los Colón pontevedre- ses con los ascendientes de dichos marinos se deba que el descubridor de América, en carta á D.a Juana Torres, ama del príncipe D.Juan, escribiera la frase «no soy el primer Almirante de mi familia», aludiendo á los Coullom tío y sobrino. No podía aclarar la alusión, porque sería descubrir el origen y la patria que se proponía ocultar; pero como un embuste para nada venía á cuento, me in­clino á creer en el parentesco mencionado, aunque ya fuese lejano. De todas maneras, la conjetura que acabo de exponer no obedece al capricho; tiene por fundamento un indicio razonable.

En su Vida del Almirante, D. Fernando habla de un Juan Antonio Colón como pariente de su padre, y con cierta displicencia vecina al desdén. Es ya imposible ave­riguar si este pariente tenía dicho apellido ó el de Co­lombo, en que varios escritores transforman sencilla­mente el consignado por aquel historiador. Algún autor italiano aprovechó esta circunstancia para decretar que el Juan Antonio era uno de los tres hermanos Colombo del inventado contrato latino de Quinto, hipótesis in­aceptable, porque un aldeano no habría de convertirse repentinamente en capitán de un navio. Colón no men­ciona en sus abundantes cartas y escritos al Juan Anto­nio, ni siquiera en su memorial de 1502, ni en la relación de mandas y codicilo de 1506, silencio imitado por Bar­tolomé; únicamente Diego dejó en su testamento cien castellanos al Juan Colón, pero sin llamarle pariente. Además, el Almirante no le retuvo á su lado, sino que en el tercer viaje de descubrimientos, que fué donde el Juan Colón apareció, le mandó desde la isla de Hierro á la Española en una flota de tres buques y como capitán de uno de ellos, prueba de que era marino, mientras que él tomó el rumbo de las islas de Cabo Verde; posterior­mente en la Española no figuró con cargo alguno en la compañía inmediata de Colón, y por último desapareció sin dejar la menor huella. Debemos suponer que, si fue­ra Colombo italiano, hubiera dado noticias del origen y de la patria del Almirante, que no quedarían obscurecidas; Harrisse le califica, con harta razón, de supuesto pariente; pero entiéndase que se- refiere á los Colombo italianos.

Sin embargo, como su existencia fué un hecho y hay que explicarlo, cabe la conjetura de que perteneciera á la familia del Bartolomé Colón, descubierto en Córdoba por D. Rafael Ramírez de Arellano; repitiendo lo dicho en otro lugar, acaso el adverbio aquí de la misteriosa frase «aquí ni en otro cabo del mundo» que contiene la cláusula estudiada en el capítulo II de este libro, refe­rente á que sólo hereden el Mayorazgo los llamados de Colón, alude á dicha familia, pues muy bien pudo el fun­dador tener noticia de ella durante su residencia en la ciudad de los Califas, tan próxima á la de Sevilla, y ha­biendo hecho en ésta la escritura del vínculo y del testa­mento de 1498, el mencionado adverbio aquí tenía apli­cación adecuada. También es probable que el individuo de que se trata haya sido hijo del Antonio de Colón que aparece en el fotograbado número 8, esto es, el mismo Juan de Colón que consta como mareante en un docu­mento pontevedrés, año 1519 (fotograbado núm. 10), y que hubiese servido al Almirante sin conocer el origen de éste; el calificativo de mareante comprendía entonces desde el maestre ó patrón de un barco al simple marine­ro, y cuando se trata de esta última clase, las escrituras consignan mariñeiro, lo cual quiere decir que aquella pa­labra mareante se aplicaba particularmente á los marinos de mayor categoría. ‘

No terminaré este capítulo sin anotar que en los bre­ves del Papa Alejandro VI acerca del descubrimiento, fechas 3 y 4 de Mayo de 1493, se consigna el apellido Colón (1), y que en el primer folleto alemán sobre el apellido en los breves de que se trata; (a expresada curia nunca procede con ligereza, y, sobre todo, en la redacción de documentos tan impor­tantes. Es también de suponer que el Gobierno pontificio hizo entonces indagaciones en Génova y su comarca acerca del origen de Colón sin fruto alguno.

(1) Este hecho merece mucha atención, ya porque la caria romana debió enterarse de cuál era ei verdadero apellido, ya porque sin duda sabía en 1493 que el Almirante no pertenecía á las familias italianas lla­madas Colombo, pues en otro caso habría latinizado y usado este ape- mismo asunto, que se conserva en la Biblioteca de Mu-* nich, se dice «Cristóforo Colón de España», prueba que el de Colombo se había desvanecido rápidamente; ni si­quiera se consignó en la carta latina que con el propio objeto se imprimió en Roma á 29 de Abril de dicho año 1493, cuyo ejemplar se halla en el Museo Británico de Londres. Si ese apellido italiano fuera el legítimo, habría subsistido durante un plazo más largo, especialmente en los escritos extranjeros.

 

Los hebreos Fonterosa.—Domingo de Colón «el mozo”.

En la creencia de que la patria del insigne navegante es Pontevedra, vamos á examinar los dos motivos que principalmente le impulsaron á ocultar sus antecedentes personales. El apellido Fonterosa aparece con los nom­bres de Abraham, Eleazar, Jacob el Viejo, otro Jacob y Benjamín; la madre de Colón se llamaba Susana. Si el Almirante pertenecía á esta familia, hebrea sin duda, que así puede deducirse de sus nombres bíblicos no usuales entre cristianos, ¿no habríamos de disculparle y declarar plenamente justificada su resolución de no revelar tales antecedentes, dado el odio á dicha raza que existía á la sazón y dadas las iras que contra ella se desencadenaron en la segunda mitad del siglo XV? ¿No merecería exa­men en este caso la decidida inclinación de Colón á las citas del Antiguo Testamento?

Los autores españoles que han escrito libros acerca .de los judíos de España, para nada se han ocupado de los de Galicia. Pues bien, por una carta del rey D. Juan II al concejo de Pontevedra sabemos que había aljamas de hebreos en Santiago, en Túy y en Bayona de Mignor, y que el tesorero 6 recaudador del Rey en la misma Pon­tevedra era un judío llamado D. Salomón Baquer. En este pueblo no había aljama, pero sí una fila de casas llamadas O Lampan dos jadeos; también aparecen con nombres hebreos en las escrituras notariales varios in­dividuos más ó menos acaudalados y rematadores de los arbitrios del concejo. Pero al llegar á este punto dejo la palabra al inteligente Sr. Olmet, que en su nunca bien alabado artículo inserto en La España Moderna dice lo que copio á continuación: «No es solamente en la ten­dencia á las citas bíblicas en donde el investigador psi­cólogo puede encontrar el origen israelita de Colón por sus ascendientes modernos. Su estilo es el más acabado modelo de literatura hebrea. Sus obras, verdadero mo­numento literario, no han tenido resonancia como tal, sin duda por el estilo ajeno á la literatura nacional española. Las influencias bíblicas, hijas de un temperamento atá­vico y al mismo tiempo de una asidua lectura, son de tal modo directas, que en algunos pasajes parecen trozos del Viejo Testamento. Necesario es, pues, para el histo­riador que se proponga descubrir el origen y patria del Almirante de las Indias,* fijarse detenidamente en las obras literarias de Cristóbal Colón para poder adivinar, en su espíritu y en su estilo, su raza.

»Las obras literarias de Cristóbal Colón dan, como hemos dicho, la prueba material de su origen. Compo­nen sus escritos, sin contar sus cartas familiares, me­moriales y otros de índole privada, las tres relaciones de su primer viaje y del tercero y cuarto, y el libro de las Profecías, cuyo título sólo descubre todo un mundo al investigador.» . .

Á las anteriores observaciones del Sr. Olmet, debemos agregar la instintiva afición del Almirante á citar textos del Antiguo Testamento. Por ejemplo, Colón escribió á los Reyes Católicos lo siguiente: «No obstante todas las penalidades que cayeron sobre mí, yo estaba seguro de que mi empresa saldría bien y perseveré en ella, porque todo pasará en este mundo menos la palabra de Dios. Y en efecto, 110 puede Dios expresarse más claramente so­bre aquellos países que cuando lo hace por boca de Isaías en diferentes pasajes de la Sagrada Escritura, ase­gurando que su santo nombre será propagado desde Es­paña.» En lo que precede, dice Sophus Ruge, se refiere Colón al capítulo XXIV, versículo 16 de Isaías, que dice: «Desde los confines de la tierra oímos cánticos de ala­banza.» Aquí los confines de la tierra son, para Colón, España (y su costa occidental con el cabo de Finisterre). Más adelante Isaías dice: «Yo creo un nuevo cielo y una nueva tierra», y para Colón esta nueva tierra era el Nuevo Mundo. El mismo pasaje repite Colón en su carta á D.a Juana Torres en estos términos: «Dios me hizo mensajero de un nuevo cielo y de una nueva tierra.» Á la misma D.a Juana Torres escribía: «Pónganme el nom­bre que quisieren, que al fin David, rey muy sabio, guardó ovejas y después fué hecho Rey de Jerusalén; y yo soy siervo de aquel mismo Señor que puso á David en este estado.» En su Diario del primer viaje se lee: «Esta alta mar me vino tan á punto, como á los judíos en el paso del mar Rojo cuando los egipcios salieron en persecu­ción de Moisés que libertaba á su pueblo de la escla­vitud.» En su Libro de las Profecías dice que, «para la realización del viaje á la India de nada me han servido los razonamientos, ni las matemáticas, ni los mapa-mun- dis. Se cumplió sencillamente lo que predijo el profeta Isaías». Y en otro lugar del mismo libro, en una carta á los Reyes Católicos, añade «que había de salir de España quien habría de reedificar la casa del monte Sióm, esto es, la de David.

El Sr. Olmet añade que «la vieja tierra de Judea llega á constituir para Colón una idea fija». Católico, propone á los Reyes de España la conquista de Palestina. En 26 de Diciembre de 1492 escribe en su Diario:.«Y antes de tres años se podrá emprender la conquista de la Casa Santa y de Jerusalén; que así protesté á Vuestras Altezas que toda ganancia desta mi empresa se gastase en la con­quista de jerusalén y Vuestras Altezas se rieron y dijeron que les placía.» En el Libro de las Profecías escribía Co­lón: «La conquista del Santo Sepulcro es tanto más urgente cuanto que todo anuncia, según los cálculos exactísimos del Cardenal d’Ailly, la conversión próxima de todas las sectas, la llegada del Antecristo y la destruc­ción del mundo.» Por último, en la carta dirigida por Colón al papa Alejandro VI en 1502, aparece que prome­tió á los Monarcas que, para conquistar y libertar el Santo Sepulcro, mantendría durante seis años cincuenta mil infantes y cinco mil caballos, y un número igual du­rante otros cinco años. «No podrá ser tachado de suspi­caz aquel que, después de leer lo que antecede, sospeche que este fervor de Colón es una táctica suya, hija de su conocimiento de las ideas dominantes en su siglo. Colón propone á los Reyes Católicos el descubrimiento de un mundo, para con sus riquezas, conquistar la Tierra Santa. Ampara su proyecto con el espíritu religioso de aquel reinado, en el cual se dió carácter al Tribunal de la In­quisición y se decretó la expulsión de los judíos.»

«Hace ya algunos años que se planteó la tesis de que Colón era descendiente de israelitas, suponiéndole extre­meño. Fué reproducida en 1903; pero ya había sido refu­tada en 1892 por D. Vicente Barrantes con su doble auto­ridad de historiador y de extremeño. Publicada la confe­rencia del Sr. García de la Riega acerca de la patria de Cristóbal Colón, las Asociaciones Israelitas de toda Europa acogieron con entusiasmo la noticia, circulándola con ardor por todo el mundo. Aun cuando la sospecha sobre el origen hebreo del Almirante de las Indias se contraiga á la línea materna del famoso supuesto geno­vés, los israelitas se apresuraron á considerarlo como una gloria de su raza. Necesario será, sin embargo, poner coto á esa reivindicación: Que Cristóbal Colón fuese, por parte de madre, de origen israelita, no justifica de modo alguno que los hebreos lo tengan por cosa propia. Colón era español por su varonía, y en España sólo ella da la personalidad. Por lo demás, al afirmar que Colón era es­pañol y no israelita, no lo hacemos por estimar que un judío valga un adarme menos que cualquier cristiano.» El Sr. Olmet termina este punto haciendo una acertada y elocuentísima pintura de las cualidades históricas y de carácter de la raza judía, para la cuestión que es objeto del presente capítulo» hay que añadir algunos detalles. En la primera expedi­ción de Colón le acompañaron varios hebreos, ya con­versos, sin duda en virtud de la Real ordenanza de 4 de Marzo de 1492, que disponía la expulsión de los que no se bautizasen en el’ plazo que se señalaba. Pero Colón’ por inclinación hacia la raza proscripta, ó por natural to­lerancia, permitió que en aquel arriesgado viaje le acom­pañasen algunos judíos, que acaso se embarcaron por desesperación, los cuales fueron quienes dieron nombre á la primera isla descubierta. Ese nombre, Gaanahani, ha perdurado en concepto de indígena; sin embargo, apun­taré la explicación que acerca del hecho ha dado el señor Rivas Puigcerver en Los judíos en el Nuevo Mundo, Mé­xico, 1891 (Boletín de la Sociedad Geográfica de Madrid, tomo XXXI, pág. 298), noticia que debo a la diligencia y amabilidad del erudito académico Sr. Beltrán Rózpide: «En la noche del 11 de Octubre de 1492, uno de los mu­chos judíos que iban con Colón, hacía guardia de proa.

Creyó ver tierra, y dijo: i, i (tierra, tierra). Otro de su raza, que estaba al lado, preguntó: ¿Ueana? (¿hacia dónde?) hen-i (he ahí tierra) respondió Rodrigo deTriana, que era el judío que habló primero; uaana-hen-i (hacia allá, he ahí tierra). Al desembarcar Colón, preguntó al intérprete judío cómo llamaban los naturales á la isla, y Luis de Torres, que no los entendía, repitió: Guanahani.

Por último, ocasión es de apreciar el hecho de que el Almirante haya destinado cierta misteriosa manda testa­mentaria á favor de un judío «que moraba á la puerta de la Judería de Lisboa». Este hecho tenía que pasar in­advertido para los historiadores y comentaristas; pero no es posible prescindir ahora de agregarlo á todos los demás relativos á la procedencia materna de Colón, y siendo piadoso cristiano, á sus resabios de inclinación espiritual hacia la raza hebrea. Hay que observar: prime­ro, que Colón se refiere sin duda á un judío que conoció en Lisboa antes del año 1484, en que vino á Castilla, y que probablemente siguió interesándose por aquel indi­viduo durante el resto de su vida hasta que le incluyó en una manda testamentaria, y segundo, que le convenía ocultar el nombre de dicho hebreo. Estas circunstancias pueden ser fundamento para sospechar que el individuo favorecido acaso era un pariente materno del descubri­dor del Nuevo Mundo. En efecto: la omisión del nombre revela que Colón quiso reservarlo á causa de mera con­veniencia particular; se contentó con el simple recuerdo de la persona.

En resumen: la consecuencia lógica de todos los pre­cedentes datos es quedar perfecta y sólidamente esta­blecida la deducción de hallarse Colón íntimamente rela­cionado con la raza hebrea á causa de pertenecer á ella su familia materna; motivo más que suficiente para que procurase tenazmente hacer desconocido su origen y su patria. Sin embargo, hay críticos italianos que con la ma­yor ingenuidad preguntan: «Si Colón era español, ¿para qué habría de ocultarlo?», Existían además, á mi juicio, otras causas muy impor­tantes para justificar la conducta del gran marino, pues creo que no me equivoco al interpretar dos documentos hallados en Pontevedra. El primero atestigua que en 29 de Julio de 1437 un Domingo de Colón y un Benjamín Fonterosa aparecen juntos cobrando del Concejo una cantidad de dinero por el alquiler de dos acémilas, hecho que acaso demuestra la humilde condición de dichos in­dividuos. Esto no prueba, en verdad, que eran acemile­ros, sino encargados simplemente de conducir á Santiago el regalo de pescado hecho al Arzobispo, sin duda para las fiestas del Apóstol (25 de Julio); pero tampoco puede excluirse la conjetura contraria. Y de todos modos resulta que no figuraban en una clase acomodada; si Colón per­tenecía á las familias de ambos, nada más natural que ocultase tal condición al exigir elevados cargos y títulos como precio del descubrimiento que prometía.

El segundo de aquellos documentos acusa un hecho que no podemos calificar por falta de datos, acaecido en la mencionada población, teatro de frecuentes perturba­ciones del orden público, lo mismo que gran parte del territorio gallego, y en especial del perteneciente al arzo­bispado de Santiago. Para formar una idea aproximada de los enormes sufrimientos que la mayor de las anar­quías imponía á Galicia, necesario es acudirá las expre­sivas narraciones de los cronistas, como Vasco de Aponte y otros; pero bastará por el momento mencionar algunas líneas del eminente historiador Sr. López Ferrei- ro, canónigo de Santiago, que concretan elocuentemente aquel terrible estado de cosas. En sil notabilísima obra Galicia en el último tercio del siglo XV, al presentar los antecedentes de semejante situación, dice: «Emprende­mos la descripción de un período, en fin, en que desapa­rece una civilización ó más bien un organismo en que hasta entonces subsistía y desplegaba sus fuerzas la so­ciedad y surge otro nuevo y completo. En todos los paí­ses este cambio no se hizo sin violencia y sin grandes sacudimientos; pero tal vez en ninguna parte como en Galicia el tránsito fué brusco, difícil y penoso.» Y en el capítulo I añade: «Todos los elementos de fuerza y de vida que en sí encerraba el país, estaban envueltos en tenaz y fratricida lucha, y fatales debían ser los pronós­ticos que se hiciesen sobre el desenlace de tan terrible drama. Por la flojedad é indolencia del Monarca que ocupaba el trono de Castilla, faltaba un principio mode­rador que á todas las fuerzas vivas del país contuviese dentro de sus propios límites; y encerradas, como se haliaban, llenas de furor y encono, dentro de las fronteras de Galicia, no cabía otra situación que la de la lucha.»

En efecto, dice el mencionado historiador, en aquella aciaga época no les bastaba á los señores (y á los ecle­siásticos) las prerrogativas propias de sus clases; no les bastaban los privilegios fundados en abusivas costum­bres; no les bastaban las exorbitantes atribuciones que se les reconocían, impuestas por el fraude muchas veces, por la violencia otras, sino que habían de ser dueños de la substancia ajena. El estado social entonces subsisten­te se pinta con el hecho de que se llegó á negar á los clérigos el pan, el vino y las demás cosas necesarias al sustento, y hasta.á impedir que se moliese y cociese el pan para ellos. Así consta en las bulas, por cierto inefica­ces, de los Papas Eugenio IV, Calixto III y Paulo II, se­gún el Extracto de las Bulas pontificias del archivo de la Catedral de Santiago.

Pontevedra fué entonces combatida frecuentemente por las luchas de los bandos, á causa de ser una pobla­ción amurallada y con envidiables’condiciones estraté­gicas. Al fin, el concejo y las cofradías ó gremios por una parte, y por otra, el poderoso magnate Suero Gómez de Sotomayor, más tarde el Mariscal de Castilla, celebra­ron, á 28 de Diciembre de 1445, un concierto, encargán­dose Suero Gómez de mantener el orden público y de atender á la defensa de la villa; en el Libro del Concejo (Museo Arqueológico) que empieza en 1437 y termina en 1461, consta la correspondiente acta de pauto, contrabto y aviynza (avenencia), en vista de que «eno tempo pre­sente ocurren de cada día moytos bandos, pelejas, desas­tres, revoltas, roubos, péñoras, furtos é outros moytos dapnos». Suero Gómez promete «goardar os usos é cos- turnes» entre los cuales merece mención el de que «él nen seu lugar tenente nen seus hornees que agora son ou sejan daquí endeante non posan prender nen prendan nen manden prender vesiño ningún da dita vila», sin re­querir antes al juez ó al alcalde. Las perturbaciones con­tinuaron, pues Suero Gómez no supo ó no pudo evitar­las y reprimirlas, y persistieron durante muchos años á causa de la prolongada y tenaz lucha sostenida por el Conde de Camina, Pedro Alvarez de Sotomayor, con el Arzobispo de Santiago.

Á la vista de los precedentes datos tiene cierta explir cación el segundo de los documentos citados, incluido en el presente libro, sobre un contrato hecho en 4 de Enero de 1454, relativo á una casa de la rúa de la Correaría, si­tuada «delante de las casas que quemó Domingo de Co­lón el Mozo». Si éste fué el padre del inmortal descubri­dor, nada más lógico que ocultase tales antecedentes, porque es muy probable que, por resultado de los moti­nes y de las peleas del pueblo con los nobles despóticos y el clero avasallador, que á cada paso ocurrían, el Do­mingo de Colón, jefe tal vez de un grupo de partidarios, después de un ataque y una defensa entre los bandos que hubieron de ocasionar el incendio de las casas (mu­chas eran de madera), se hubiese visto en la necesidad de emprender la fuga y expatriarse de Pontevedra, ya llevándose desde luego la familia en un barco, ya mar­chando ésta más tarde, y cuando le fué posible, á reunirse con aquél en algún puerto portugués, probablemente el de Aveiro, con el cual había gran tráfico de sal, y que tal vez ya era conocido de los Colón, puesto que aun poste­riormente, consta un Antonio de Colón pagando á la Co­fradía de San Miguel el impuesto por el viaje de su barco á dicho puerto. Á partir de aquí» la vida del futuro Almi­rante tomó rumbo inesperado y empezaron las aventuras que le condujeron á la inmortalidad.

 

Los setenta años de Colón.

Continúa debatiéndose la cuestión relativa á la edad de Colón, si bien los principales comentaristas convienen en aceptar la noticia del bachiller Bernáldez, que en su Crónica de (os Reyes Católicos, al dar cuenta del falleci­miento del Almirante, ocurrido en 1506, dice que «murió in senectude bona de edad de setenta años, poco más ó menos». Según los diversos criterios con que los histo­riadores aprecian los datos indecisos que los escritos de Colón contienen, varían los cálculos que se hacen con respecto al año en que nació, señalándose los de 1436, 1446 y 1456, á cuyo efecto se sigue el sistema de repu­diar las noticias que pueden contrariar el prejuicio adop­tado por cada cual y de violentar ó tergiversar la inter­pretación de aquellos datos. Siendo muy interesante el conocimiento de la verdad en esta materia, creo que no sobrará una investigación más, pues la circunstancia de que el autor de este libro carece de autoridad, no impide que exponga su opinión y la someta al juicio público.

El erudito académico Sr. Asensio, autor de la obra Cristóbal Colón, hace un resumen de los diferentes pare­ceres emitidos, y fundándose en elocuentes razonamien­tos considera exacta la noticia de Bernáldez. Fija, por consiguiente, en el año 1436 la fecha del nacimiento de Colón, derribando al efecto la opinión del colombófilo Harrisse, el cual acudió á la habilidad inocente de pres­cindir de la palabra senectud que emplea Bernáldez y á la comodidad de suprimir la de ancianidad consignada en la cédula expedida en Toro concediendo á Colón per­miso para viajar en muía enfrenada y ensillada el mismo año en que falleció. Harrisse, al interpretar dicha cédula, se atuvo únicamente á la consideración de hallarse en­fermo el Almirante, también consignada en el mismo do­cumento, desdeñando las mencionadas palabras ancia­nidad y senectud, porque destruían el edificio que había levantado acerca de la edad de Colón (1). Por su parte, el historiador alemán Sophus Ruge rechaza la afirmación de Bernáldez, fundándose caprichosamente en que éste «no sabía que Colón á -los treinta años tenía todo el ca­bello blanco, y esto le induciría á atribuirle una vejez que no tenía». La ligereza de Sophus Ruge es verdade­ramente impropia de un escritor tan docto y tan grave, porque ¿de dónde sacó la seguridad de que Bernáldez ignoraba la circunstancia relativa al cabello blanco de Colón? No lo dice. Precisamente Bernáldez fué una de las personas que debió tratar con frecuencia al Almiran­te, ya por ser amigo suyo, ya por haber sido depositario de sus papeles, ya por haberle hospedado en su casa, ya, en fin, como capellán del P. Deza, y siendo éste constan­te amigo y protector de Colón, aquél hubo de conocer á ciencia cierta las condiciones personales del Almi­rante. Aunque Sophus Ruge supiera que Bernáldez había conocido tan sólo de vista al gran navegante, su afirma­ción no tendría un valor definitivo, porque dicho cronis­ta pudo haberse enterado antes de estampar su noticia, que por cierto concuerda con la de ancianidad consigna­da en la expresada Real cédula de Toro, ignorada por el escritor alemán. Este documento no puede ser recha­zado como otro cualquiera, y ante él tiene que rendirse la crítica, á no ser que se conceda la amplitud suficiente para que cada cual haga de la vida de Colón lo que se le antoje.

Afortunadamente, por diversos medios se corrobora la noticia de Bernáldez. Empezaré por el que suministra la carta rarísima de Colón, fecha 7 de Julio de 1493, en que dice que había entrado al servicio de España á la edad de veintiocho años, en virtud de la cual el alemán Peschel calculó que el Almirante nació en 1456. Este cálculo no ha sido admitido á causa de muy sólidas ra­zones; pero un crítico francés, Mr. Avezac, fija el año 1446, juzgando que la cifra de veintiocho años es un lapsus to plumee (opinión ya emitida por Navarrete), y que, en su consecuencia, debe corregirse con la de treinta y ocho, con lo cual Avezac no hace más que proceder arbitraria­mente; así lo dice Sophus Ruge, quien no resuelve con claridad la cuestión, aunque parece aceptar eí criterio ar­bitrario del escritor francés. Sin embargo, en mi concepto, el caso tiene fácil solución si le aplicamos un hecho muy poco conocido: eí valor de 40 representado por la X con una pequeña raya encima ó con una virgulilla al lado del brazo delantero. Usábase esta cifra en la Edad Media, como puede verse en la notable revista de Santiago Ga­licia Histórica, del eminente historiador y arqueólogo Ló­pez Ferreiro. correspondiente á Septiembre-Octubre de 1901, página 123; en el apéndice del tomo III de La Espa­ña Sagrada del P. Flórez, folio 390; en el manuscrito ti­tulado Suplemento al tomo. XIX de La España Sagrada de dicho P. Flórez, folio 218, y en el prólogo del mismo manuscrito existente en la Universidad Pontificia de San­tiago; y finalmente, en otros libros que mi memoria no acierta á precisan Al hacerse la transcripción de la carta de Colón se consideró inverosímil la cifra XVIII; pero al reparar en la raya ó virgulilla se creyó que este signo doblaba el valor de la X, y entonces se escribió veintio­cho años, que se juzgó cifra razonable. Me parece que esta conjetura es acertada, en. vista de que el Almirante usaba con frecuencia en sus cartas los números romanos, pues se había abandonado la X con raya para expresar diez mil, y atendiendo á que con la cifra de cuarenta y ocho años al entrar en España, año 1484, sumada la de veintidós, que se cumplían en 1506, fecha de su fallecí miento, resultan para Colón los setenta años de edad que señala Bernáldez.

Otra conjetura que el Sr. Asensio hace en su obra Cristóbal Colón es también muy razonable: la de que al­gún copiante poco diestro, al transcribir la cifra XLVIII mal hecha, tomó la L por otra X, resultando así la incon­gruente edad de veintiocho años, y, por último, el propio Colón pudo ser autor del mismo error de escribir una X en vez de la L. En otra carta de 1501 el Almirante dice que llevaba más de cuarenta años de navegación. Este dato es tergiversado, interpretándose por algunos en el sentido de que en aquel año hacía cuarenta que navega­ba; pero habiendo empezado la carrera de marino á los catorce, no habría concordancia con la Real cédula de Toro que á principios de 1506 llama anciano á Colón. Es indudable, por lo tanto, que los cuarenta años se re­fieren á los que llevaba de navegación, y se descompo­nen en la siguiente forma: veintitrés navegando continua­mente, incluso en Portugal, sin estar fuera de la mar tiempo que se haya de contar, según declara en su carta de 21 de Diciembre de 1492; seis desde este año hasta el de 1501, descontando los siete meses de residencia en España entre sus dos primeros viajes de descubrimien­tos, y la de dos años entre el segundo y el tercero, pro­cediendo computar los once años que faltan para com­pletar los cuarenta de que se trata, como invertidos en viajes periódicos desde Portugal durante los catorce que afirma haber residido en este último país. Nuevos cálcu­los ó cuentas confirman los anteriores.

Primero:

Años.

14

11

40 5

70

Y segundo:

Empezó á navegar á los………………….. 14

Navegó continuamente desde que em­pezó, incluso en Portugal, durante… 23 En Portugal navegando periódicamente hasta 1484                                               11

En España desde 1484 hasta 1506, en que falleció.                                                  22

70

Queda, pues, comprobado que, de todas las compo­siciones imaginadas con respecto á la edad que Colón tenía cuando falleció, ninguna reúne las probabilidades de exactitud que ofrece la fundada en la afirmación de Bernáldez.

Cuanto á los retratos del Almirante, difiero de la opinión favorable al existente en la Biblioteca Nacional de Madrid; considero más aceptable el que se conserva en el Ministerio de Marina, en atención principalmente á que se adapta á estas palabras del P. Las Casas: «Re­presentaba, por su venerable aspecto, persona de gran estado y autoridad y digna de toda reverencia», condi­ciones de que en absoluto carece el retrato de dicha Bi­blioteca, que por otro concepto resulta inverosímil, pues­to que Colón, entre los treinta y los cuarenta arios de su edad, ya tenía blanco el cabello; además, tal retrato de­bió ser hecho con mucha posterioridad al descubrimien­to de América, y sabido es que al acaecer este inmortal suceso, el gran navegante no era tan joven como en aquél se le pinta. Por estas razones acompaña al presente libro el fotograbado deí mencionado retrato, propiedad del Ministerio de Marina.

Por último, también me ha parecido muy adecuado publicar, previo el correspondiente permiso, un fotogra­bado de la estatua de Colón, obra del escultor gallego Sanmartín, que desde 1880 posee el Excmo. Sr. D. Euge­nio Montero Ríos en su magnífica quinta de Lourizán en Pontevedra. Dicha bella estatua, situada en el interior de un espléndido invernadero, se halla rodeada de frondosa vegetación tropical; pudiéramos pensar que al notable artista y al eminente patricio sin duda les inspiró un ins­tintivo presentimiento acerca de la verdadera cuna del glorioso Almirante.

 

Nombres impuestos por Colón en las Antillas.

Emprendemos ahora el examen de una materia inte resante: la que se refiere á la imposición de nombres en las regiones descubiertas por Colón, porque entre ellos aparecen, en mi concepto, no ya indicios, sino datos de gran valía para conocer la patria y el origen del primer Almirante de las Indias. Á la vista de esos nombres y teniendo en cuenta los demás antecedentes, se adquiere el convencimiento de que no existe en tal imposición una concurrencia de casualidades; resulta, por el contrario, un todo homogéneo y verosímil que no se ofrece en las demás leyendas imaginadas para establecer histórica­mente la cuna del ínclito navegante.

Colón, obedeciendo á su piedad religiosa, dió los nombres de San Salvador y la Concepción á las prime­ras islas á que aportó; y los de Fernandina, Isabela y Juana, en honor de los Reyes y del Príncipe heredero, á las descubiertas sucesivamente. Costeando la última impuso de nuevo la denominación de San Salvador y bau­tizó una bahía con el nombre de Portosanto. Ya no es posible atribuir á la misma piedad religiosa, muy pocos días después del descubrimiento y sin haber padecido contrariedad de ninguna clase, la repetición de aquella de­nominación; es indudable, pues, que el hecho se debe á un propósito especia!, á un pensamiento íntimo ó á un recuerdo de la patria. Algunos críticos atribuyen la de Portosanto á la circunstancia de que el suegro de Colón había sido Gobernador de la isla portuguesa así llama­da; esto es, que el inmortal navegante, que no se acordó para tales actos de sus padres, de sus hijos, de su mu­jer, de su amada Beatriz Enríquez, de Génova ni de Ita­lia, dedicaba tan cariñoso afecto á un suegro que no ha­bía conocido, y le apremiaba tanto el deseo de honrarlo, que lo hizo á seguida del obligado homenaje á la Reli­gión y á la familia Real de España, No es razonable ad­mitir tal interpretación. Pero uno de los documentos ha­llados contiene el aforamiento de la heredad y huerta de Andurique por el monasterio de Poyo, próximo á Ponte­vedra, al mareante Juan de Colón y á su mujer Constan­za de Colón; y hay que tener en cuenta que á estos afo­ramientos precedía frecuentemente desde muchos años, y á veces desde los bisabuelos de los interesados, el cul­tivo del terreno aforado, de cuya manera unos simples arrendatarios ó colonos adquirían el dominio útil de las tierras que venían labrando ó utilizando de padres á hi­jos. La heredad mencionada se halla situada á medio kilómetro de Pontevedra y linda con otras fincas de Por- tosanto, lugar de marineros en la parroquia de San Sal­vador de Poyo y en la ribera derecha del río Lérez, en­frente del arrabal de la Moureira de dicha población.

Si Colón hubiera pensado en la isla portuguesa de Portosanto, habría dado la misma denominación á una de las muchas islas descubiertas, y no sencillamente á la bahía llamada de Miel, en Baracoa (Cuba), que tiene en efecto gran parecido con la ensenada pontevedresa de Portosanto. Este nombre es el que consta en las escritu­ras del dominio particular, en los libros y documentos municipales de Poyo, en los parroquiales de San Salva­dor, en los repartimientos de contribuciones, en los pa­drones de vecindad y de cédulas, en el Registro de la propiedad, en las oficinas de Estadística y demás pro­vinciales, en el Nomenclátor del Censo general de pobla­ción, y es el que todos los vecinos del mismo y habitan­tes de los lugares inmediatos dan al caserío de que se trata.

Pudiera atribuirse á mera coincidencia el hecho de imponer Colón tales nombres en su primer viaje; pero hay que renunciar á semejante explicación en vista de que el Almirante bautizó otros lugares con denominacio­nes también pontevedresas; y si hubiera nacido en Pon­tevedra ¿no se justificaría sobradamente que se hubiese acordado de una patria que no podía declarar franca­mente en momentos tan solemnes y de tanta expansión como habrán sido para él los del grandioso descubri­miento, aquellos momentos en que se encumbraba glo­riosamente en la sociedad y en que debía recordar su ■pobre cuna, su niñez, su juventud y, en fin, el calvario que, había recorrido para realizar con feliz éxito su te­meraria empresa? ¿No se justificaría que repitiese el nombre de San Salvador y aplicase el de Portosanto, pa­rroquia y lugar donde quizá había nacido, en la seguri­dad de que nadie habría de sospechar su íntimo pro­pósito?

Otra repetición parecida, y también significativa, á mi juicio, por la alusión que envuelve, realizó Colón en aquella parte del Nuevo Mundo. Dió el nombre de San­tiago á un río de la isla Española que desemboca cerca de Montecristo, y además á la isla Jamaica. En uno de estos bautizos quiso indudablemente honrar al apóstol patrón de España; pero en el otro obedeció, también sin duda alguna, al recuerdo de li ciudad compostelana., ca­beza de Galicia á la sazón, y cuyo Arzobispo era señor de Pontevedra. Acaso el padre de Colón había llevado al Prelado en algunas ocasiones los regalos del Concejo de la villa, según se consigna en uno de los documentos hallados felizmente; pero aun sin este particular motivo, nada tendría de sorprendente que, siendo gallego, el gran marino se hubiese propuesto dedicar una memoria especial á la mencionada población, que ninguno de los naturales de aquel reino dejaba de visitar una vez siquiera en su vida, salvo muy pocas excepciones. Consta que Bartolomé Colón hizo esa visita en el año 1506.

 

El Almirante bautizó con los dos nombres generales de La Española y La Gallega á dos islas; la primera es la que actualmente se llama de Santo Domingo .y desco­nozco la segurada, pues por falta de datos y de libros no puedo puntualizarla. Lo cierto es que, en su carta á los Reyes Católicos en 7 de Julio de 1503, les decía lo si­guiente: «El navio Sospechoso había echado á la mar, por se escapar, hasta la isla La Gallega; perdió la barca y todos gran parte de los bastimentos, etc.» Ninguna otra isla obtuvo de Colón el nombre de la Italiana, la Corsa, la Genovesa, la Portuguesa; es de juzgar que tan sólo le interesaban España en general y Galicia en particular. Aparece una con la denominación de Saona, que los in­dígenas llamaban Adamaney (1); pero no consta que fuese bautizo del propio Colón, porque precisamente suspendió la redacción de su Diario de navegación al fondear entre dicha isla y la Amona, por haberle atacado una grave enfermedad. No hay duda, sin embargo, de que aprobó, y aun debió aplaudir, aquel nombre, puesto que muy posteriormente, en carta á los Reyes, que origi­nal obra en el Libro de las Profecías (Biblioteca Colombina de Sevilla) dice que «el año de 1494, estando yo en la isla Saona, que es al cabo oriental de la isla Españo­la, etc.». Es probable que haya sido Bartolomé Colón, adelantado de Indias, quien así bautizó la isleta de que se trata, en atención á las razones que en el capítulo III expongo con respecto á la declaración de Diego Méndez en el expediente de las Órdenes Militares, sobre que el Almirante era de la Saona, esto es, una afectuosa memo­ria del pueblo en que había pasado parte de la juventud al descansar de sus navegaciones, y donde quizá falle­cieron sus padres.

(1) El Almirante denominó Montecristo á un notable promontorio de la Isla Espartóla, á causa de su gran parecido con efislote toscano del mismo nombre. El de Montecristo y el de Saona patentizan el error de algunos escritores italianos y franceses, los cuales juzgan que, por estar al servicio de España, Colón no podía Imponer nombres italianos en el Nuevo Mundo. Si no los imponía con frecuencia era por falta de volun­tad, pues nada se lo impedia ni nadie habría de censurarle, tratándose de la’multitud de lugares que visitó. ;

 

Tal vez Colón quiso unir en el nombre de La Ga­llega dos recuerdos; el de la nave en que realizó el des­cubrimiento, construida en Pontevedra, según he probado en otro libro, y el de Galicia, si en ella había nacido, así como en el de La Española satisfizo á su españolismo, muy acendrado por cierto, según lo ha demostrado un sapientísimo crítico. Los que hacen gran hincapié por la manifestación de Colón en la escritura de fundación del mayorazgo sobre haber nacido en Genova, los que aseguran que hizo demostraciones de afecto á esta ciudad y los que le atribuyen el ridículo boceto de su apoteosis y triunfo, donde aparece en lugar prominente el nombre de la misma’ población, debieran también explicar la causa de que el ínclito marino no haya impuesto la de­nominación de La Genovesa ó La Ligúrica á ninguna de las infinitas islas que descubría, ya que hizo ó aprobó el bautismo de una de ellas con el nombre de Saona, como aprobó el de Santo Domingo, dado también á la capital de la Española por Bartolomé Colón en memoria del pa­dre de ambos.

Me permitiré ahora una breve digresión, pues el mo­mento me parece oportuno acerca de La Gallega, nave capitana de Colón en su primer viaje. Fernández Duro, en su hermoso libro La Marina de Castilla; Asensio, en su notable y lujosa obra Cristóbal Colón, y otros escrito­res en diversas publicaciones, omiten deliberadamente aquel nombre popular con que era conocida por los mari­nos la nao Santa María, conducta incomprensible; sin duda lo consideraban vulgarísimo, quizá indigno de figurar en la historia, acaso denigrante, en virtud de esa estólida inquina con que se miraba injustamente, hasta hace poco tiempo, todo lo relativo á Galicia. Fernández Duro llegó á decir, á propósito de los tres bajeles del primer viaje de Colón, que, «representaban á los de Andalucía, lebre­les de los moros; á la vez que á los de las cuatro villas, Vizcaya y Guipúzcoa, émulos de cualquier otro en Flan- des como en Venecia. Eran síntesis de la Marina caste­llana que, acabado el servicio de su nación, iban á servir á la Humanidad». Claro es que el ilustre escritor y ma­rino no hubiera podido escribir el anterior párrafo si hu­biera aceptado el nombre de La Gallega para la Santa María. La absoluta preterición de la Marina de Galicia en dichas líneas, no tiene disculpa de ninguna clase, ya porque el piloto de la Pinta, Cristóbal García Sarmiento, era gallego, ya porque el Sr. Fernández Duro debía sa­ber que, según una carta del rey Alfonso III el Magno, al pueblo y clero de Tours sobre la sepultura del Apóstol Santiago (España Sagrada), «nuestras naves visitaban los puertos franceses en el siglo IX», ya porque sabía también, pues así lo dice, que «el glorioso fundador de la Marina castellana fué el célebre Arzobispo de Santiago Gelmírez en el siglo XII», aunque en las siguientes pá­ginas añade que, «á los diez años (de la iniciativa de Gelmírez), una escuadra respetable figura ya, sin saberse cómo fué formada», frase extraña, porque si el Prelado «trajo á las rías bajas de Galicia, desde Francia é Italia, maestros de construcción naval», claro es que la citada ■escuadra se formó con estos elementos, ya porque sabía también que los barcos gallegos pelearon á las órdenes de Bonifaz y de Chirino en ia conquista de Sevilla y ante la costa meridional de España bajo el mando del Almi­rante pontevedrés Alonso Jofre Tenorio, ya, en fin, porque sabía asimismo, pues lo refiere, que en el año 1343 el Rey de Inglaterra se quejó al de Castilla por los daños que en las costas y en los barcos de sus dominios hicieron va­rias naves de Ribadeo, Vivero, Coruña, Noya, Ponteve­dra y Bayona de Miñor. Á mayor abundamiento, en el Libro del Concejo, año 1437, consta el acuerdo fecha 16 de Abril, mandando pagar un resto de dinero que se adeudaba «por la armada de navios que hiciera Gonzalo Correa». Esta flota acaso se organizó con motivo de la guerra contra los moros granadinos hecha por el rey D. Juan II, en la cual obtuvo D. Alvaro de Luna la victoría de la Higueruela, guerra que cesó á causa de las difi­cultades promovidas por ios enemigos de D. Alvaro. Posteriormente figura Gonzalo Correa sirviendo al Rey de Portugal; de modo que era muy frecuente que los ma­rinos gallegos prestasen sus servicios á la nación vecina.

Y   para completar estas noticias acerca de la historia náutica de Pontevedra, no debo omitir otro acuerdo del mismo año, por el cual el Concejo manda pagar «tres flo­rines de oro á Gonzalo Velasco por la carta del mundo para nuestro señor el Arzobispo», que se juzgó, sin duda, regalo muy curioso, y con lo cual se prueba que había en la misma villa quien ejercía la profesión de cartógrafo, y á la vez la desidia con que nuestros historiadores genera­les han mirado siempre todo lo relativo á Galicia.

Agreguemos, pues, el nombre de La Gallega y vere­mos que la Marina de Castilla era algo más que los bu­ques de las cuatro villas de Santander y los de Vizcaya y Guipúzcoa, debiendo también tenerse en cuenta que á todos los marinos de Galicia, Asturias, Santander y de las provincias vascas, se les llamaba vizcaínos en los paí­ses oceánicos de Europa, y cántabros en los del Medite­rráneo; por cuya razón para muchos historiadores, ex­tranjeros y nacionales, no había otros marinos españoles del Atlántico que los de las cuatro villas de Santander y ios vascongados, llevándose éstos últimos la fama exclu­siva de cazadores de la ballena, cuando los gallegos ejer­cían también la misma arriesgada industria, pues varios puertos coruñeses pagaban al arzobispo de Santiago no pequeñas cantidades de dinero por practicarla. Y según diversos contratos de fletes del mismo siglo XV, los bar­cos de Pontevedra, Bayona y Noya traficaban con los puertos de Flandes, denominación que no sólo compren­día la costa de Bélgica, sino también las del Norte de Francia, Holanda, Hamburgo y aun Dinamarca, además de que otros llevaban sardina salada y prensada á los de Lisboa, Sevilla, Cádiz, Alicante, Valencia, Barcelona, Gé­nova y hasta Alejandría, trayendo de retorno muebles, joyas, ornamentos religiosos, telas de seda y de lana, espe­cias, papel de Valencia y de Sevilla, etc. Bueno es pro­pagar estas noticias para conocimiento de los historiado­res de España.

El Sr. Asensío refiere el menudo detalle de que la ca­rabela Santa Cruz se llamaba popularmente La India, por haber sido construida en la Española, noticia que con­trasta con la omisión absoluta que hace del nombre La Gallega; ésta alcanzó una gran notoriedad histórica que aquélla no obtuvo ni podía obtener, pues son varios los escritores, tanto de la época como de las sucesivas, y di­versos los datos que confirman la verdad de dicha deno­minación, entre los cuales figuran los siguientes: Un ma­nuscrito existente en el Archivo de Indias consigna, se­gún el Sr. Alcalá Galiano, que Colón salió de Palos con tres carabelas, la mayor llamada La Gallega; en la Co­lección de documentos inéditos de Indias, tomo XIV, pá­gina 563, se consigna también que «de las tres naves era capitana La Gallega»; Gonzalo Fernández de Oviedo, cuya Historia general de Indias, escrita á principios del siglo XVI, está reconocida como fuente histórica de pri­mera importancia, denomina repetidas veces La Gallega, en el capítulo quinto del tomo primero, á la carabela ca­pitana. «Debéys saber que desde allí (Palos) principió su camino con tres caravelas, la una é mayor de ellas lla­mada La Gallega. De estas tres caravelas era capitana La Gallega, en la qual yba la persona de Colón. S,e lla­mó La Gallega, dedicada á Santa María. Y á la entrada del Puerto Real tocó en tierra la nao capitana llamada La Gallega é abrióse. E figo hacer un castillo quadrado á manera de palenque con la madera de la caravela capi­tana La Gallega.» De manera que no es posible arrojar del campo de la historia la mencionada denominación confirmada por el Almirante, al imponerla á una isla, con lo cual á !a vez satisfacía su oculto afecto al país galle­go, pues en él había visto la luz primera. Otra nave figu­ró con el nombre de La Gallega en el cuarto viaje de Co­lón, según refiere su hijo D. Fernando en los capítulos 94, 95 y 96 de su Historia del Almirante.

No es probable que tan sólo por casualidad el primer Almirante de las Indias haya impuesto los nombres de cuatro Cofradías ó Gremios pontevedreses á otros tantos lugares de las tierras descubiertas, ya porque nunca de­mostró devoción alguna á los santos de las advocaciones correspondientes, ya porque, tratándose de cuatro nom­bres que coinciden con dichas Cofradías, es de sospechar el propósito deliberado de honrarlas con un recuerdo.

Dichos nombres son los de Santa Catalina, San Miguel, San Nicolás y San Juan Bautista; no consta que en Gé­nova, Saona ó Calvi,de Córcega, hubiese á la sazón estas cuatro cofradías á la vez.

Era de los sastres y bordadores el Gremio que tenía por Patrona á Santa Catalina. No carecía de importancia, pues tales oficios son de suma necesidad en los pueblos, sobre todo cuando tienen numeroso, noble y rico vecin­dario; pero como causa del recuerdo que dedicó Colón á esta cofradía, bastaría cualquier motivo, que únicamente él podía apreciar, para bautizar así un puerto de Cuba en el mes de Octubre.

Además del poderoso Gremio de mareantes, mucho más antiguo que la Hermandad de Castro-Urdiales, y que ejercía jurisdicción marítima, con notables privilegios, en una gran parte de la costa occidental gallega, había en Pontevedra ia Cofradía particular de marineros de la mis­ma, titulada de San Miguel, la cual cobraba un arbitrio á los buques de tráfico que entraban ó salían del puerto, á cuyo efecto el límite de éste se hallaba señalado con mástiles por el estilo de los de Venecia, llamados palos de San Miguel, señal que aún existía á mediados del si­glo XIX. En un documento (siglo XV) del Museo Arqueo­lógico, consta A.° de Colón pagando el impuesto de cua­tro maravedís á dicha Cofradía por el viaje de un barco á la villa portuguesa de Aveiro.EÍ Almirante dió en Agos­to de 1494 el nombre de San Miguel al cabo occidental de la isla Española.

La cofradía ó gremio de armeros, cuchilleros y herre ros, famosa á mediados del siglo XV, tenía la advocación de San Nicolás. La fabricación de armas había alcanzado un gran desarrollo, y puede decirse que era una de las más importantes industrias de Pontevedra. En sus arma­rías no sólo se construían las armas de esta población que los Reyes Católicos impusieron á íos nobles por la Or­denanza de Tarazona, incluida en la Nueva Recopilación, sino también ballestas, virotes, dardos, lanzas, adargas, cascos, espadas,puñales, cuchillos y quizás aquellas cora­zas y armas de fuego que en dicho siglo dieron tanta su­perioridad al famoso Pedro Madruga (Pedro Álvarez de Sotomayor, conde de Camina, partidario de la Beltrane- ja). En los contratos de aprendizaje del oficio aparecen como maestros armeros Ruy’de Nantes, Pedro Velasco, Diego Yans, Fernán Gotiérrez, Sobreferro y otros vica­rios de la mencionada cofradía. La decadencia de esta industria, que se había iniciado después de la guerra separatista de Portugal, se precipitó cuando los ingleses bombardearon y destruyeron en 1719 la llamada Maes­tranza. Pero eí hecho esencial para la cuestión de que se trata es que en el siglo XV el gremio de San Nicolás estaba floreciente, y que por esta razón y por alguna otra particular, Colón hubo de dar en el primer viaje el nombre de aquel santo á un puerto y á un cabo de La Española.

Numerosa y rica era la Cofradía de San Juan Bautista, formada por carpinteros de mar y tierra y por los maes­tros constructores de barcos. Su importancia y su riqueza constan en un Cartulario de la misma, que contiene do­cumentos diversos desde 1431 á 1562, y se conserva en el Archivo Histórico Nacional. Gozaba de grandes privi­legios y disfrutaba autoridad propia para perseguir y embargar á los deudores por pensiones, censos y anua­lidades, sin intervención de los jueces y alcaldes, facul­tad que se extendía á «quitar las puertas de las casas (penetrar en el domicilio) por dineros y heredades». Los constructores de barcos, que en gran parte constituían este Gremio, disfrutaban desde tiempo inmemorial la fran­quicia de no satisfacer alcabalas ni impuesto alguno por la madera, clavazón y brea, ni por razón de «empreytada e traballo das suas maos e personas», ni por hacer «na­vios, naves, barcas, baixelés, carabelas, pinazas, barcos e bateels e todas e qualesquier fustas mayores e meno­res para marear aunque las fresen e labrasen a cote ó a jornal ó en cualquier manera ena dita villa de Pon­tevedra», según sentencia del arzobispo de Santiago, D. Rodrigo de Luna, fecha 8 de Junio de 1456, en el pleito promovido por Miguel Ferrández Verde, arrenda­tario de las alcabalas de los navios de Pontevedra en el año 1449. Esta sentencia se halla en el citado Cartu­lario, y se publicó en la interesante revista de Santiago Galicia Diplomática, Según un documento incluido en el lugar correspondiente del presente libro, en el año 1428 fueron procuradores de la cofradía de que se trata un Bartolomé de Colón, acaso tío del Almirante, y A.° (A!- fonso ó Antonio) de Nova, tal vez padre del famoso ma­rino gallego al servicio de Portugal, Juan de Nova, quien, después de una brillante expedición á la India, fué reci­bido triunfalmente por el Monarca portugués, al des­embarcar en Lisboa. En vista de la importancia de tal cofradía, nada tiene de extraño que Colón haya dado en Noviembre de 1493, el nombre de San Juan Bautista á la hermosa isla llamada Boriquen por los indígenas, hoy Puerto Rico, dedicando así un afectuoso y especial recuerdo á una industria de Pontevedra que floreció en aquellos tiempos, lo mismo que las de salazón, por los marineros de San Miguel, y !a de fabricación de toda clase de armas.

Conveniente es que los lectores se hagan cargo de la gran importancia que en el siglo XV tenían las Cofradías en los pueblos, puesto que las gentes de la época actual no forman concepto aproximado siquiera de dicha im­portancia. En aquellos tiempos las cofradías constituían lo  más culminante de la vida popular, tanto en el orden social como en el económico; en ellas estaban agremia­dos todos los oficios, rigiéndose por Ordenanzas espe­ciales. Para los habitantes de los pueblos no había otras diversiones ni esparcimientos que los que giraban alre­dedor de la fiesta religiosa que cada gremio hacía anual­mente á su Santo Patrono. Recuérdese que entonces no había teatros, conciertos, Certámenes poéticos, Exposi­ciones industriales, bailes, cafés, Casinos ó Sociedades de recreo, ni más espectáculos públicos que las funciones de iglesia y las procesiones, en que las Cofradías rivali­zaban tenazmente, sin omitir esfuerzo ni gasto de ningu­na clase. Las familias nobles y las pudientes procuraban pertenecer á las cofradías, ya por medio de censos ó de otras dádivas, ya ofreciendo sus casas como camarines para las efigies de los Santos Patronos. Así es que las ideas adquiridas por tales motivos en la niñez y en la infancia se hacían indelebles y formaban en las personas una segunda y perdurable naturaleza; ideas que debían despertarse poderosas y conmovedoras en los momen­tos más solemnes de la vida. Esto hubo de sucederle á Colón, quien, juntamente por cualquier causa particular, quiso dedicar, sin duda, una memoria á las cuatro co­fradías que en las anteriores páginas quedan relacio­nadas.

Otro de los documentos hallados en Pontevedra men­ciona un terreno hasta la casa de Domingo de Colón, el Viejo (abuelo, quizás, del Almirante), con salida al eirado de la puerta de la Galea; este eirado es una plaza ó es­pacio irregular entre diversos edificios y tapias, y llegaba antiguamente hasta la muralla en que estaban la torre y la puerta del mismo nombre. En su fatigoso tercer viaje, desde las islas de Cabo Verde á las Antillas, Colón llamó La Trinidad á la primera tierra que vió, y al primer pro­montorio de ella, cabo de la Galea. No es temerario pre­sumir que con esta denominación el Almirante dedicó una memoria á su pueblo y á sus primeros años, pues acaso en su niñez jugaba en aquel eirado, próximo á la casa de un pariente cercano, donde los marineros del barrio extendían sus redes y aparejos para secarlos ó recomponerlos; es probable también que incluyese en su recuerdo el extremo meridional de las islas Ons, si­tuadas á la entrada de la ría de Pontevedra, punta que conserva el antiguo nombre de la Galea.

En resumen: por una parte, las circunstancias de ha­llarse envuelta en tinieblas la vida de Colón, anterior á su presentación en Castilla, de no poder fijarse el pueblo de su nacimiento, de aparecer contradicciones é incon­gruencias en la mayoría de los datos que figuran al pre­sente como históricos, y de no existir en Italia, con res­pecto á su persona, las claras fuentes de información que subsisten precisas y diáfanas acerca de varones me­nos ilustres y aun anteriores al insigne marino; y, por otra parte, las reflexiones expuestas en este libro y ías deducciones que, sin la menor violencia, se desprenden de los datos examinados y de los documentos hallados en Pontevedra, así como la elocuencia de los nombres impuestos por Colón en sus viajes á las Indias Occiden­tales, explicados en este capítulo, forman un conjunto suficientemente expresivo para que la persuasión más completa se apodere del ánimo, inspirando la creencia, la seguridad, mejor dicho, de que el descubridor de América nació en España y en aquel «cabo del mundo donde vivieron los llamados de Colón, con antecesores del mismo apellido».

Por último, la repetición de imponer los nombres de San Salvador y de Santiago; el bautismo con Jos de La Gallega, Portosanto, Galea, Santa Catalina, San Miguel, San Nicolás y San Juan Bautista, son hechos notables que tan sólo pueden aplicarse fácilmente á Pontevedra, y de ningún modo á Génova ni á otra localidad cual­quiera de Italia,

 

Los Documentos Pontevedreses.

En realidad, los datos expuestos y las consideraciones hechas en los capítulos anteriores bastan para que se pueda formar una idea clara acerca del origen y de la patria de Colón; así es que los documentos hallados en Pontevedra, relativos á la existencia en ella de los ape­llidos paterno y materno del ínclito navegante en el si­glo XV, con nombres personales, los unos hebreos y los otros iguales á los de su familia conocida, pasan, verda­deramente, á un segundo término como materia de com­probación. Aunque han dado justificado motivo para un nuevo estudio de la vida del Almirante y para una nueva teoría sobre sus antecedentes, son nada más que un detalle, si bien importantísimo, del conjunto general de dicha teoría: tal es la fuerza de la verdad cuando sus elementos son homogéneos y cuando concurren, senci­llamente, á darle unidad bajo todos sus aspectos.

Los papeles pontevedreses tienen la virtud de iluminar ciertos hechos de la vida del gran hombre; no los acla­ran por completo, pero abren camino para que podamos darnos cuenta de lo más esencial de aquella vida, como es el lugar de su nacimiento, la calidad de su familia, la emigración de ésta á países extranjeros, el amparo que Colón hubo de alcanzar de varias personas y las causas de que fingiese una patria muy lejana de la suya, guar­dando tenaz y cuidadosamente un secreto que se pro­puso no quebrantar por ningún concepto, aunque lo quebrantó inadvertidamente.

El documento de más antigua fecha, 15 de Marzo de 1413, es una cédula ó libramiento del arzobispo de Santiago D. Lope de Mendoza. Hallábase dentro de un cartulario de escrituras, en 58 folios de pergamino, que mencionaré luego. Dice así:

«Nos el arzobispo de Santiago enviamos nuestro sa­ludo a vos el Concejo e juez e alcaldes e ornes buenos déla nuestra villa de pont vedra Facemos vos saber que por los nuestos menesteres en que estamos e nos aqaes- gen de cada día que nos oviemos de servir del Concejo déla nuestra gibdat de Santiago e de los otros congejos de las nuestras villas e logares del nuestro arzobispado con gierta quantía de mrs délos quales mandamos faser repartimiento e al qual copo a pagar a vos el dicho Con­cejo quinze mili mrs de moneda vieja blanca en tres di­neros por que vos mandamos que luego vista esta nues­tra carta los repartades entre vos e los dedes cogidos e recabdados a maese nicolao oderigo de Janvua que los ha de aver e de recabdar por nos E tomad su carta de pago e con ella mandamos que vos sean rescebidos en cuenta los dichos quinze mili mrs. escripia en la nuestra cibdad de Santiago quinze días de mar^o año domini milésimo quatrigentesimo décimo tercio Firmado: L. Ar- chiepus Compostelanus Rubricado.» Al dorso: «pont ve- dra XV mil mrs.», y un acuerdo del Concejo nombrando repartidores de los 15.000 maravedís en las feligresías de San Bartolomé y de Santa María. (Fotograbado núm. 1.)

El nombre de maese Nicolao Oderigo de Génova está escrito con letra y tinta diferentes de las del resto del do­cumento. Y es que, hecho el repartimiento por las ofici­nas arzobispales entre los pueblos del señorío, se exten­dieron las libranzas con espacios en blanco para llenarlos con los nombres de las personas que habrían de cobrar las diversas sumas, conforme se les fuese entregando las cédulas, para atender á las necesidades de la Mitra. La tinta, algo desvanecida, con que aparece dicho nombre parece ser igual á la de la firma dél Arzobispo.

La importancia de este documento consiste en con­signar el mismo nombre é igual apellido y procedencia que un representante de Génova, gran amigo de Colón, á quien éste entregó un siglo más tarde copias de los títu­los, privilegios y nombramientos que había obtenido de los Reyes Católicos con motivo del descubrimiento de las Indias Occidentales. Se trata, pues, de dos personas probablemente descendiente la una de la otra ó de la fa­milia de ésta, y es probable también que la intimidad de Colón con la más moderna haya tenido su origen en an­tiguas relaciones del padre del Almirante, ó de sus pa­rientes, con el Nicolás Oderigo que estuvo en Galicia en 1413, ya para visitar, como lo hacían no pocos italia­nos, el sepulcro del Apóstol Santiago y obtener las co­rrespondientes indulgencias, ya para comerciar en artícu­los tan necesarios como lo eran para una sede apostólica de la importancia de Compostela, las ricas telas de seda, los enseres del culto, las imágenes y los ornamentos de plata ó de bronce, los misales, los breviarios y otros libros religiosos, todo ello procedente de Génova y des­embarcado en Noya ó en Pontevedra. Dicho Nicolás Ode­rigo debió ser un mercader de esta clase y acaso conoció á la familia Colón de la segunda de las mencionadas vi­llas, que pudo prestarle diferentes servicios, como el de transportar á Santiago los artículos y objetos desembar­cados. Acaso también, andando el tiempo, el Domingo de Colón, emigrado á Italia, obtuvo en Génova alguna pro­tección de los Oderigo, de donde pudo derivarse la amis­tad que á principios del siglo XVI existió entre el Almi­rante y Nicolás Oderigo, Embajador de aquella Señoría. Con referencia á este personaje no hay un solo dato ni la más leve noticia respecto á los antecedentes de Colón. Tan sólo podemos presumir que ignoraba cuál era la patria del Almirante, pero sabiendo á ciencia cierta que éste no era genovés. El fundamento de tal sospecha con­siste en que Oderigo no entregó á la Señoría los docu­mentos que Colón le había confiado, pues permanecieron en su poder y en el de su familia, hasta que uno de sus descendientes llamado Lorenzo hizo donación de aqué­llos, más de siglo y medio después, en 1669, al Gobierno de Génova.

El amable vecino de Pontevedra D. Joaquín Núñez me dió graciosamente en 1496, como procedente de una antigua notaría, un legajo de papeles del siglo XV, con un total de sesenta hojas de diversos tamaños, en los cuales encontré los documentos siguientes:

Primero. Un contrato de censo celebrado en presen­cia de los Procuradores de la Cofradía de San Juan Bau­tista, Bartolomé de Colón y A.° da Nova. De este docu­mento han publicado fotograbados los periódicos Caras y Caretas, de Buenos Aires, correspondiente al 14 de Mar­zo de 1908, y Vida Gallega, de Vigo, de Julio de 1911. Se ve en esta minuta notarial que el nombre Bartolomeu y otras palabras de las primeras líneas fueron recalcadas por aparecer algo desvanecidas y por desconocer el arte de la fotografía, pero sin que el documento sufriese alte­ración alguna. Forma parte de un minutario de 17 folios, bastante deteriorado, y dice así en sus primeras diez líneas: «iho. fica huna copia eno libro de San ihoan.»Ano do nas^emento de noso señor jesucristo de mili e quatro- centos e vinta e oyto anos dous días do mes de novem- bro. Sabean todos que eu maria garcia moller que fuy de a.° yans carpenteiro a quen deus aja morador ena vi­lla de pont vedra que soon presente e que fago por min e por miñas vozes de miña libre e propia voontade en esmola e por amor de deus dou e outorgo para todo sem- pre a a confraria de san ihoan da dita villa en presencia de bartolameu de colón e a.° da nova procuradores e con- frades déla seis maravedís de moeda vella de dez diñei- ros o maravedí os quales quero e outorgo que a dita con­fraria e confrades déla ajan e posan aver en salvo en cada un ano pola miña casa dezmó a deus que está ena rúa do berron»., etc. Siguen las demás condiciones del censo. (Fotograbado núm. 2.)

Este contrato, del que di noticia en mi libro La Ga­llega, impreso en 1897, página 148, tiene estrecha rela­ción con el documento publicado posteriormente por don Rafael Ramírez de Arellano en el Boletín de la Academia de la Historia correspondiente á Diciembre de 1900, en cuya página 469 se inserta el calco de una línea del tes­tamento otorgado en Córdoba á 24 de Octubre de 1489 por Pedro González, hijo de Bartolomé Colón, gallego. Por la circunstancia de que el testador tenía hijos y una hija casada en segundas nupcias, el Sr. Ramírez de Are- llano calcula que el Bartolomé Colón fué á Córdoba ha­cia el año 1425 ó poco más, y conjetura si motivaría la venida á España del descubridor del Nuevo Mundo la estancia en ella de alguno de sus ascendientes. Por for­tuna, el Bartolomé de Colón pontevedrés aparece pre­senciando aquel contrato en 2 de Noviembre de 1428; de manera que la solución más aceptable es, á mi juicio, la de que aprovechando las relaciones marítimas de Ponte­vedra ó de Bayona de Miñor con Andalucía, emigró á esta región, estableciéndose en Córdoba, donde se le dió el mote ó sobrenombre de gallego. Presumo que era her­mano de Domingo de Colón el viejo, y, por consiguiente, tío segundo del primer Almirante de las Indias.

Y  segundo. Un contrato entre dos vecinos de Ponte­vedra para construir dos escaleras en una casa pro-indi­viso de los mismos, situada en la rúa de la Correaría, delante de las casas que quemó Domingos de Colón, el Mozo. Dice así: «Ano do nasgemento de noso señor jesu­cristo de mili e quatro Rentos e… e quatro anos quatro días do mes de janeiro. Sabean todos que eu pedro fer- nandes bar… (barbeiro), beziño da villa de pont vedra que soon presente e que fago por min e en nom de miña moller ynes de ribadavia por la qual me obligo que ela aja esto aquí adeante por firme por min e por ela de huna parte E eu juan estebo carpenteiro que fago por min e en nom de miña moller tareisa da rúa por la qual eso mesmo me obligo por min e por ela de outra parte As partes sobre ditas queremos que por quanto non teemos partido a casa da correaría que está diante das casas que queymou ds de colon o mogo que he nosa de por me­dio que logo de presente que fagamos a as ditas casas duas subidas huna que saya pra dita rúa da correaría e outra pra rúa cega en maneira que eno sobrado délas fagamos duas moradas estremadas cada huna sobre sie a custa de ambos», etc. Siguen las demás condiciones del contrato. (Fotograbado núm. 3.)

Este documento consiste en una hoja suelta, deterio­rada en las dos esquinas de la derecha, quedando igno­rada ía decena del año del siglo XV que le corresponde. Calculo que era la de cincuenta, á juzgar por la letra y por la filigrana del papel, que representa el medio cuer­po anterior de un ciervo, lo mismo’que el de otras escri­turas comprendidas entre 1446 y 1456. En un principio creí que no era Colón el apellido que consigna, sino fotón (aumentativo del galaico tolo, loco ó maniático, proce­dente á su vez dei griego tolos, aturdido ó desordenado), así que lo había desdeñado como documento que nada tenía que ver con la familia Colón. Pero pasados algunos años y examinando papeles di con él y lo estudié con detención, haciéndome cargo entonces de que verdade­ramente no era t la letra inicia!, sino c, puesto que otras ces iniciales en el mismo escrito son iguales á la de dicho apellido, y que las tes en las demás palabras tienen for­ma muy diferente de la que había interpretado mal. Me convencí, pues, de que se trata de un Domingo de Colón, padre probablemente del gran navegante, y que se revela el motivo principal de su emigración, noticia importan­tísima para la nueva teoría coloniana. Si se refiere al año 1454, es de presumir que el incendio ó quema de las casas se habría verificado poco más ó menos un año antes, porque siendo la rúa de la Correaría á la sazón una de las principales calles de Pontevedra, debemos juzgar que dichas casas no permanecerían mucho tiempo sin ser reconstruidas por sus propietarios.

Señalando, pues, el año anterior como fecha de la emigración de Domingo de Colón, resultará que, si el Al­mirante nació en 1436 ó 1437, según demuestro en el ca­pítulo XI, tendría entonces unos diez y seis años de edad, en que ya estaría navegando, y que, después de reunirse con sus padres y su hermano Bartolomé en Portugal (acaso en Aveiro), donde hubieron de residir algún tiem­po, marcharon todos á Italia, alquilando en la vía Mul- cento de Génova, y en el período de 1456 á 1459, una casa perteneciente á los frailes de San Esteban, embar­cándose nuevamente los dos hermanos y trasladándose más tarde á Saona sus padres.

Al examinar un minutario de 97 hojas en folio del no­tario Alfonso Eans Jacob, que con tal objeto mé facilitó el Sr, D. Casto Sampedro, ilustrado presidente de la So­ciedad Arqueológica de Pontevedra, encontré, á los fo­lios 6 vuelto y 7, dos escrituras correlativas, fecha 19 de Enero de 1434, una de ellas cruzada con dos rayas, en las cuales se cita el nombre Blanca Colón. La notable re­vista de Vigo, Vida Gallega, correspondiente al mes de Julio de 1911, publicó un fotograbado de ambos docu­mentos, que en sus primeras líneas dicen así:

«Dez e nove dias do dito mes de janeiro. Sabean todos que eu don afonso garcia abade do convento de san juan de poyo que soon presente outorgo e conosco que debo e ey de dar et pagar a vos martin gotierres mariñeiro vesiño da villa de pontevedra que sodes presente doscentos e setenta e qatro maravedís de moneda vella contando a branqa entresdiñeirosos quales ditos doscen­tos e setenta e qatro mrs da dita moneda a vosa moller branca soutelo asi como herdeira de branqa colon moller que foy de afonso de soutelo alfayate acaesceron ena quarta parte de mili e noventa e ginco mrs da dita mo­neda que eu o dito don abade debia a os ditos afonso de soutelo e sua moller», etc. Siguen las condiciones del Convenio. (Fotograbado núm.4.)

«Dia dito. Sabean todos que eu don afonso garcía abade do convento de san juan de poyo que soon pre­sente outorgo e conosco que debo e ey de dar e pagar a vos juan gotierres pintor vesiño da villa de pont vedra que sodes presente asi ccmo herdeiro que sodes de afonso de soutelo e de sua moller branqa colon cuja alma deus aja ena mitade de seus beens conven a saber qinentos e ginqoenta mrs de moneda vella», etc. Siguen las condiciones del convenio.

En el mismo minutario, folio 85 vuelto, una escritura de compra de casa y terreno hasta la casa de Domin­gos de Colón, el Viejo, por Payo Gómez de Sotomayor. La copia íntegra de este documento, cuyo fotograbado ha publicado la ilustrada revista de Buenos Aires Ca­ras y Caretas, fecha 14 de Marzo de 1908, es como sigue:        .

«XXIX dias do dito mes (Septiembre de 1435). Sabean todos que eu juan gotierres do Ribeiro mariñeiro vesiño da villa de pont vedra que soon presente e que fago por min e en nom de miña moller Constanza gotierres por a qual me obligo e que fat^o por min e por todas miñas vo- zes e suas vendo firmemente por juro de heredade para todo sempre a vos pay gomes de souto mayor absente como se esteberedes .presente e a vosa moller doña mayor de mendosa e ambas vosas vozes e suas toda a parte e quiñón que a min e a a dita miña moller perte- nesge da casa sotoon e sobrado e terratorio ata a casa de ds de colon o vello que está ena rúa da-ponte da dita villa junto con as casas de vos o dito payo gomes de huna parte e da outra parte se ten de longo por taboado con as casas do cabildo de Santiago e bay sair a o eirado da porta da galea e bay sair a a dita rúa segundo por la via que a soya ter e usar femando garcía e eu despois del (e eso mesmo o dito voso apanigoado por la dita via e modo) e vendo como dito he toda a parte e quiñón que asi a min e a a dita miña moller pertenes^e das ditas ca­sas con sua pedra tella ferro madeira (e terratorio ata a casa de ds de colon o bello) e con cargo que o dito pay gomes e sua moller e suas bozes den e paguen a a con- fraria de san juan seys mrs de moneda vella que ha en elas de pensión cada un ano conben a saber por contia de novecentos mrs de moneda vella que de vos rescebin e de que me outorgo por entregado e pago e se mais bal ante todo juez que aiya por pena o doble.=E eu ruy lopes escudeiro do dito pay gomes por min e en nom do dito pay gomes que soon presente esto rescebo. Testigos alonso eans jacob notario alvaro agulla íoribio gotierres escudeiro del rey e outros.=feito.» (Fotograbado nú­mero 5.)

Las palabras puestas en letra cursiva están entre lí­neas en este documento, escritas, a! parecer, por distinta mano, por ío cual no les concederíamos valor ninguno; pero pueden admitirse de plano, porque constan algunas líneas después en el cuerpo de la escritura, aunque tacha­das con una raya, por lo cual las incluyo entre parénte­sis. La explicación del hecho es muy sencilla: redactada esta minuta, el notario advirtió que las palabras «e terra- torio ata a casa de d.s de Colon o vello» estaban mal colocadas, las tachó y las trasladó á lugar adecuado, es­cribiéndolas entre líneas, y se ve que madeira, palabra anterior á aquéllas, quedó sin la conjunción copulativa que corresponde en la redacción. Otras palabras tacha­das también, y que pongo entre paréntesis, no tienen fá­cil interpretación.

Payo Gómez de Sotomayor, comprador de la casa, fué mariscal de Castilla y Embajador del rey Enrique III á Persia. En otra escritura se mencionan los pazos (pala­cios) del mismo magnate que sin duda eran las casas ci­tadas en el anterior documento. Su esposa, D.a Mayor de Mendoza, era sobrina de D.-Lope, Arzobispo de Santia­go. Este matrimonio tenía mucha propiedad territorial, casas y castillos. Sus sepulturas están en las ruinas de Santo Domingo de Pontevedra.

 

En el mismo minutario, folio 80, escritura de venta en 11   de Agosto de 1434 de la mitad de un terreno que fué casa en la rúa de las Ovejas, por María Eans á Juan de Viana, el Viejo, y á su mujer María de Colón, moradores en Pontevedra. Sus seis primeras líneas dicen así (foto­grabado núm. 6):

«Once dias do dito mes. Sabean todos que eu maria eans da feira morador ena viila de pont vedra que soon presente que fa^o por min e por todas miñas voses non costrengida por for^a nen por engano rescebido mais da miña libre e propia voontade vendo e firmemente outorgo por juro de heredade para todo sempre a vos juan de viana o vello morador ena dita villa e a uosa moller ma­ria de colon e a todas vosas vozes toda a metade enteca­mente de terratorio que foy casa que está ena rúa das ovellas da dita villa», etc. Siguen las condiciones del contrato.     ,

Conjeturo que la María de Colón del anterior docu­mento es la misma que en el minutario, donde consta Bartolomé de Colón, y al folio 4 vuelto, figura en un con­trato de censo, fecha 4 de Agosto de 1440, por una parte de terreno en la rúa de Don Gonzalo de Pontevedra, á favor de Juan Ossorio, picapedrero, y de su mujer María de Colón, sin duda casada en segundas nupcias.

En el libro del Concejo que tiene en su poder el men­cionado Sr. D, Casto Sampedro, presidente de la Socie­dad Arqueológica, libro que empieza en 1437 y termina en 1463, incompleto, pero con 78 hojas, consta al folio 26 un acuerdo de dicho Concejo, fecha 29 de Julio del pri­mero de aquellos años, ordenando el pago de 24 mara­vedís viejos á Domingos de Colón y Benjamín Fontero­sa. El fotograbado de este acuerdo fué publicado por el distinguido escritor y arqueólogo Sr. Balsa de la Vega en La Ilustración Española y Americana del día 8 de Marzo de 1908 y por el elocuente Dr. Horta, á quien dedico sin­cero reconocimiento, en dos folletos impresos en Nueva York en los años de 1911 y 1913. Dice así:

«Año domini milésimo quatrígentesimo trigésimo séptimo vynte e nove dias do mes de Jullyo pedro falcon juez e lourengo yans alcalde e fernan peres jurado man­daron a martin de cañizo e afonso garcía portajeiros que dos maravedís que este dito ano colleran e recabdaran das posturas da dita villa a cada unha das portas donde estaban por portajeiros que desen e pagasen a d.s (do­mingos) de colon e b.n (benjamín) fonterosa por lo alugo (alquiler) de duas bestas que levaran con pescado a San­tiago a noso señor o arcebispo vynte e qtro maravedís bellos (viejos) e a lourengo de guillarey de huna carga de leña que dou pa o cabaleiro chamorro que posou en casa de pedro qun o bello tres mrs e asi son por todos bynte e sete mrs que líos faran recebir en conta a gonzalbo de camoens e líos descontaran dos mrs das posturas que se comenzaran por dia de san Juan de Junyo deste dito ano que el do dito concello tiña arrendadas, testigos pedro qun o bello loys mendes mercader, gonzalvo fiel e outros.

 

Destes mrs ha de pagar m. de cany XII e af° gra XV.» (Fotograbado núm. 7.)

Este es uno de los más importantes documentos ha­llados en Pontevedra; constituye una verdadera clave de la vida de Colón, puesto que consigna juntos sus dos apellidos, el paterno y el materno. A la vista del acuerdo del Concejo surge espontáneamente la reflexión de que va muy poca distancia de un matrimonio realizado por personas de ambas familias á la asociación para negó- cios entre estas últimas, ó viceversa, de la asociación al matrimonio, medio sencillísimo y natural de que en el descubridor de América se reunieran los dos apellidos de Colón y de Fonterosa, por más que esta afirmación ten­ga á primera vista el aspecto de una verdad de Perogru- 11o. Desciendo á semejante símil, porque pretendo que los lectores fijen toda su atención en tan interesante he­cho que, de no haber más documentos acerca de las dos familias pontevedresas, bastaría,juntamente con los nom­bres impuestos por el Almirante á varios lugares de las Antillas, para revelar su origen y patria,

Pero el acuerdo del Concejo merece detenida expli­cación. Interpreto como Domingos la abreviatura ds, en primer lugar porque era la usual, según consta en varios papeles de la época y posteriores, sin que haya otro nombre [á que aplicarla. En una escritura de 1438 y en otra de 1441 sobre aforamientos, respectivamente, de un terreno á Domingos do Ribeiro y de otro con viña á Do­mingos Batallanes se consignan luego estos nombres con la misma abreviatura ds> En el propio libro del Concejo, y según acta de 21 de Mayo de 1437, hay un acuerdo so­bre repartimiento de 45,805 maravedís, y en la relación de calles figura la rúa de domingos o mozo en la feligre­sía de Santa María. En 1574 consta Domingos dos Billa­res, procurador general del Concejo, al cual también se le aplica aquella abreviatura. En la primera línea del do­cumento fotograbado con el número 10 se ve el nombre de Domingos de Sueiro. En varias comarcas de Galicia todavía se dice Domingos y hasta en el diminutivo se conserva la s, pues en el siglo pasado he conocido un dis­tinguido y acaudalado caballero de Puenteareas á quien todo el vecindario llamaba cariñosamente Don Domingui- tos en vez de D. Domingo.

No puede aceptarse Lla abreviatura b.’1 ó b.11 Fonte­rosa como indicadora del nombre Bartolomé, que siem­pre se representaba con la de b°. Aquélla tiene encima una curva para significar sonido de /z, y como en el mis­mo libro del Concejo, folio 48, se consigna la de bej Fonterosa también con curva encima, esto es, Benjamín, podemos resolver que á este nombre corresponde U abreviatura de que se trata y que en ambas actas se de­signa una misma persona.

El obsequio del pescado al Arzobispo, señor de la vi­lla, llevado en dos acémilas (bestas), fué hecho por el Concejo con ocasión de la fiesta del apóstol Santiago, que se celebra el día 25 de Julio. Por último, es de notar el apellido Camoens que figura en el acuerdo, pues la circunstancia de existir ya un siglo antes de que naciera el gran poeta portugués, tan amante de España como de Portugal, y la no menos especial de que en la corte de Lisboa se diese á éste el mote de principe gallego, hacen sospechar que la oriundez de Galicia atribuida á Luis de Camoens era más cercana que la de derivarse de Vasco Pérez de Camaño, de quien se dice descendiente, caba­llero gallego emigrado cdn otros á Portugal á consecuen­cia de la derrota y muerte del rey D. Pedro de Castilla, acaecida á mediados del siglo XIV. Dicho apellido en Pontevedra, donde el que lo llevaba fué alcalde, jurado (regidor), dueño de carabelas, arrendatario de arbitrios (véase el fotograbado núm. 12 en la línea anterior á la de Bej. Fonterosa), y contratista de diversos servicios, pues así consta en diversos documentos, hay que retrotraerlo por lo menos en treinta años; de manera que no parece razonable que en medio siglo el vocablo Camaño se haya transformado en Camoens. ¿Será inexacta la genealogía que se da al insigne vate lusitano, acaso nieto del Gon­zalo de Camoens consignado en el acuerdo del Concejo y del que no hay noticias posteriores á 1445?

El mencionado presidente de la Sociedad Arqueoló­gica, Sr. Sampedro, encontró y me comunicó la siguien­te noticia consignada en un cuaderno de cuentas y de visitas de la cofradía de marineros de Pontevedra titula­da de San Miguel, que se conserva en el Museo Arqueo­lógico. En una relación figura A.° (Alfonso ó Antonio de Colón (quizás hijo de María), patrón ó maestre de un barco (pues en otro documento vió el Sr. Sampedro el nombre de maestre Colón), como deudor del impuesto que los buques de tráfico pagaban á dicha Cofradía por los viajes que verificaban. La apuntación dice así: «Debe A.° de Colón quatro maravedís do biaje de abeyro.» (Aveiro, en Portugal). (Fotograbado núm. 8.) No es posi­ble designar la fecha, aunque se halla comprendida en­tre 1480 y 1490, ya porque varias relaciones no la tie­nen, ya porque los papeles del cuaderno están cosidos y mezclados sin orden y sin obedecer á ningún criterio* El tráfico marítimo entre Pontevedra y Aveiro era bas­tante activo; en mi libro La Gallega, página 68, he publi­cado el contrato de flete del nabio Santa María (que pre­sumo fué ocho años después nave capitana de Colón) hecho para transporte de sal en 5 de Julio de 1484 por un vecino de la segunda de aquellas villas á Fernán Cer­vino, dueño del barco en la primera, ante los testigos Foronda y García Ruiz, que precisamente figuran en la tripulación de dicha nave capitana.

En un cartulario de mi propiedad, con 58 hojas de pergamino, que contiene diversos documentos interesan­tes,, y al folio 20 vuelto, consta la escritura de aforamien­to por el Concejo en 14 de Octubre de 1496 á María Alonso, de un terreno cercano á la puerta y torre de Santa María, señalando como uno de sus límites la he­redad de Crlstobo de Colón. (Fotograbado núm. 9.) No parece aceptable la interpretación de que en aquella fe­cha viviese en Pontevedra una persona con tan notable nombre; lo más razonable es presumir que dicha here­dad conservaba como denominación popular, según costumbre muy general aún existente, la de un propie­tario antiguo que se distinguió por cualquier concepto, á no ser que algún individuo de la familia, ya falleci­do, hubiese dejado la heredad en su testamento á su pariente Cristobo y alguien la tuviese en administración por ignorarse el paradero del favorecido, pues nadie podía sospechar que tal vez fuese el italiano Cristó­foro Colombo, genovés y descubridor de las Indias Occi­dentales.

Este cartulario y la cédula relativa á Oderigo debie­ron pertenecer al Concejo, por cuya justa causa procede que vuelvan á su sitio; en su consecuencia, pongo ambos documentos á disposición del Excmo. Ayuntamiento.

El Sr. Sampedro también me participó que había en­contrado en el Archivo notarial una curiosa escritura, fecha 11 de Octubre de 1518, en que Juan Nepto y Juan de Padrón, vecinos de Pontevedra (vicarios del pode­roso gremio de mareantes), afianzan ante Jácome Fer­nández, alcalde ordinario, á Juan de Colón, preso en la Cárcel pública, obligándose, al efecto, con sus personas, bienes muebles y raíces, y pago de 3.000 maravedís, pares de blancas. Esta escritura no dice la causa de la prisión de Juan de Colón (hijo, tal vez, del maestre Antonio de Colón), que era un mareante de cierta importancia, según puede deducirse, tanto de la cuantía de la fianza, como del aforamiento que se consigna en el siguiente documento, referente, sin duda, al mismo indi­viduo.

El vecino de Pontevedra D. Telmo Vigo, á cuya fa­milia perteneció la finca de que voy á hablar, dió en 1891 á D. Luis de la Riega, de quien la he recibido, una ejecu­toria de la sentencia recaída en el pleito habido entre el monasterio de Poyo y D. Melchor de Figueroa y Cien- fuegos, vecino de Pontevedra, fecha 13 de Agosto de 1616. Consta de 12 folios; está firmada por el Mar­qués de Cerralbo, Gobernador y Capitán general de Galicia, y por los oidores de la Audiencia de Coruña D. Mateo Velasco de Bustamante, D. Antonio de Valdés y D. Francisco Moscoso Figueroa, y consigna, por copia literal, el contrato de aforamiento, en lenguaje gallego, de la huerta y heredad de Andurique, hecho en 13 de Octubre de 1519 por el mencionado monasterio al ma­reante del arrabal de Pontevedra Juan de Colón y á su mujer Constanza de Colón. (Fotograbado núm. 10.) Repi­tiendo lo dicho en páginas anteriores, la huerta y here­dad de Andurique están en el lugar de Portosanto, feli­gresía de San Salvador de Poyo, y es muy probable que la familia Colón haya sido desde antigua fecha arrenda­taria de la finca expresada, convirtiéndose Juan de Colón, á virtud del aforamiento, en propietario del dominio útil de la misma; acaso habiendo obtenido ganancias y hecho ahorros, por su profesión de mareante, quizás practicada en América, pudo concertarse con la Comunidad bene­dictina para la adquisición definitiva de la finca. Enton­ces era abad comendatario del monasterio de Poyo, se­gún la propia escritura, D. Juan de Vivona, cardenal de Santa María in Pórtici.

Este documento y el referente á Cristobo de Colón fueron los primeros que, sin mayor ó menor indicación de nadie, me inspiraron en el año 1892 nuevo concepto acerca del origen y de la patria del primer Almirante de Indias. Tal ha sido, repito, la base de mis investigacio­nes y estudios, en que nadie me ha precedido. Necesito hacerlo constar, puesto que hay síntomas de pretensio­nes descabelladas, y aquí tiene aplicación la sarcástica frase del descubridor del Nuevo Mundo, después de rea­lizada su magna empresa: «Ahora, hasta los necios quieren descubrir.»

De los precedentes papeles resulta que en las gene­raciones anteriores á la del gran navegante hubo en Pontevedra personas de su apellido, con los nombres de Domingo, el Viejo, Bartolomé, Blanca, María, Domingo, el Mozo, y Cristóbal, pues Antonio era coetáneo, y Juan, de la generación siguiente. El de Jácome (Diego) era también vulgar y usual en aquella época; de manera que, por figurar algunos de esos nombres en la familia conocida de Colón, podemos juzgar que no se trata de una simple coincidencia, sino de una repetición ocasio- hada por el afecto, por la costumbre ó por el padrinazgo en la pila del bautismo.

Corona brillantemente la anterior documentación eí hecho de que el apellido de esta familia consta en una ins­cripción de la iglesia de Santa María de Pontevedra. Derribado un viejo altar, apareció en la pared un gran hueco en forma de arco, con dicha inscripción, grabada en piedra y con letra gótica alemana, usada aún en el primer tercio del siglo XVI, que dice así: «los do terco: de iuan neto: i de loan de colon feceron esta capilla.» Los cercos eran enormes aparatos para pescar la sardina, servidos por asociaciones de 70 á 80 marineros cada una; pero es de notar que sólo uno de los dos nombres de la inscripción tiene la partícula Ó preposición de antes del apellido, corroborándose con este dato las cláusulas de la institución del mayorazgo, en que el famoso nave­gante declara que su verdadero linaje es el de los llama­dos de Colón. Este Juan de Colón era, sin duda, el que figura en el aforamiento de la heredad de Andurique. La inscripción de que se trata es un documento de gran im­portancia: ninguna ciudad de Italia exhibe un testimonio tan expresivo. .           .

– En el mencionado minutario del notario Alfonso Eans Jacob, y al folio 66, se halla la siguiente acta fecha 28 de Febrero de 1435 (fotograbado núm. 11):

«Este día afonso yans da feira carrejador por palabra dou querella a estebo qun tenente de alcalde de el… toneleiro filio de abraan fonta osa dizendo que estando el esta noyte salvo e seguro en sua casa que o dito el… toneleiro e con el outros dous homes que entraron con el e que o quiseran matar con pedras e o jurou por a santa cruz. O alcalde diso que achando o dito el… tone­leiro que o prendería polo corpo e o porria en lugar donde del se fezere dereito. Testigos marqos carneiro é gonzalbo criado de min notario.»

La abreviatura el, con un rasgo que no es de s enci­ma y á la derecha, parece indescifrable; no encuentro más interpretación plausible por ahora, pues se trata del hijo de un hebreo, que la del nombre Eliezer ó Efea- zar, dado que dicho rasgo era indicador de una vocal con r, anterior ó posterior, como final de la palabra. Acaso pudiera ser cualquiera de los nombres Eliacim, Eliud, Eli, Eliachim, incluidos con aquéllos en las genea­logías que constan en los Evangelios, según San Mateo y San Lucas. Quizás sea Elias ó Eliseo, aunque á ello se opone el mencionado rasgo.

■    En un resto de 19 hojas de un minutario notarial des­calabrado, aparece el contrato de aforamiento hecho .en 21 de Marzo de 1436 por Fernán Estévez, de Túy, á Alvaro Afón, de una viña en la feligresía de Moldes, in­mediata á Pontevedra y extinguida hace tiempo, seña­lando como uno de sus límites otra viña del aforante, que labraba Jacob Fonterosa, el Viejo. (Museo Arqueo­lógico.)

 

En el libro del Concejo ya citado, y al folio 48, consta en el acta el nombramiento hecho por el Arzobispo de Santiago á favor de Lope Muñiz y de Benjamín Fonte­rosa para recaudadores de las alcabalas de las grasas eu el año 1444. Asimismo, al folio 66, se consigna el nom­bramiento hecho por dicho Prelado á favor de Gómez de la Senra y de Jacob Fonterosa para recaudadores de las rentas del hierro en el año 1454. (Fotograbados núme­ros 12 y 13.)

En el citado cartulario de hojas de pergamino, folio 6 vuelto, se halla una escritura de aforamiento por el con­cejo de Pontevedra en 6 de Noviembre de 1525 á Barto­lomé de Sueiro, el Mozo, y á su mujer María Fonterosa.

Otra escritura suelta contiene la carta de pago dada á Inés de Mereles por Constanza Correa, mujer de Este­ban de Fonterosa, fecha 22 de Junio de 1528, cuya letra es indescifrable en su mayor parte.

Estos dos documentos revelan que una rama de los Fonterosa era cristiana en el primer tercio del siglo XVI. Una familia de este apellido aparece posteriormente en los libros parroquiales de Sobrada, Ayuntamiento de To- miño (Túy), que empiezan en 1597. Constan: Domingo, hijo de Juan, bautizado en 1614; Gregorio, hijo de otro Gregorio, en 1634, y sucesivamente, Domingo en 1688, Sebastián en 1720, Juan en 1749 y D. Ventura en 1796. Esta familia se estableció después en Túy, donde perdura, y algunos de sus individuos marcharon á Buenos Aires.

Por último, en el minutario notarial de Alfonso Eans Jacob se consigna un contrato hecho en L° de Marzo de 1434 por Marina Pérez, mujer que fué de Domingos Bonome, en que se menciona una viña «que dicen da fonterosa», nombre que pudo originar el apellido ma­terno de Colón.

Para terminar este capítulo considero muy oportuno proponer que todos los documentos en él relacionados sean entregados, previa la conformidad de la Corpora­ción municipal, al Excmo. Ayuntamiento de Pontevedra, donde podrán conservarse convenientemente y ser con­sultados por quienes tengan interés en ello, pero con ob­servancia de las formalidades y precauciones que se juz­guen adecuadas.

 

 

El histórcio coloniano— Fr. Diego de Deza.

Como resultado y esencia de este libro considero ne­cesario exhibir concretamente la composición que me ha sido inspirada por los datos y razonamientos expuestos en el mismo.

Cristóbal Colón nació en Pontevedra en el año 1436 ó en el 1437, y fueron sus padres Domingo de Colón, llamado el Mozo, hermano de María, y Susana Fonte­rosa; otro Domingo de Colón, el Viejo, fué, sin duda, su abuelo, de quien Blanca y Bartolomé, emigrado á Cór­doba, eran hermanos; Antonio de Colón, padre quizás de Juan, debió ser primo suyo. Y si Abraham Fonterosa ó Jacob el viejo fué padre de Susana, podemos calcular que Benjamín, otro Jacob y el tonelero Eliezer ó Eleazar eran hermanos de ella ó primos, puesto que pertenecían á la misma generación.  –

El futuro Almirante de las Indias hubo de estudiar la lengua latina en alguno de los conventos de Pontevedra, y rudimentos de Cartografía, y por consiguiente, de cos­mografía, con Gonzalo de Velasco, ya mencionado, autor de una carta del mundo, regalada por el Concejo al Arzo­bispo de Santiago.

Á los catorce años de edad, en el de 1451 poco más ó menos, Colón se embarcó, empezando su carrera de marino. Emigrados de Pontevedra sus padres y su her­mano Bartolomé á fines de 1452 ó principios de 1453, se reunió con ellos en Portugal, marchando posteriormente toda la familia á Italia, estableciéndose desde luego en Génova y trasladándose más tarde á Saona. Colón se dedicó á la navegación en buques genoveses, y es pro­bable que su hermano Bartolomé no tardase mucho tiempo en imitarle, entrando como tripulante en barcos lusitanos, circunstancia que, andando los años, tal vez indujo á Colón á trasladarse á Lisboa, pues su carácter aventurero y emprendedor encontraba desde luego ali­ciente poderoso en las arriesgadas y brillantes empresas marítimas de los portugueses; mas las necesidades de la vida le obligaron á alternar la profesión de marino con la de cartógrafo. En la práctica de esta última, su genio debió inspirarle vehementes sospechas de que el tene­broso océano no era por el Occidente el último límite que se veía obligado á dar al mundo en los mapas; y arrastrado por tal pensamiento, empezó á inquirir noti­cias en los libros que podía leer en las bibliotecas de los -.conventos principalmente, así como á enterarse de la ^opinión de los marinos y de cuantas personas pudieran proporcionarle luz, habiendo recogido los diversos indi­cios de tierras en el Oeste, enumerados por su hijo don Fernando en la Historia del Almirante. Estudiando, pues, la esfera, adquirió el convencimiento de que la opinión de varios autores era exacta y de que, navegando hacia Occidente, se llegaría sin gran peligro á las ricas regio­nes de la India oriental. Consultó su proyecto al sabio florentino Toscanelli y obtuvo su aprobación,  *

Mientras su hermano Bartolomé, á quien había trans­mitido algunos de sus conocimientos científicos, nave­gaba en los buques portugueses que costeaban el conti­nente africano y, por último, asistía al descubrimiento del cabo de Buena Esperanza, pues así consta en una nota puesta en el libro Imago Mandi del cardenal AIyaco (Biblioteca coloniana de Sevilla), Colón, antes y después de casarse, negociaba con el Rey de Portugal la ejecución de su temerario pensamiento. Rechazado al fin, trasladó­se á España, donde hubo de sufrir muchas contrariedades hasta que salió del puerto de Palos para realizar el gran­dioso descubrimiento del Nuevo Mundo.

Nada tendría ya que añadir si no reclamase mención y examen una peripecia especialísima de la vida de Co­lón en Castilla. Me refiero á la resuelta y singular pro­tección que le otorgó súbitamente el prior del convento de Dominicos de San Esteban de Salamanca, Fray Diego de Deza, más tarde ayo y preceptor del principe D. Juan y sucesivamente obispo de Zamora, de Salamanca, de Córdoba y de Palencia, Inquisidor general, arzobispo de

Sevilla y electo de Toledo. No hay historiador que no ensalce á este personaje y que no encomie las altas pren­das, virtudes y ciencia que demostró constantemente: sobre esta materia bueno será que los lectores consulten la elocuentísima obra de Rodríguez Pinilla, titulada Co­lón en España.

Cuando Colón se vió desahuciado en sus pretensio­nes á consecuencia del informe desfavorable de la Junta de Córdoba, reunida en virtud de orden de los Reyes Católicos para examinar el proyecto del supuesto geno­vés, y presidida por el prior del Prado, Fray Hernando de Talavera; cuando ya se hallaba decidido á gestionar eti otra nación, sin duda Inglaterra, le detuvo la circuns­tancia de haberle ofrecido su apoyo el P. Deza, previa la correspondiente entrevista en la que Colón le dió cuenta de sus planes. En una carta, fecha 21 de Diciembre de 1504, dirigida á su hijo Diego y refiriéndose al que era entonces obispo de Palencia, el Almirante dice: «fué causa de que sus Altezas hobiesen las Indias y que yo quedase en Castilla, que ya estaba yo de camino para fuera.»

En efecto: el P. Deza tomó tanto interés en los pro­yectos de Colón, que inmediatamente promovió las fa­mosas conferencias de Salamanca, de las cuales fué el alma, hospedando (favor extraordinario) en el convento de San Esteban al visionario extranjero; desde cuyo ins­tante éste no tuvo ya que pensar en los medios de via­jar y de vivir, porque todo corrió á cargo del P. Deza y á todo atendió con esmerada solicitud, ¿Cómo se originó repentinamente tanto entusiasmo, y un propósito tal de ardiente protección á Colón, en persona de las elevadas condiciones que se reunían en el Superior de la Comunidad de San Esteban? ¿Bastaría para ello la admiración que pudo causarle la grandeza y la trascendencia de la temeraria empresa que Colón pro­ponía? ¿No tendría algún otro motivo de importancia para ayudarle tan eficazmente?

Las conferencias de Salamanca se celebraron durante la visita de los Reyes Católicos á Galicia, y su éxito no pudo ser más halagüeño para Colón, logrado, ante la ciencia desconfiada y el ánimo receloso de los sabios re­unidos, por las incansables gestiones del P. Deza, el cual comunicó el resultado de las discusiones á los Monar­cas al regresar éstos de Galicia y durante su pernanen- cia en la misma Salamanca desde principios de Diciem­bre de 1486 á fines de Enero de 1487. Pero á esto tan sólo no hubo de limitarse el P. Deza; sin duda se exten­dió á garantizar reservadamente ante los Reyes Católi­cos la personalidad del gran marino, porque desde enton­ces precisamente y sin que conste, según he dicho en otro lugar del presente libro, que se hubiese naturalizado legalmente en Castilla ni que se hicieron indagaciones acerca de los antecedentes de Colón, todo cambia para éste, y el que había sido despedido en Córdoba pocos meses antes, obtiene desde luego el afecto de los Mo­narcas, que le llaman á su servicio, procuran tenerle á su lado, le colman de atenciones y le conceden una pensión.

 

.• Acaso la garantía del P. Deza evitó aquellas averi­guaciones é hizo innecesaria dicha naturalización, y para dar, tal garantía debió sin duda atender á una razón muy sencilla, cual pudiera ser el conocimiento de los mencio­nados antecedentes de Colón. Confieso que esta conje­tura es. muy aventurada y excesiva; pero no vacilo en exponerla, porque donde y cuando menos se piensa puede surgir un dato cualquiera y concurrir á robuste­cerla -ojá justificarla.         ‘

= He aquí mi conjetura. En primer lugar establezco que el Prior del convento de San Esteban hizo sus primeros estudios en Pontevedra. Á favor de esta creencia tene­mos el dato de que, según escrituras notariales de 25 de Julio de 1434, 13 de Febrero de 1435 y 29 de Mayo de 1436., que, constan en los mismos minutarios citados en el capítulo anterior, era monje en el monasterio de Poyo, cercano’á dicha villa, Fr. Fernando de Deza, y en otra escritura de 19 de Octubre de 1434 figura el Licenciado Er.-Martín de Deza en el convento de San Francisco de la- misma población. El apellido Deza existe en Galicia desde ihuy antigua fecha, y dichos frailes pertenecían á lá’ generación anterior á la de Fr. Diego, el cual, aunque serafirma que fué natural de Toro, en Zamora, muy bien pudo realizar sus primeros estudios, repito, al lado de cualquiera de los dos mencionados monjes, quienes eran, sin ‘duda, parientes suyos.

; En este caso, la segunda parte de mi conjetura ad­quiere mayor aspecto de verosímil, pues el P. Deza y Colón pudieron ser compañeros en el estudio de la len­gua latina, ocasión adecuada y natural para que entre ambos brotase un mutuo afecto que, pasados muchos años y al encontrarse el uno con el otro en la edad ma­dura, debió reavivarse y producir las consecuencias más felices. Para justificar esta presunción se ofrecen unas notabilísimas frases del insigne navegante estampadas también en carta á su hijo Diego, fecha 18 de Enero de 1505: «Si el Sr. Obispo de Palencia es venido ó viene, dile cuánto me ha placido de su prosperidad, y que si yo voy allá que he de posar con su merced aunque él non quiera, y que habernos de volver al primero amor fra­terno y non le podrá negar», etc.

Esto escribía Colón con la franqueza que podía usar un padre dirigiéndose á su hijo, y sin pensar que, por muy encubierto que ponía el origen de tal amistad, di­chas sencillas frases constituían un ingenuo grito del corazón y denunciaban el ya lejano principio de aquel afecto. Sabemos que, históricamente, las relaciones entre el P. Deza y Colón empezaron en 1486, y, si bien es cierto que en poco tiempo y por varios motivos puede establecerse un entrañable cariño entre dos personas, éstas, por lo general, no le aplican los adjetivos de pri­mero, y á la vez de fraterno, sino cuando han sido cama­radas de juegos ó de estudios en la niñez ó en la infan­cia, porque, en este caso, primero significa la antigüedad de un afecto, anterior al iniciado en 1486, y fraternal, un trato frecuente y cordial, como el que existe entre tales camaradas ó entre dos hermanos. Y adviértase que á tan expresiva frase le da tono y fuerza la anterior, esto es, la absoluta confianza y familiaridad con que el anciano y achacoso Almirante se invita á hospedarse en la pro­pia casa del Prelado. Se ve que para ello no era obs­táculo la elevada y respetable categoría del P. Deza en 1505, de la cual se hallaba éste muy lejos cuando aprendía la lengua latina, en cuya edad, aunque sobrino de frailes, no por eso disfrutaba posición bastante alta para apartarse de toda relación con un compañero de estudios como el entonces futuro Almirante, cuyas con­diciones de inteligencia y de imaginación agradarían sobremanera á sus maestros y á sus condiscípulos. Pre­sumo., pues, que el P, Deza conoció y guardó el secreto del gran marino.

Me apremia la publicación del presente libro, y ya me faltan ánimos para aclarar algunos interesantes deta­lles, relacionados con la vida del inmortal descubridor de América. Otros lo harán con éxito, y les deseo la ma­yor íortuna; pero conste que la más brillante gloria de la Humanidad pertenece íntegra á España, y que nadie podrá disputársela con razón, ni despojarle de ella con justicia. Según advierto en el prólogo, nada más difícil que la desaparición de un dogma falso, y lo es, segura­mente, el de haber nacido Colón en Génova. El espíritu de resistencia á toda innovación es muy fuerte y tenaz* especialmente en los hombres que después de adquirir fama de sabios se estancan en determinados límites de las ciencias, por cuyo motivo muchas veces la selección se establece tardíamente. En ello intervienen con fre­cuencia la ignorancia, el egoísmo y la envidia; lamen­taré, pues, que este libro caiga en manos de tales ene­migos.


[1] Asensio, Cristóbal Colón, 1.1, pág. XC VII, El más fantástico autor no hubiera concebido actualmente tan aparatosa balumba de figuras simbólicas para final de una zarzuela de gran espectáculo.

 

Listado los documentos fotograbados:

1.

Nicolás Oderigo.

2.

Bartolomé de Colón.

3.

Domingo de Colón, el Mozo.

4.

Blanca de Colón.

5.

Domingo de Colón, el Viejo.

6.

María de Colón.

7 y

7 bis. Domingo de Colón y Benjamín Fonterosa.

8 y

8 bis. Antonio de Colón.

9.

Cristobo de Colón.

10.

Juan y Constanza de Colón.

11.

Abrahán Fonterosa y su hijo.

12.

Benjamín Fonterosa.

13.

Jacob Fonterosa.

(1) Fotografías de J. Pintos, Pontevedra.

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